El flautista

Imagen de Félix Royo

...una vez en una aldea cualquiera, de aquellas de antaño, desposeídas de electricidad y de agua caliente; más auténtica si era, además, una de esas construidas en plena sierra, bajo el abrigo de un bosque al que se lo tragó el paso de los siglos, dejando en su lugar una calva: solar infernal en verano y quebradiza corteza helada bajo los vientos invernales.

En este pueblo, como narra esta historia, que si bien no sé si fue cierta, pero quiero creer que sí, los vecinos vivían atemorizados por una plaga insoportable. Seguro que algún lector ya sabrá cuál, y estará pensando aquello de «Ahí va, ésta ya me la han contado». Y es que estas plagas eran muy comunes en la antigüedad, pues sus representantes son del gusto de vivir entre la mugre y la inmundicia, quedando aún la posibilidad de verlos bajo algún túnel o en edificios abandonados.

Zacarías, que es hijo de pastor y espera que su hijo también lo sea, se encuentra tranquilamente sentado a la hora de la lumbre, con las ovejas bien recogidas hace rato, azuzando el fuego y removiendo las brasas —que parece que ladren en respuesta al trajino—, para que aquello le dé buen calor al puchero en el cual están cociéndose unos ajos-puerros silvestres. El hombre casi salta como una liebre cuando su mujer —cuyo no nombre no recuerdo— entra y cierra la puerta como si dejase atrás al demonio, echando el pestillo, y apoyando el cuerpo contra ésta, jadeante y con los pelos como escarpias.

—Ay, Zacarías, ¡ay!, Zacarías, qué susto.

—¿¡Qué pasa, zagala!?

—Ay, casi me caigo a la alberca, Zacarías.

—¿¡Y pa' eso entras toda desustanciada como si te encorriera alguien!?

—No, Zacarías...

—Deja de decir mi nombre, ¡que me lo vas a desgastar! ¿Te has esbarizado o qué?

—No, que venía de mirar el nevero y, y, bueno, que me he asustado porque he visto que se movía un bicho de esos entre la nieve.

—¿Y no has ido ya esta mañana, o era a ver al pajero?

—Sí, maño, antes he ido al pajar, pero para cascar un rato, solamente.

—Pues ya puedes abrir la puerta, que a ver qué van a pensar los vecinos.

—Los vecinos que piensen lo que quieran.

Un grito se oye, proveniente de la masía que hay monte arriba.

—¡Eso ha sido como a cien metros!... a ojo de buen cubero.

Los vecinos en su curiosidad, pues no hay fresca que la ahuyente, se acercan por el camino a ver si ha ocurrido alguna desgracia, o cualquier otro chisme del que hablar en la villa, por lo menos, hasta que se muera la última generación de los implicados en el mismo.

—María... ¿qué ha pasado? —María es, en efecto, el nombre de la que ha gritado.

—Nada, que no sé qué me ha pasado que —toma aire para poder continuar—... no he visto al crío en la casa y, bueno, como ya es tarde...

—Ya es la hora de las brujas, sí.

—Calla, ¡pues que me asustado! ¡Que he visto a algún animal moverse como agazapado y se ha ido en la oscuridad el muy perro!

—¿Y no sabes dónde ha ido el chico?

—No lo sé, no lo sé.

—Venga, vente conmigo, que vamos a buscarlo y a llamarlo, que si no está en el pueblo, en seguida nos oirá; ha de estar cerca.

Pero el niño no apareció; a lo mejor se había quedado dormitando en alguna cueva, pensaron sus padres, o se habrá ido con los gitanos, aunque no podía ser porque faltaban dos días para que llegaran junto al rastro. Y pasadas esas horas de angustia, junto al mercado vinieron con su cante y sus cachivaches, como todos los meses.

—Ay, ¡que me lo han matado! —gritaba desconsolada María sin saber a quién culpar y sin que nadie hubiera visto a su hijo.

Con los gitanos vino también un forastero extraño, vestido todo de negro con capa y embozo, sombrero de ala ancha ocultando parte de su rostro, alto como una torre, de porte soldadesco y de aspecto huraño. Los chiquillos hicieron correr la voz de que era un exterminador, de que su estoque no le hacía falta salvo en raras ocasiones para acabar con las criaturas, y de que venía de más allá de la Marca, de viaje de vuelta, pues era en realidad de territorios que quedaban difusos, de algún lugar de los condados alemanes, muy lejos, al norte.

María mandó a su marido, Eusebio —me parece—, a la Plaza Mayor a buscar al extranjero ya que, según ella, el inútil de su esposo era incapaz de encontrar una piedra en una cantera, y más valía gastar unos cuartos en que ayudara un desconocido, aunque fuera para enterrar el cadáver del muchacho. Así pues, se presentó en la masía mientras Eusebio intercalaba las descripciones sobre su hijo con las de las vacas, cerdos, ovejas, gallinas, molino de bueyes, telar y hasta horno de leña que se hacinaban en la finca. Allí se encontraban también el alcalde, que a mala hora se había pasado a preguntar, y el cura, que no había sido invitado.

