Tormenta eterna en Kios: Capítulo IX

Imagen de Patapalo

Un relámpago tiñó con su suave luminiscencia las calles de Kios. La lluvia persistía en lavar la ciudad, como si los dioses de las tormentas estuvieran disgustados por el enfrentamiento e intentarán borrar todo rastro de su existencia. Apoyado en la barandilla de uno de los balcones de su torre, Arrenus disfrutaba del ronco protestar de los truenos. Su mirada se paseaba por las siniestras calles de la polis, en busca de algún movimiento, pues aquella noche esperaba visita. El dulce calor despedido por la chimenea de la sala le producía unos suaves escalofríos al enfrentarse al cortante frío del exterior. Al rato optó por esperar sentado junto al fuego, a sabiendas que la recepción se consumaría en breve.

Al aparecer su criado y franquear la entrada a su invitado apenas levantó la mirada de la chimenea, como si el conjuro del fuego hubiera cautivado su mente para siempre. Al abandonar la estancia el sirviente, el recién llegado se liberó de su capa y saludó con tono marcial al antiguo consejero:

—Saludos, Arrenus. Que los espíritus guarden tu sabiduría por largo tiempo.

El anciano le mostró con la mano un sillón, conminándole a sentarse junto a la chimenea. Antes de comenzar a hablar contempló minuciosamente el atuendo del soldado. Su uniforme y sus armas relucían, como intentando ponerse a la altura de la reciente insignia de capitán que lucía en el pecho. Un lustroso bigote castaño, macerado en gris, adornaba su severo rostro. Su mirada sólo contenía preocupaciones. El anciano comenzó a hablar, pausado, midiendo las palabras, pues sabía que en el arte de la política no se permiten rectificaciones ni errores:

—Saludos, Cyhon, hijo de Aruk el Grande. Me alegro al comprobar que a pesar de vuestra nueva condición no olvidáis a los que os han sido favorables durante estos tiempos inciertos.

—Jamás podría olvidar al que fue el mejor consejero de mi padre. Larga vida a toda tu estirpe.

El anciano se levantó lentamente y caminó hacia un escritorio sobre el cual destacaba un pesado medallón de oro macizo, adornado con el murciélago de Kios, signo de los espíritus de los antepasados. Sujetándolo por la cadena se lo tendió al nuevo capitán de la Guardia de Reos, diciéndole:

—Se acercan tiempos difíciles, en los que la providencia seguirá arrastrándonos como un mar con resaca. Me gustaría que aceptarais este presente: es un amuleto que conjurará la buena suerte para su portador.

El militar se pasó la cadena de oro por el cuello sin percibir el leve resplandor verdoso que emitió el adorno. Observando cómo el anciano se sentaba de nuevo, le comentó sus inquietudes.

—Bien os habréis imaginado que no comparezco ante vos únicamente por deferencia a la memoria de mi padre, pues es seguro el castigo a los que se reúnen en la noche con conspiradores.

Una leve sonrisa animó el rostro del antiguo consejero. Con un suave movimiento de su mano izquierda revolvió el aire frente a su cara, como espantando algún pensamiento incómodo.

—No obstante, el capitán de la Guardia de Reos, el brazo diestro que asegura la vida de nuestro monarca, estará sin lugar a dudas exento de toda sospecha.

—El rey ha retirado los favores a ambas sectas de la Espada. Nos acusa de haber causado el desorden en nuestra bien amada ciudad. Su cobardía le impide asumir sus responsabilidades ―la mirada del soldado se fue tiñendo de furia a medida que las palabras iban abandonando su boca.

—Es terrible que su falta de honor desemboque en calumnias al noble nombre de vuestra congregación, aunque es bien sabido que los crímenes derivados de los excesos de Lirias no os han situado en muy buena posición frente al pueblo de Kios. Bien es sabido que éste es de sangre guerrera y que no se atendrá a razones ni negociará con aquéllos que han perdido el favor y, por tanto, el apoyo del rey.

