Tormenta eterna en Kios: Capítulo XI

Imagen de Patapalo

La paz había retornado al fin a las impasibles piedras de Kios. Hartas de beber sangre y de contemplar el dolor habían mantenido a la ciudad desafiante sobre el acantilado. Ni las violentas tormentas ni los retorcidos designios de los humanos habían conseguido provocar su hundimiento, ni atacándola físicamente ni provocando a sus espíritus protectores.

Kela había sido erigida por su pueblo en la más alta dignidad: por ponerla encima de los antiguos monarcas habían dado en llamarla emperatriz. Su gobierno estuvo marcado por la frialdad ultraterrena que la caracterizaba, haciéndose rodear, no obstante, por los que ella aún recordaba con agrado. Así, tras recuperar el control de su espíritu tras el encuentro con Urlen, su primera decisión fue asentar en la comandancia de todo el ejército a Nhao, ayudante involuntario de sus deseos.

Hizo erigir sendas estatuas a los que fueron sus protectores en los días de la revuelta, pero al no conocer sus nombres se asentaron en la tradición popular como los duendes de forma humana que guiaban a su gobernante. La corte no se atrevió a volver a palacio y tan sólo Tran custodiaba el trono de la que él seguía considerando su protegida. El inocente hombretón, antiguo guardián del cementerio, se había inquietado al principio al ver tantos guardias arremolinados alrededor de su pequeño y estéril territorio. Había conseguido mantenerse al margen de las reyertas durante toda la revuelta y pensó que tal vez fuera a ser llevado a la prisión por ello. Su mastín, contagiado por el desasosiego de su dueño había intentado morder a varios guardias, pero la oportuna aparición de Kela había evitado males mayores.

Tran había sido llevado al destartalado y fantasmagórico palacio, y había sido vestido con una bella túnica negra ceñida por un cinturón de oro. Su perro era el único animal que la emperatriz consentía en tener en el salón del trono y uno de los pocos seres vivos que aún poblaban el lugar. La joven había despedido a toda la servidumbre, consintiendo sólo en que quedasen en el lugar las mujeres del anterior rey que lo desearan. Sus deseos y mandatos eran en ocasiones tan extravagantes y contrarios a la tradición que ya casi nadie dudaba de que eran designios de nuevos dioses, o tal vez de hadas. Su aspecto descuidado, siempre ataviada con túnicas blancas sin adorno alguno ni pieza de joyería que resaltara su ajada belleza, le suministraba la imagen de ser una criatura volcada hacia otro mundo. Además, jamás se separaba de la sílfide tallada en madera que le diera su hermana, símbolo que ya todos asociaban a su posición, siendo adoptada por el pueblo como escudo de armas de la Dama Espectral, como la comenzaron a llamar algunos.

Aunque su venganza ya había sido consumada, su mente no abandonó el mundo de los muertos para rehacer su vida, sino que se sumió aún más en la tristeza que le generaba la separación de su hermana. A ojos vista se iba alejando del mundo terreno, aunque no por la vía que suelen llevar los humanos. El tener semejante emperatriz llenaba los corazones de los kianos de orgullo y temor supersticioso.

Kela ordenó que se fundiera el cetro de oro del anterior monarca y que su oro se utilizara para simular los cabellos de la estatua de su hermana. Esta representación había sido esculpida en mármol blanco, de la mayor pureza. Solo los ojos y el pelo eran de otro color: dorado. Situaron la obra en el cementerio, sobre la fosa sin señalar que albergaba a Dersea. La gente no tenía duda alguna de que la escultura era imagen de Kela, y que la orden de situarla en el cementerio se debía a que deseaba estar cerca de los espíritus con los cuales, se decía, tenía la capacidad de comunicarse. La leyenda de la muchacha que había conquistado una ciudad ayudada por los espíritus de sus antepasados fue cobrando cuerpo y llegando a otras ciudades estado del Mar Gélido. La actitud reservada de Kela propiciaba que los comerciantes que acudían a la ciudad creyeran de veras muchos de los descabellados rumores que corrían en torno a su persona como una escolta de duendes.

