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Pequeña reflexión sobre el tema de los elementos narrativos que me ha sugerido “La silla”, la formidable y original novela de David Jasso, y otras cosas menos recomendables que he visto y leído por ahí

 

 

El vergonzante tema de las adiciones –que no adicciones- tiene como bandera estandarte una película cuyo título todos adivinaréis en cuanto leáis su eslogan: ¿Qué da más miedo que un fantasma? ¡Trece fantasmas!

 

Para caerse de culo, sin duda. Más allá del patente insulto al intelecto del posible espectador, este eslogan constituye un simplismo narrativo francamente aterrador –es lo único que da miedo de verdad de todo el preparo-. ¿Realmente se puede considerar que el terror es algo aditivo?

 

Si la receta fuera tan simple, sólo haría falta ir cogiendo elementos aceptados como aterradores y después ponerlos juntos. Por ejemplo, además de un hombre lobo, podríamos meter al Conde Drácula y a una momia. Demonios, se dirá algún lector a estas alturas, ¿de qué me suena esto? Efectivamente, la realidad supera la ficción: la Universal Pictures se dedicó un tiempo a hacer películas con tan interesante recurso. Incluso los títulos denotaban gran trabajo intelectual (consistían en poner “vs” –versus- entre los nombres de los personajes).

 

Pero además de superar a la ficción, la realidad es reincidente, como el hombre que tropieza dos veces en la misma piedra. Sólo esto puede explicar cómo actualmente se siguen haciendo cosas de este estilo. Alguno pensara que, salvo flagrantes meteduras de pata, no se puede afirmar que esta tendencia haya vuelto, pero creo que es simplemente por no mirar con atención a nuestro alrededor.

 

¿Cuántos habéis leído o escrito sobre un mundo fantástico que aglutinaba enanos, elfos, centauros, minotauros y todas las catervas que os habían resultado simpáticas, por un lado o por otro, y que inexplicablemente Tolkien no incluía en sus historias? Desde luego, en D&D no tuvieron mucho problema en tirar de esta fórmula. Ni en Magic: The Gathering.

 

En fantasía, después de todo, habrá quien opine que incluso tiene su sentido por aquello de dar más variedad y riqueza al escenario, pero incluso eso sería muy discutible, tal y como algunos autores, como LeGuin, han puesto de manifiesto con obras tan consagradas como “Historias de Terramar”.

 

El caso es que en el género de terror es todavía más imperdonable, más difícil de digerir. Cuando uno se encuentra el susto 1 (pongamos, por ejemplo, un lobo), y luego el susto 2 (¿qué tal un vampiro?), y después el tercero (quince hombres lobo…), y va y llega el susto número 4 (un enorme sloar, que decían en los Cazafantasmas), pues más que asustarse, el lector tiene la impresión de estar en uno de estos dibujos animados de Hanna Barbera dónde, cada vez que el grupo sale por un lado, se hace perseguir por un nuevo individuo que pone en fuga también al antiguo perseguidor. Y eso es algo que puede suscitar muchas cosas, pero, desde luego, poco miedo.

 

Lamentablemente, siguiendo un espíritu que yo encuentro muy yanqui –por eso de 24 horas y la megabomba que funde diez continentes-, hay algunos autores que están convencidos de que el terror se puede medir en barriles de sangre, en decibelios de bandas sonoras –gritos mediante- y en adiciones varias. Si el zombi, además de mutante y enorme, lleva motosierra y máscara de hockey, tiene que dar más miedo a la fuerza; éste es su razonamiento. Y, desde mi punto de vista, es una falacia. Por mucho que nos lo vendan en todas las estanterías.

 

Por suerte, de vez en cuando se puede poner un contraejemplo actual, porque cuando sacas el repertorio clásico siempre te acaban diciendo que los maestros tal y cual, como si no se pudiera hacer ahora las cosas que ellos ya hacían bien, o directamente te tachan de anticuado. De hecho, ha sido precisamente una de esas afortunadas ocasiones de contraejemplo la que me ha animado a escribir este artículo. Y ésta lleva por nombre uno bien simple: “La silla”. Su autor, para el que no lo sepa, es David Jasso.

 

Como al propio libro se le ven sus toques cinematográficos -¿alguien ha pensado ya en “La soga” de Hitchcock?-, me voy a permitir seguir con los símiles por esos derroteros. Después de todo, el cine es otro medio narrativo y bien nos puede servir de referencia.

 

“La silla” nos plantea una historia muy sencilla, tan minimalista que en ella ni siquiera está el amigo tonto que tira agua a los gremlins. No, simplemente hay una silla y un tipo atado a ella. Ni zombi mutante, ni amenaza nuclear en la ciudad, ni plaga de langostas sobre el Nilo. Y os aseguro que da mucho miedo. O, más bien, angustia. Como decía el M.R. James, el terror tiene que ser cercano al lector para que le toque, y yo no tengo intención de dejarme atar a una silla.

 

Salvando este tema, y sin adentrarnos más en la obra de Jasso –de la que os caerá reseña en breves-, el quid de la cuestión, porque la narración funciona a las mil maravillas durante toda la novela, es la reflexión ya expuesta: las adiciones no intensifican la trama. De hecho, personalmente, creo que es más bien al contrario: cuantos más elementos introduces en tu historia, más problemas vas a tener a la hora de atarlos todos manteniendo el ritmo y la intensidad.

 

Desde luego, si eres un maestro de la narración, conseguirás combinar cien para que todo te conduzca al final culminante sin pérdidas de atención ni energía. Y también es cierto que un excesivo minimalismo tampoco facilita las cosas. Hay que ser un buen cuentista para no sumir en el tedio al lector si cierras tanto el escenario, por lo que el experimento de Jasso es doblemente loable en este sentido, por lo original y por lo bien resuelto. Pero, en líneas generales, creo que podemos descartar eso de cuanto más mejor.

 

Yo, desde luego, prefiero pillarme los dedos porque mi zombi no tenga motosierra que porque ésta tengas las puntas de adamantium. Al menos, desde mi punto de vista resulta menos kitsch.

 

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