Cyhon se apoyó pesadamente sobre el marco de una ventana y observó absorto la lluvia. La presión acumulada a lo largo de la jornada parecía querer sumirle en la derrota, pero su indómito espíritu le impedía dejarse vencer por los acontecimientos. Se volvió hacia el anciano hundido en el sillón y le anunció con voz neutra:

—Repudiados por el pueblo de Kios y por su monarca; traicionada nuestra confianza por el actual gobierno y ganada nuestra enemistad con el que se avecina, sólo nos resta el destierro. A partir de este momento la Guardia de Reos no se atará de nuevo a ninguna tierra, y en nuestro honor y en nuestra libertad hallaremos nuestra patria. Deseadnos suerte en nuestro nuevo empeño, Señor Arrenus, pues aunque a ella no nos vayamos a abandonar, bien necesitaremos de su gracia para salir con bien de este trance.

El capitán inclinó la cabeza en marcial despedida y abandonó la sala antes de escuchar la débil respuesta del consejero. “Marchad pues; vuestro destino ya no está atado a esta ciudad ni a sus habitantes, aunque el de ellos sí que lo esté al vuestro”.

La puerta se cerró devolviendo la soledad a la estancia. El viejo Arrenus se levantó del sillón y se dirigió de nuevo a la ventana. Una sonrisa diabólica iluminaba su rostro y un fuego infernal animaba su espíritu. El círculo se iba completando y, dentro de poco, el desenlace alcanzaría su fin.

 

Las luces del alba fueron precedidas por el resplandor de las llamas que devoraban varios barrios de la ciudad. La Guardia de Reos había abandonado Kios para no volver jamás, pero no sin despedirse. Los desterrados encontraron alivio para sus espíritus en soñar que tras ellos sólo quedarían ruinas, pues es grato el consuelo de pensar que lo que nunca más podrás tener carece de todo valor.

La lluvia, sin embargo, frustró parcialmente su venganza, pues descargó de nuevo con furia durante las primeras horas del día, salvando de nuevo a la destrozada ciudad. Los combates habían cesado con la muerte del capitán Lirias, y ya nunca volvieron a reanudarse; los Demonios de la Noche esperaron la marcha de sus férreos enemigos con la condescendencia de los que se consideran vencedores. La ciudad era para ellos un botín que no se dejarían arrebatar fácilmente, y se exhibían por las calles sin el menor temor.

 

La plaza situada frente al Edificio de Justicia se encontraba fuertemente vigilada por un destacamento del ejército de Kios. Se acercaba el medio día y el monarca había sentenciado a muerte a más reos con la esperanza de sepultar bajo una montaña de cadáveres los deseos de insurrección que agitaban la ciudad. Desbandada la Guardia de Reos y desenmascarado el pacto con los piratas del norte, el monarca pretendía recuperar el control de Kios eliminando físicamente a todos los disidentes. Las fuerzas le faltaban y no veía otro modo de terminar con el baño de sangre que vertiendo aún más. No llegaba a entender que quien con el hierro mata por el hierro ha de morir. No quiso, sin embargo, estar presente esta vez en las ejecuciones, pues no se sentía capaz de enfrentarse al populacho hasta que la situación se hubiera calmado un poco.

La muchedumbre se fue reuniendo de nuevo frente al balcón utilizado como patíbulo. Numerosos arqueros se encontraban apostados en los tejados y un doble cordón de soldados impedía a la gente acercarse a la puerta del edificio. Nhao, cubierto su uniforme por un manto negro, se situó en una esquina cercana al balcón, a la espera del momento en que habría de darse el golpe definitivo al tambaleante trono. Entre exaltados gruñidos y furibundas miradas, un heraldo anunció la salida de la primera rea.