Una de aquellas historias hablaba acerca de la espada negra que volvía imbatible a quien la empuñara. Hecha de un metal desconocido y entregada por un murciélago gigante salido del infierno, había sido el regalo del Señor de los Muertos a su más querida mortal. Nadie podía decir de dónde había salido aquella arma que se había convertido en el cetro de mando de la muchacha.

Gracias a esta fama y a la devoción que sentía su pueblo por la que consideraban como restauradora de la paz, jamás se levantó protesta alguna por sus decisiones. Las mujeres de Kios la empuñaron como estandarte y nadie se atrevió a negarles el acceso a nada. Todas las dudas acerca de si los cambios iban a ser reales se sepultaron bajo un incesante flujo de innovaciones y nuevas prácticas. Hasta los más viejos se alegraron de poder disfrutar en sus últimos días de azarosos cambios y nadie tuvo recelos cuando Arrenus introdujo nuevos dioses y prácticas religiosas. Mucho habían visto, y mucho más habían creído ver los supersticiosos ojos de las gentes de Kios. Algunos, confundiendo a Kela con Dersea, aseguraban que la primera había vuelto de la tumba para vengar la sangre derramada por el monarca y llevar a la ciudad de nuevo por la senda de su destino. Otros aseguraban que hasta los piratas, acérrimos enemigos de la ciudad, habían tenido que hincar la rodilla delante de su poderosa emperatriz que, sin duda, era la representante de los espíritus.

Tal era la influencia que aquella enloquecida muchacha ejercía sobre sus súbditos que nadie se atrevió a protestar cuando Gâlaba fue desterrado. Todo el mundo suponía que sería ahorcado por traición, pero Kela decidió que él y todos sus partidarios, así como quien lo desease, abandonarían la ciudad en uno de los navíos, el cual se sufragaría con las posesiones en la ciudad de los caídos en desgracia. El traidor fue esculpido cargado de cadenas y su imagen se situó sobre el pedestal que había sustentado la imagen del anterior monarca. En éste se grabó la siguiente inscripción:

 

“Desterrado por traición a sus compatriotas jamás habrá de pisar tierra de Kios aquel que los espíritus dieron en llamar Gâlaba. Hasta que su sangre no se haya diluido hasta en doce generaciones ninguno de su estirpe volverá al que fue su hogar y él mancilló.”

 

El grupo de disidentes fue embarcado con una provisión de agua para un día en el más viejo de los drakkar que aún podía navegar y la expedición partió hacia el norte. Meses después llegó a la ciudad la última noticia que de ellos se tuvo: su embarcación continuaba siempre rumbo al Noreste, hacia los Páramos de Odín, como llamaban los Señores del Mar a la desolación de hielo que cubría aquella región. En la ciudad la estatua se fue deteriorando por la lluvia y la gente acabó por olvidar si representaba al traidor o a quien lo hizo prisionero.

La presencia de los piratas norteños en la ciudad se convirtió con el tiempo en un hecho tan frecuente que poco tardaron en fundirse ambas culturas en una amalgama más rica. Ambos pueblos llevaban en la sangre el intrépido espíritu de los navegantes del norte, esa esencia que les permitía enfrentarse a las gigantescas olas heladas que rizaban sus mares. Eran pues pueblos afines convertidos en enemigos por ambición y recelos tradicionales, los cuales cedieron rápidamente vencidos por un trato cotidiano que ponía de relieve más puntos en común que en discrepancia. Desde su entrada triunfal en la ciudad habían sido tratados como aliados y héroes y su relación con la emperatriz los hizo invitados de excepción.

El día siguiente a su llegada partió el Desesperación, escoltando al principio la embarcación de Gâlaba y dirigiéndose más tarde hacia el sur, en busca de la Guardia de Reos. Urlen había tomado la determinación de encontrar al asesino de su primogénito anteponiendo este objetivo a cualquier otro. Bien podría haberse quedado en la ciudad como líder de la nueva guardia personal de Kela, pero deseaba encontrar al que sesgó la vida de Hunos, rezando día y noche para que aún conservase la suya. Su estéril deseo era dar muerte al guerrero y sus plegarias se encaminaban a que los dioses permitieran que éste sobreviviese hasta el fatal encuentro. El Desesperación jamás regresó al norte para dar noticias de su victoria o su derrota, pero algunas veces los mercaderes de lejanos reinos que visitaban Kios para comprar sus minerales traían rumores de haberlo avistado en los mares Meridionales, entregado a una frenética actividad de piratería y rastreo.