—Así que usted es cazador o algo así, ¿no?

—Exterminador.

—Lo suponía; por la falta de trabuco, digo —intervino el sacristán.

—¿Es usted de Francia? —preguntó Eusebio.

—De un poco más lejos —contestó someramente.

—Ah, yo es que estuve en Francia de joven, ¿sabe?, de pastor con mi tío... no sé si se sabe el chiste este de... de la cerveza y de los muertos —bière significa ataúd y cerveza en francés.

—Calla, coña. Le estaba diciendo al señor que si era cazador por lo de conocer los montes, para buscar al crío; ¡que no estás a lo que tienes que estar, Eusebio!

—Buenas; yo soy Ignacio, el alcalde.

—Sí, sí, me hago cargo y no, no conozco demasiado los montes de esta zona; verá yo me dedico a matar alimañas, ya sabe que siempre están dando problemas por todas partes.

—Ay, ¿y si se lo han comido?, ¡ay!, como en el cuento ése.

—¿Han encontrado alguna cosa que les haga sospechar por donde se fue?

—Yo encontré unas cáscaras de almendra ahí adelante, hacia los setos, pero estaba oscuro y me pareció ver algo que se movía, ¿usted cree...?

—Sí, seguramente será cosa de esos bichos. No sé qué cuentos habrá oído, señora, pero les encantan los niños; en Valencia se cepillaron a media casa de caridad hasta que di con su escondrijo.

—No sabía yo que podían ser tal peligro; siempre habíamos vivido con ellos sin más molestias que la de algún animal en salazón roído, o las morcillas, cómo les gustan las jodías —dijo el alcalde.

—Por una montura y dos costales de harina le limpio el pueblo y los alrededores sin poner a nadie en peligro.

—Eso es mucho —contestó sin pensar en el regateo, después de todo, él era un funcionario, no estaba para pensar.

—¿Sólo la montura? —probó el extranjero.

—Los costales; uno sólo —rectificó tajante el alcalde.

—¡Es un robo! Jamás había visto semejante sablazo ni racanería.

—Es lo que hay.

—Y me temo que debo aceptar: mi bolsa y mi estómago están casi vacíos.

—¿Usaréis vuestra espada en esta empresa?

—No, tengo algo que da mejor resultado. ¡Una flauta!

—¿Nos tomáis el pelo?

—No, en serio, con esta flauta vienen todos detrás de mí y los llevo a donde quiero. No sé si es por aquello que dicen de que la música amansa a las fieras o es que son tontos, pero funciona.

—M... ¡le compro esa flauta!

—No, que la necesito para ganarme el pan. Ahora, si me dicen por donde pasa un río para ahogar a esas pequeñas bestias...

—¿Río? ¡Ja! ¡Un riachuelo de mala muerte por el que no baja agua ni cuando llueve! Intente ahogar algo ahí si tiene huevos, vamos, que ni a una rana —espetó Eusebio.

—¿Un barranco tal vez?

—Hay unos barrancales siguiendo el camino de la ermita —dijo el cura.

—Bien, ahora que ya sé lo que necesito saber, abriré la puerta y...

El niño apareció ante él como si hubiera salido de un barrizal, despeinado y con el sayo lleno de berrazas, carruchos y otras hierbas que se enganchan en la ropa. Estaba intacto; sucio, pero salvo.

—Igualmente hemos hecho un trato, tal vez la próxima vez no haya tanta suerte. Limpiaré el pueblo.

Así, y aunque parezca un disparate, o el sueño de un borracho, el hombre de acento indefinido, capa negra, pelo lacio y gran sombrero, se paseó bajo la atenta mirada y las burlas de los habitantes del pueblo, tocando su flauta y, la verdad, su melodía era pegadiza, como aquellas canciones del verano. De hecho, no tardaron los vecinos en volver a sus casas —cada loco con su tema— y a sus faenas, lejos de la repetitiva y sangrante melodía.

A eso del anochecer, pues es bien sabido que la caza es más efectiva bajo el manto nocturno, la magia de la flauta, o tal vez el sortilegio que llevaba implícita la canción, surgieron efecto y miles de ojos se iluminaron en la oscuridad. Aunque en realidad, fue el brillo de la luna llena reflejando en éstos lo que resplandecía a su alrededor. Las criaturas se acercaron lentamente, agazapadas, con sus brazos plegados hacia el cuerpo, un tanto desorientadas. En efecto, no se había equivocado en sus previsiones; igual por un momento pensó en licántropos, aunque eso era más propio del Moncayo, pero en estos tiempos locos, quién sabía lo que se podía encontrar.