Kela apareció en el balcón flanqueada por dos guardias fuertemente pertrechados. En sus ojos no se reflejaba miedo alguno y su rostro era la imagen de la serenidad. Vestía una sencilla túnica blanca, sin más adorno que una delicada talla al cuello. Su larga melena plateada oscilaba al viento como un vaporoso sudario, pues más cercana parecía a la muerte que a la vida. Un silencio aterrador dominó el lugar y, maquinalmente, le pusieron la soga al cuello sin que ésta opusiera la menor resistencia. Algunas miradas de angustia fueron aflorando entre los presentes, pero nadie levantaba un grito de protesta, pues la sangre estaba muy reciente y los ánimos derrotados. El heraldo desplegó un pergamino y leyó con voz firme e impersonal:

 

“Hemos encontrado culpable a Kela, hija de Orlik, de los siguientes crímenes de sangre: asesinato de nuestro fiel guardián y servidor Lirias, capitán de la Guardia de Reos...”

 

Cientos de voces se elevaron desaprobadoras sepultando con su estruendo el testimonio del lector. El resto de sus crímenes carecían de importancia para todos los presentes, pues el asesinato en una sociedad de guerreros no se ve tanto como un delito, sino como un acto de justicia. El pueblo de Kios no podría haberse lanzado a una batalla tras otra dudando de los designios de los Dioses de la Guerra; no fue el crimen, sino la víctima la que provocó el tumulto que se iba extendiendo por la plaza. Gritos de traidora y de traidor se entremezclaron en una loca cacofonía que los guardias detuvieron arrojando a Kela desde lo alto del balcón. Los gritos se aunaron entonces en un rugido furioso que hizo estremecer a todos los presentes. La cuerda se tensó pero no consiguió arrebatar el último sopló de vida que se aferraba al cuerpo de la joven. Una avalancha humana desbordó el cordón de soldados y decenas de brazos elevaron el cuerpo de la joven hacia la esperanza.

Nhao, al frente de un puñado de Demonios de la Noche, se encaramó al balcón, donde entablaron un breve combate con los guardias. La ciudad se estremecía agolpada en su corazón y las calles comenzaron a beber sangre de nuevo. Hermanos y enemigos, el pueblo de Kios se enzarzó en un combate consigo mismo, bailando con la muerte en histérico frenesí. Algunas flechas cayeron sobre la gente y otras sobre los arqueros. Algunos soldados se libraron de sus insignias y algunos ciudadanos empuñaron nuevas consignas. Nhao, con una flecha surgiéndole de la espalda, alzó su acero al cielo y un grito de desafío a la muerte. El pueblo de Kios, adorador de las muestras de valentía, no pudo por menos que dispensarle un segundo de atención. El joven guerrero, con el rostro ensangrentado, se encaró con la muchedumbre, sujetando con una mano su espada y con la otra la cuerda de la que pendía Kela.

—Ella nos libró de nuestro verdugo y nosotros íbamos a dejar que la ejecutaran. Ella se enfrentó al que nos roba la vida por defender nuestro más sagrado bien, nuestra sangre. El tirano se esconde de su pueblo porque sabe que ya no es suyo. Mientras que ella se ha depositado en nuestras manos con valentía y confianza, y nosotros la hemos abandonado para que se la lleve la marea. ―Un hilo de sangre le resbalaba por la comisura de la boca y las piernas comenzaban a flaquearle. En un último y titánico esfuerzo cortó la cuerda con su espada, librando de las garras de la muerte a Kela. Una sonrisa de sincera alegría se dibujo en los rasgos del joven. Su arma cayó inerme de su mano, pero el dolor no pudo impedir que su brazo izquierdo se levantara y que de su voz surgiera un desafío ronco como un ladrido―. ¡El pueblo de Kios nunca ha necesitado de libertadores! ¡La justicia es nuestra: apliquémosla a ese traidor que tenemos por monarca!

Como una sola entidad, las voces de los kianos reclamaron más sangre a la ciudad. Disminuidos grupos de fieles al monarca abandonaron como ladrones la plaza del edificio de Justicia, intentando ganar la fortaleza en la que se refugiaba éste.