Los otros tres drakkar que llegaron a la ciudad estado fueron cedidos por sus dueños a la reina, quien reclamó a parte de sus tripulaciones como escoltas. De este modo se constituyó una guardia de elite compuesta únicamente por fieros vikingos que nada tenía que envidiar a las desbandadas Sectas de la Espada. Las vacantes de los barcos fueron copadas por corsarios de la ciudad y pronto fueron reanudadas las actividades de saqueo y piratería. El antiguo pabellón de la ciudad fue sustituido por el llamado de la Espada Negra: el cetro de su emperatriz, la espada del murciélago, sobre un fondo rojo como la sangre que había forjado al nuevo estado.

El comercio con los contrabandistas de los Señores del Mar convirtió a la antigua ciudad en el centro neurálgico del Mar Gélido. Comerciantes, mercenarios y piratas se daban cita en la polis, traficando con sus mercancías bajo la protección de los drakkar aliados de los Señores del Mar y de los corsarios de Kios. Las riquezas y la fama comenzaron a fluir y adornar la ciudad, que prosperaba al abrigo del delito y la violencia. La actividad era constante y frenética y el orden se mantenía gracias al temor atávico que provocaba Kela. Con su aspecto de espíritu vengador y su fama de reina bruja poco tardó en cosechar lealtades y pleitesías de capitanes piratas y reyes vecinos. Éstos colmaban de presentes y atenciones a la muchacha, y riquezas como la ciudad no había visto en milenios acudían al palacio. Éste, sin embargo, no cambiaba su fisonomía; seguía siendo más parecido a una cripta que al hogar de la más poderosa humana de todo el Mar Gélido. Todas las riquezas iban a parar a manos de Arrenus en pago a antiguas deferencias como los huesos son dados a los perros: con desprecio y desinterés.

La ciudad, despertada de un largo y penoso letargo, florecía con violenta exuberancia. El crecimiento de la ciudad y su escalada en importancia no consiguió desbordar a sus habitantes gracias a que ahora toda la población participaba en todas las actividades. Las mujeres kianas habían dejado de ser bienes de consumo para convertirse en sus iguales y sus compañeros. Bajo el mecenazgo de la emperatriz era fácil encontrar nuevas oportunidades de prosperar, pues estaba completamente desligada de las antiguas usanzas; aunque bien es cierto que igualmente era fácil caer en desgracia, lo que en ocasiones implicaba perder la vida. Porque aunque la confrontación hubiera acabado, no por ello cesó el derramamiento de sangre, y cada vez que Kela se sentía impelida a ello descargaba su furia sobre los causantes voluntarios o involuntarios de su ruina.

Uno de los primeros en sentir su ardiente cólera fue el incauto Voltar. Los avatares del destino le habían llevado a combatir al lado de los Demonios de la Noche durante la revuelta, convirtiéndose en un acérrimo servidor de Kela. La causa de este cambio había sido la pérdida de un hermano a manos de la Guardia de Reos, el cual tuvo la fatalidad de quedar envuelto en una reyerta mientras paseaba cerca de su casa, situada en la calle de la taberna de los Tres Sables. Un golpe errado le había arrebatado la vida. Dado el giro de los acontecimientos y la ferocidad con que había combatido, decidió arriesgarse a hablar con Kela para iniciar la reconciliación, haciendo que Nhao intercediera en favor suyo.

Había llegado a conocer al general gracias a Akhul, un misterioso personaje que le había rescatado en una playa a la que no recordaba haber llegado. Consideró casualidad que dicho personaje perteneciera a los Demonios de la Noche, pues nunca le propuso unirse a sus filas. Es más, llegó a idealizar a dicha secta de guerreros, pues siempre recibió apoyo de los mismos sin recibir exigencias de ningún tipo. Lejos de imaginar la verdadera naturaleza de su benefactor, así como ignorante de los auténticos motivos que impulsaban a éste a acercarle a Nhao, se sentía afortunado por haberle conocido. Después de todo, la relación le había valido para conseguir un pase especial de su nuevo mecenas, el general Nhao, para ver a la emperatriz. Así que un día fue a palacio, a ver a Kela y en busca de lo que él consideraba justo: su mano, o al menos un trato de favor en el nuevo estado.