Engatusados, los zombis se retorcían, ronroneaban y se restregaban contra los matojos de una forma un tanto gatuna. ¿Ratas? ¡ja! ¿de verdad creía el lector que era verosímil que, con este frío, las ratas iban a sobrevivir cuando cayeran las primeras nevadas? Por favor...

La melodía se alejó junto al flautista monte arriba, más allá de la ermita, hacia el barranco y, detrás, le seguían zombis de ésos que salen de los caminos, donde se les enterró durante toda la vida, y que luego no saben volver; le acompañaban bailando de una forma un tanto macabra, alzando los brazos hacia la luna espléndida, intentando abrazar las estrellas, viviendo el momento. El final del concierto era cruel, sí, pero el trabajo de exterminador era como otro cualquiera, y alguien lo tenía que hacer, como el de verdugo. Él no tenía la culpa de que la gente quisiera deshacerse de ellos, era como cuando se sale de batida al monte porque han parido muchas conejas, las personas moldeamos la Naturaleza porque no sabemos sentirnos cómodos en ningún sitio —y además, como diría Eusebio, somos culo de mal asiento—. Quién sabe si algún día, los humanos considerarán innecesarios a sus congéneres y empezará la última cacería.

La noche levantó su telón y amaneció un nuevo día. Humanos 1, Zombis 0. Era aún temprano, hora de duelos, cuando llamó intempestivamente a la puerta del alcalde. Los gitanos pronto emprenderían su viaje y aún estaba a tiempo de irse en compañía de ellos.

—¿¡Quién cojones llama a estas horas!?

—Buenos días, señor.

—Ah, sois vos. ¿Es que no os habéis dado cuenta de lo pronto que es?

—Sí, y si no hay inconveniente, me gustaría recibir mi pago y marcharme, si fuera posible.

—¿Ahora? Chico, chico... Ah, lo dices en serio. Bueno, no pasa nada, luego, a eso de después de comer, nos acercamos un ratico al foso del barranco y, si ahí están esos bichos molestos, yo aviso al pajero y mañana tienes tu saca.

—¿Mañana? ¡No puedo esperar hasta mañana! —«Maldita sea, debería haber cobrado por adelantado, siempre hago lo mismo» debió pensar.

—Yo me vuelvo a la cama. Vaya con Dios.

—En el mismo me voy a cagar si no me da ahora ese saco —lo dijo escondiendo la mirada bajo el sombrero y apoyando la mano en la empuñadura.

—¿¡Es que os habéis vuelto loco!?

—Reconocedlo, esto es el cuento del mañana nunca llega, ¿verdad? No tenéis intención de darme ese saco.

—Bueno... sí... pero...

—Lo suponía.

Cortó el aire con un ademán y alzó la flauta ante la mueca estúpida del alcalde. Cuando empezó a surgir la poderosa melodía, todos los vecinos del pueblo despertaron y los gitanos recogieron lo que les quedaba por subir al carro y se marcharon como pies que lleva el Diablo. Pero la tortura no acabó ahí: legañosos y quejumbrosos, los aldeanos empezaron a bailar la misma danza con la que horas antes lo habían hecho los zombis. Estaban atados por el influjo de una fuerza invisible, por unas cadenas musicales, por la melodía que el flautista llamaba «La canción de los ratas».

Los niños salieron de las casas, descalzos y en calzones, medio dormidos, uno de ellos iba aún con el pulgar en la boca y otro arrastrando un muñeco de trapo por el suelo.

—Me los voy a llevar al monte y los despeñaré. Y luego me llevaré una mula y cuantas vituallas pueda cargar.

—No, por favor —suplicó el alcalde mientras se retorcía.

—M... a lo mejor me he expresado mal... sí, desde luego me he pasado con lo de matar a los niños. ¡Pero lo de la mula iba en serio!

Y así, el forastero, cargó al animal con su diestra mientras con la mano izquierda seguía tocando y reteniendo a los habitantes de la aldea. Cuando por fin se fue, quedaron extenuados, demasiado para encorrer al alcalde y más para perseguir al flautista. Ese día, todos durmieron hasta el siguiente, y el exterminador marchó hacia el norte para seguir viviendo del odio de los Hombres. La leyenda europea lo representa como a un genio, los pueblos de la zona como a un ladrón; lo único que sé cierto es que al marcharse dijo:

—Volveré.

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Léolo
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Muy divertido Félix, una vuelta de tuerca original al clásico de Hammelin.

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Patapalo
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Lo mismo digo: un relato muy entretenido y bien llevado. Otro que se deja arrastrar por la fiebre zombi

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Nachob
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Un relato ágil y entretenido, aunque me he quedado con las ganas de alguna vueltecica de tuerca más. Pero me quedo con la sorna interior que me ha dejado una sonrisica en la boca.

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