 

El monarca de la milenaria Kios contemplaba sus precarios dominios desde lo más alto de su palacio. La sólida construcción, muestra de la arquitectura popular de la ciudad, servía en estos momentos de último baluarte para las tropas leales a la corona. Las ventanas estaban siendo tapiadas y las puertas trabadas. Flechas y soldados se amontonaban en desorden por los pasillos y salas. El rey, abatido, había optado por recluirse en el salón del trono, negando el paso incluso a sus consejeros. Durante los últimos días había sido presa de las más horribles pesadillas; la escena de su ejecución en el trono de Kios volvía una y otra vez a su mente durante la noche, oscuro presagio de su inminente final. Derrumbado sobre su trono, pasaba las últimas horas del asedio borracho de vino, gloria, decadencia y desesperación. La calle, en oposición, vibraba presa de una frenética actividad.

La plaza del edificio de Justicia pronto se convirtió en el centro neurálgico del golpe de estado. Los Demonios de la Noche tomaron el edificio tras escasas y breves escaramuzas, liberando a sus partidarios de la prisión y repartiendo entre el pueblo corazas y espadas. Nhao dirigía los movimientos de las tropas desde el palco al que le hubieran llevado los monárquicos para ahorcarlo pocas horas antes. Había seleccionado como capitanes a los más hábiles de sus compañeros y los había ido enviando a tomar las posiciones más comprometidas de la ciudad, tales como el puerto, las principales plazas, las calles de alrededor del palacio y los portalones del interior. La sed de poder de los sectarios los había precipitado a un conjunto de brutales maniobras que habían desembocado unívocamente en la retirada de las tropas del rey. Éstas, acosadas sin descanso, se habían visto obligadas a abandonar la ciudad hacia el continente, haciéndole perder al último monarca de Kios más de la mitad de sus efectivos.

Kela seguía ajena al impresionante despliegue bélico que palpitaba en el seno de su ciudad. Custodiada por dos Demonios de la Noche, dormía en una de las habitaciones del edificio de justicia. Su rostro no reflejaba, sin embargo, la paz del descanso, sino una inquietud que transmitía a sus guardianes; éstos se revolvían inquietos en la sala, ansiosos por bajar a combatir, pues tan sólo la acción podía apaciguar sus corazones. La única brecha en la monotonía de su guardia fue la aparición de Akhul anunciándoles que Nhao iba a tomar el mando del asedio al palacio, lo que implicaba que la organización defensiva del palacio quedaba a su cargo.

 

Un viento huracanado se levantó proveniente de la inmensidad del mar. Su presencia era gélida, digna hija de los hielos perpetuos que lo habían generado. En su violento vuelo sobre la ciudad arrastró los densos nubarrones que la encapotaban rumbo al continente. Sus aullidos resultaron tan aterradores que los contendientes no podían evitar lanzar angustiadas miradas hacia el firmamento, buscando impotentes los rostros de los dioses, escrutando por una mirada de reprobación causada por sus acciones.

Kela se despertó con tanta suavidad que ninguno de los guardias se dio cuenta hasta que se situó entre ellos mirando por la ventana. Su impresionante aspecto, digno más de una aparición que de un mortal, junto con la impresionante leyenda que se había formado en torno a su nombre, provocó que los guardias se arrodillaran instintivamente. La muchacha no les prestó atención alguna, ya que su mirada había quedado prendada por los combates que se desarrollaban alrededor del palacio del monarca.

—Ha llegado la hora de que los espíritus cobren su venganza.

Su voz sonó tétrica, salida de los dominios de ultratumba de algún siniestro dios. Era más una afirmación que una promesa, y así la tomaron los soldados, para los cuales Kela era ahora su profeta y guía. El más joven se fue hasta una mesa y le tendió, arrodillado y con la cabeza bien erguida, la espada negra de Cain. En su guarda el murciélago pareció sonreír con un deje cruel.

—Vuestra espada, señora: ahora ya podemos lanzarnos a la batalla.