En el salón del trono se encontraba tan sólo Kela con Tran cuando entró Nhao con su perfecto uniforme de general. Una crin de caballo le adornaba el yelmo y la negra armadura podría haber hecho las veces de espejo. Con voz afable se dirigió a Kela:

—Un bravo guerrero que combatió de vuestro lado se presenta para mostraros sus respetos. Su nombre es Voltar, aunque por su pericia y fiereza hay quien le llama El Lobo.

Una sombra oscura cubrió como un velo los ojos de Kela al oír aquel nombre que había quedado olvidado en el pasado. Su boca se mudó en una sonrisa cruel y su voz salió suave:

—Pues como tal alimaña habrá de morir, mi fiel Nhao. Es él, y no otros, el mayor traidor de este reino, y en su insolencia se atreve a venir ahora a reclamarme lo que me negó. Ve y reúne a tus viejos camaradas. Esperadle a la salida del palacio y apresadle.

Nhao salió con el semblante hosco, pero bien sabía Kela que el militar no arriesgaría la precaria paz de la ciudad por el precio de una vida. La muerte del marino era ya un hecho. Cuando hubo salido, la muchacha hizo un gesto a su único amigo y le dijo al oído:

—Manda llamar al curtidor más rudo de la ciudad, alguien que carezca de escrúpulos, pues aunque la piel que quiero proporcionarme pertenece a un lobo, sospecho que habrá adoptado forma humana.

Cuando hubo salido el sirviente, entró Voltar. Vestía sus mejores galas y su rostro estaba radiante. No pudo conservar su esplendor, sin embargo, cuando vio de cerca a la que hubiera sido su esposa si los espíritus no hubieran maquinado semejante saga de crímenes. Vestida con una túnica blanca de la mayor pureza se asemejaba a un hada. Su belleza era fría como el invierno y su mirada ardiente como el infierno. Su delicada mano descansaba sobre la aterradora espada negra de la que todo el mundo hablaba, y sus cabellos plateados quedaban recogidos por la pesada corona de oro del anterior monarca. Sus ojos destilaban maldad y odio y atravesaban sin problemas la débil resistencia del cuerpo del joven, desnudando su alma. Éste se arrodillo y, antes de que pudiera hablar, Kela le interrumpió.

—Veo que vuelves a mí después de tanto tiempo. Tu ardiente corazón me desea ahora y bien sé que será satisfecho. Hay quienes creen que los hombres no son capaces de entender el mundo que les rodea, pero veo que contigo se equivocan por completo. Merced de haberme despreciado cuando era sólo una chiquilla vienes ahora que soy la encarnación de la muerte. Pues no sufras más mi súbdito, porque tus días se han acabado y podrás por fin recibir mi abrazo. Tu deseo de estar conmigo y mi hermana dejará de ser tal para convertirse en realidad.

En la posición en la que estaba se sintió indefenso ante aquellas palabras. Pálido como si ya hubiera muerto, se levantó y abandonó el salón. Al cruzarse con dos guardias por el pasillo su corazón se desbocó y no pudo evitar salir corriendo frente a las atónitas miradas éstos, que, acto seguido, corrieron a comprobar si su emperatriz estaba bien.

Voltar salió como una exhalación a la calle, donde Nhao le había tendido una emboscada. No hubo ya violencia pues, al verse rodeado, su corazón se abandonó al descanso y se desplomó muerto en el empedrado. Los soldados lo contemplaron atónitos, incapaces de encontrar una explicación a aquél fenómeno. La historia pronto circuló por la ciudad y, como prueba de ella, la piel del desdichado se colgó en la puerta del cementerio. Las escasas dudas acerca de la naturaleza sobrehumana de su emperatriz se dispersaron como el humo de una hoguera en un día ventoso. El apodo de reina bruja comenzó a llenar algunas bocas, pero la opinión más extendida era que se trataba del fantasma de Dersea, vuelto del Averno para saciar su sed de sangre.

