El vagar del vampiro

Imagen de Destripacuentos

Comentario sobre los cambios que ha ido sufriendo el modo en el que disfrutaba de esta ambientación en mis horas de juego

 

Los antediluvianos no estaban entre nosotros, desde luego, pero no hay duda de que ha llovido bastante desde la primera vez que tuve noticia del Vampiro. Por aquellos tiempos era un juego de rol y su nombre completo era Vampiro: La Mascarada (que no la masacrada, como creíamos algunos). Y digo que era un juego de rol por simplificar las cosas, porque ya desde el primer momento uno tenía la impresión de que aquello iba a traer algo más. O, mejor dicho, mucho más.

 

Recuerdo que cuando empecé a leerlo me enganchó como si fuera una novela, cosa que rara vez ocurre con un manual de rol. No sólo nos brindaba las historias de vampiros que siempre habíamos querido jugar, y que habíamos soñado desde que éramos críos, sino que las enfocaba de tal modo que rápidamente te dabas cuenta de que no iba a ser un juego que exprimieras en dos días.

 

Creo que lo que más llamaba la atención era el modo en el que se explicaba el mundo, el real, para que la ambientación presentada de clanes vampíricos en la sombra resultara coherente. Eran tales los juegos de manos que, efectivamente, todo adquiría un tono de verosimilitud inquietante.

 

Supongo que al entrar de aquel modo tan apabullante, tan diferencial, es normal que no nos sorprendiera demasiado cuando empezaron a salir productos paralelos, aunque fuese algo insólito y pionero. En aquella época fueron los dados, ésos de color verde oscuro veteado que recordaban la propia cubierta del libro -y que se terminaron por ver decorados con rosas y ankhs-, pero actualmente existen variadas toneladas -excepto miniaturas de plomo, creo-, por lo que no me extenderé en el tema. El salto cualitativo, no obstante todo este despliegue, vino de la mano del producto que motiva este artículo: el juego de cartas coleccionables.

 

Sí, aquello era una buena idea, qué duda cabe. Como hemos dicho, la cosa más impresionante de Vampiro como juego de rol, a pesar de la cantidad de puntos adicionales que tenía, era el trasfondo. Imaginarse aquellos juegos de sutil política, con la omnipresente camarilla, los clanes enemistados, los vampiros sin vínculos, los jústicar, los renegados del sabbath, los primigenios… Era imposible no soñar con diseñar una ciudad entera, un entramado de conspiraciones entre seres dotados de inteligencias y poderes sobrehumanos en el que dar rienda suelta a la imaginación. El problema residía en que era complicado trasladar esto a una partida de rol al uso. Y ahí era donde entraba el Jihad.

 

Sí, al principio se llamó así, como se denominaba a la guerra subterránea entre vampiros en el propio manual. Todavía desconozco si el cambio de nombre efectivamente responde a la leyenda urbana o no, pero de lo que no hay duda es de lo que pone en el reverso de mis viejas cartas, ni de lo que fue poniendo luego en las “ampliaciones”.

 

El Jihad permitía montarte una ciudad en poco rato y llevar la guerra conspiratoria de rigor de un modo ágil y relativamente sencillo. Es cierto que había algunos ajustes algo peregrinos para que la cosa funcionase, pero en líneas generales aquello era una maravilla. Con muchos o pocos jugadores, con buenas o malas cartas, las partidas eran apasionantes por el sabor que tenían. Es cierto que, al principio, el tema del idioma se las trajo -entre el vocabulario de las cartas y los reglamentos tan “simples” a los que acostumbran los de White Wolf, no podía ser de otra forma-, pero al final la cosa empezó a marchar. Quizá demasiado bien.

 

Sí, hubo una época dorada en la que, con cartas, se jugaba a Jihad o a Magic. Personalmente prefería el primero. Tenía la impresión de que el sistema era más sencillo, más intuitivo. Lo de las disciplinas en dos niveles, la sangre que pasa por los vampiros, el cómo el vitae servía para un roto o un descosido indiferentemente, los magníficos dibujos… El juego tenía muchos puntos positivos. Pero, como buen juego de vampiros, también tenía sus puntos oscuros.

 

Lo primero que empezaba a tocar las narices era la especificidad de las cartas con las disciplinas. Cuando separamos mazos -al principio mi hermano y yo jugábamos los dos con el mismo mazo, uno contra otro, compartiendo como buenos, obviamente, hermanos-, empezaron, como es normal, las especializaciones. Si tienes un número de cartas limitado en la mano, es natural, razonable, que quieras que sean útiles. Además, todo el juego fomentaba la especialización por clanes. Y lo que es peor: el segregacionismo dentro de los mismos.

 

Creo que con esto se les fue un poco la mano. El principio financiero estaba claro: si hay cartas que no son útiles a los consumidores, éstos comprarán más sobres para sustituirlas. Lo que pasa es que este principio mercantilista hace aguas con la gente rara, como lo somos algunos jugadores. A mí me resultaba deprimente que los mazos se fueran volviendo cada vez más marciales, más estrictos, que algunos vampiros no fueran “rentables” por su pertenencia a un clan o a otro o por sus disciplinas, que la variedad del juego, en definitiva, quedase sacrificada en aras de una productividad conseguida a golpe de talonario.

 

Por supuesto, nunca llegué a jugar en modo competición y, por supuesto, dejé el juego cuando las ampliaciones más radicales llegaron -ésas sí que eran de la “masacrada” y no de la mascarada-. Cuando los Ravnos, Giovannis y demás bandas dieron su salto al mundo de las cartas, ya había abandonado el juego por otras experiencias.

 

Resultaba triste, es cierto, dejar de lado un divertimento que tantas cosas evocaba, especialmente porque por las mismas fechas había tenido que dejar de jugar a rol. Sin embargo, a la fuerza ahorcan.

 

El caso es que hace unos meses vi un dibujo que atrajo mi atención de inmediato. “Dark Influences” ponía encima de una foto de grupo que bien podría haber sido de la familia Monster pero que un veterano como yo rápidamente identificó como “circo de clanes vampíricos”. Sin embargo, más interesante que lo que ponía encima era lo que venía escrito debajo: juego de cartas no coleccionables.

 

Sí, me dije. Por fin.

 

Otro día prometo escribir sobre los pros y contras de unos y otros tipos de juegos de cartas, ya que la historia hoy no va de eso. Hoy va de cómo el vampiro errante al final ha encontrado su medio.

 

Sí, el Dark Influences retoma la idea de las conspiraciones políticas en la sociedad vampírica. Lo hace con un sistema de reglas más o menos sencillo (demonios, son los de White Wolf. No se puede pedir peras al olmo) y, sobre todo, independiente de las capacidades financieras de los jugadores. Además, retoma con muy buen gusto la estética del primer juego de cartas, aunque todavía con más pompa y fasto, llegando a ser en algunos momentos incluso barroca.

 

El análisis completo del juego lo dejaré para otra ocasión. Hoy simplemente tenía ganas de recapitular sobre todos los pasos que he dado de la mano de esta ambientación de vampiros divididos en castas hostiles, moviendo los hilos de un modo más o menos sutil bajo la espada de Damocles constante que dieron en denominar Mascarada. Resulta reconfortante ver que, a veces, algunos juegos -o mejor dicho, conceptos de juego- son capaces de reencontrar sus orígenes o incluso, en algunos casos, un modo mejor de terminar su vagar.

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