 

Las calles de Kios se conmocionaban al paso de la comitiva encabezada por Kela. Seguida por los dos Demonios de la Noche y una insospechable multitud de ciudadanos, avanzaba sin cansancio hacia el palacio del monarca. Las mujeres de Kios, que hasta ahora no se habían decidido a intervenir en el grueso de la batalla, tomaron sus armas y se unieron a la comitiva de la joven. El clamor de sus himnos hacía estremecer los corazones guerreros de ambos bandos.

Por fin alcanzaron el círculo exterior que aislaba el palacio de edificios más mundanos. En él se acumulaban los muertos del bando responsable del asedio, abatidos por las flechas de los defensores. Durante horas la situación había permanecido estática. Los proyectiles hostigaban sin demasiado acierto ambas posiciones, pero nadie se decidía a romper aquel equilibrio. Los pequeños incendios provocados en el palacio y en las posiciones rebeldes eran rápidamente sofocados.

La llegada de Kela desequilibró la balanza. El exaltado pueblo de Kios la recibió con vítores y gritos. La masa rugía amenazadora y los defensores del palacio notaron que sus corazones sucumbían presas del miedo. De pie sobre una pared derruida por el fuego, entre los vapores de incendio extinto, se irguió Kela, la Emperatriz de los Espíritus. Su siniestra espada se elevó hacia la habitación del monarca y ya no cupo duda alguna acerca del destino del rey de Kios. Sus ojos, animados por un fuego demoníaco, y su sonrisa de posesa fueron las únicas señales que marcaron el comienzo del fin del asedio. Caminando lenta pero decidida sorteó a una ya familiar muerte y se condujo hacia la puerta principal. Numerosas flechas intentaron frenar su avance, pero los nervios condenaban a los arqueros: una imparable avalancha de asaltantes, ebrios de antiguas glorias y ansiosos por convertir en gesta épica el baño de sangre que asolaba la ciudad, secundaban a su heroína e incluso la adelantaban en su afán por acabar con la vida del monarca.

La locura colectiva se impuso desbordante a las defensas dispuestas y las puertas y ventanas del piso inferior cedieron a la presión. Algunos osados incluso escalaron a los pisos superiores y se introdujeron por ventanas poco vigiladas. Las numerosas rendiciones aceleraron una caída ya sentenciada. Los pasillos se poblaron de heridos, muertos y armas rendidas. Los salvajes Demonios de la Noche aplastaban con furia cualquier resquicio de resistencia, eliminando los pocos núcleos defensivos que aún presentaban batalla. Kela avanzaba inexorable, sumida en una pesadilla de sangre y destrucción, a completar su destino. Mientras, los soldados arrojaban por las ventanas muebles y cadáveres de defensores y los prisioneros eran conducidos en gran número al Edificio de Justicia, pues, aunque no podían reprimir todos sus instintos corsarios, no olvidaban que estaban combatiendo con sus conciudadanos. En menos de una hora todo el edificio se encontraba bajo control, y Kela pudo caminar hasta el salón del trono sin haber tenido que cruzar su acero con nadie. Sus dos vigilantes se habían convertido en su sombra desde que habían abandonado la habitación en que dormía. Su celo como defensores había servido para enviar con los espíritus a todos los que habían reunido el valor suficiente para enfrentarse a la dama espectral. Finalmente la habían conducido hasta el salón del trono, en el que se escondía el monarca.

 

El último monarca de la gran ciudad estado de Kios se revolvía en su sillón, víctima de la inquietud que le transmitía el vino y el jaleo del exterior. Se encontraba ataviado con su mejor traje, cubierto por el manto de armiño y tocado con la corona dorada propia de su condición. En su mano derecha blandía el cetro que simbolizaba el control de la ciudad, un inútil icono que no le permitiría ni defenderse usándolo como maza. En el suelo varias botellas de vino delataban la última voluntad del derrocado.

La puerta de doble hoja se abrió con estrépito y violencia y el umbral enmarcó a dos Demonios de la Noche, ataviados con sus uniformes. Sus sonrisas crueles y sus filos teñidos de sangre les daban el aspecto, a los ojos del rey, de seres salidos de algún reino de pesadilla. Conocedor de su destino, se enfureció por la presencia de éstos y comenzó a gritarles con la valentía que da tener la razón nublada. La desesperación es la madre de los guerreros más valientes, y la embriaguez de los más temerarios. Así, sus órdenes fueron cumplidas y ambos abandonaron la estancia, no como muestra de respeto a la última voluntad de un moribundo, sino para dejar que la venganza de su libertadora pudiera al fin consumarse.

Kela apareció en el linde de la habitación y fue caminando despacio hasta situarse frente al monarca. La mirada de éste estaba cargada de comprensión. No le sorprendía en absoluto la presencia de su verdugo. Ladeó la cabeza, cediendo al peso de la corona, y el adorno rodó escandaloso por la habitación, descontrolado en su caída. La muchacha le observó directamente a los ojos. El sanguinario dorado enfrentado al indiferente gris.

La corriente de aire formada por la puerta abierta jugueteaba con la plateada melena de Kela, haciéndola revolotear alrededor de la mascara de la muerte en que se había convertido su rostro. Una sonrisa desesperada cruzó por última vez el rostro del monarca. Su cabeza se giró hacia la izquierda y, por un momento, ambos observaron a la dama de la guadaña. Su esqueleto se hallaba cubierto por un raído sudario negro. En su mano izquierda portaba un reloj de arena con la ampolla superior ya vacía y en su mano derecha ostentaba la guadaña que era el símbolo de su poder y su presencia. Con el rostro congestionado por el más poderoso de los miedos el rey se giró hacia Kela en el mismo instante en que ésta embestía con su espada, blandiéndola con ambas manos. El monarca quedó clavado en el trono, con un metro de acero atravesándole las costillas. El rostro del espectro le observaba a escasos centímetros cuando el cetro abandonó sus dedos inertes. La muerte permanecía tras la muchacha, inclinada su descarnada cabeza hacia atrás en una silenciosa risa de victoria. El cruel privilegio otorgado por la Dama a reyes, héroes y sacerdotes hizo que, acompañando a la vida que se le escapaba al rey, se fuera también su razón.

Kela, ayudándose con un pie, recuperó la espada de las entrañas del monarca, derribando a éste y al trono. Elevó la espada sujetándola con ambas manos y un grito de satisfacción anunció a las tropas que la venganza había sido consumada. El nombre de su hermana, que por fin podría descansar en paz, pobló la estancia y le arrancó una sonrisa triste a la enloquecida muchacha. Su vestido blanco se encontraba teñido de sangre, dándole un aspecto tan aterrador que, al entrar sus fieles guardianes, quedaron paralizados por la siniestra magnificencia que emanaba de su ama.

Bajo los dorados ojos marcados en negro por las ojeras imperecederas se abría la más diabólica y hermosa de las sonrisas. La melena se revolvía inquieta en la arqueada espalda y sus delicadas manos se teñían lentamente de la sangre de su más ansiada víctima. Dando solemnidad al momento, los tambores de los kianos sonaban atronadores por las calles. Los cánticos guerreros indicaban que la ciudad había sido tomada por completo.

El cuerpo del último monarca de Kios yacía roto en el suelo como última consecuencia de una guerra fratricida provocada por la inseguridad de los hombres. Un charco de sangre lamía sus manos engarfiadas que, inconscientes, dirigían sus anhelos hacia el cercano cetro de oro. El manto de armiño, símbolo de la realeza de su estirpe, le cubría la herida mortal convertido, ahora, en un manto de miseria; era el hombre que lo portara aquél que debía morir, una prenda que jamás debió de ser vestida por mortales sujetos a errores. Un adorno digno únicamente de dioses y titanes.

La muerte, de nuevo, se había erigido como única y omnipotente diosa de los kianos, un pueblo guerrero hecho para matar y morir por el acero.

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