El incidente de aquel día hizo bajar al alma de aquella desdichada muchacha un nuevo nivel hacia las profundidades del Infierno. El horror de la desesperación y la impotencia, que habían permanecidos apartados en un rincón de su memoria durante largo tiempo, asaltaron de nuevo sus pensamientos. Volver a ver a aquél que podría haber sido su sustento en la más negra de sus horas le hizo reafirmarse en su odio hacia los seres humanos. Su mirada se tornó aún más cruel e inquisitiva y ya sólo buscaba a su alrededor a enemigos y traidores. El último roce que Akhul dio a la rueda del destino le valdría al demonio la dulce y fría venganza que había planeado tiempo atrás contra aquél que fuera su amo durante su estancia en la ciudad de Kios.

El viejo Arrenus, el otro protagonista del día en que Voltar traicionó las esperanzas de Kela, había sabido jugar mejor sus cartas. Envió una misiva a palacio felicitándole, no por haber alcanzado el trono, sino por haber conseguido consumar su venganza. Aseguraba en su mensaje que el espíritu de su hermana ahora esperaría en paz su reencuentro, sin sufrir más por el agravio infligido. La emperatriz recordó al momento al autor de la carta y sus palabras el día que le prestó su apoyo: “Me pagaréis con creces este acto en el futuro, aunque no lo sabréis ni aun cuando lo hagáis.”

Intrigada, la emperatriz mandó a un sirviente a buscarle para parlamentar con él y se sentó en el trono a esperarle. El viejo entró vestido con una túnica negra adornada con hilos rojos colgantes. Calzaba botas de montar y llevaba en la mano un yelmo de gladiador, el cual se acaba de quitar en muestra de respeto a la muchacha. Hízole una profunda reverencia y le saludó tranquilo:

—Me alegro de que por fin nos veamos de nuevo, pues aún no he tenido tiempo de agradeceros el pago, bastante más amplio de lo que había previsto, con que habéis tenido la bondad de premiarme por mis acciones del pasado.

Kela apoyó su cabeza en una mano, mirando con un extraño brillo en los ojos al antiguo consejero. Una sonrisa aterradora dibujaba sus labios revelándose al tiempo que las palabras brotaban impasibles de Arrenus. Una vez acabó éste la presentación, le habló calmada, con la expresión de la que domina no sólo la situación sino todas sus posibles variaciones.

—Mi corazón se regocija al ver que vienes a rendirme pleitesía, pero ten cuidado con tu lengua bífida, pues ya no hablas con una jovenzuela aterrada, sino con una mujer que ha conocido a la muerte. Tus manejos me resultan indiferentes, pero ten cuidado, pues no quiero que mi corte se vea envuelta en ellos. Cumplirás tus designios por mediación mía como yo cumplí los míos gracias a tus intrigas. Ocuparás el cargo que desees pero te mantendrás alejado de este palacio.

Arrenus bajó el rostro con una mueca de rabia contenida. Sus movimientos eran tensos y desmañados, como si fuera un títere. Su voz salió grave, frustrada, aunque respetuosa y ciertamente sincera. Como viejo zorro sabía qué sendero tomar en relación a la reina.

—Todo se hará como deseéis, señora. A partir de hoy seré vuestro maestro espiritual y en nada me apartaré de tales funciones. El pueblo de Kios sólo me verá en las celebraciones y vos jamás, pues tal es vuestro deseo.

Los propósitos de ambos se cumplieron y Arrenus comenzó una impresionante reforma de la ciudad, convirtiéndose, sin lugar a dudas, en el segundo personaje más influyente en la misma. Comenzó la reconstrucción y rehabilitación de los viejos templos, aquéllos que ya formaban parte de la ciudad cuando sobre ella no caminaban los hombres. El primero en recuperar su nombre fue el templo del Este, que volvió a llamarse la Casa de Vrath. Junto a él se erigió una torre negra en la que se almacenaron libros y estatuas que trataban de los dioses protectores de la ciudad, seres que el tiempo había borrado del recuerdo de los kianos. Pronto se estableció una nueva casta sacerdotal, con Arrenus a la cabeza, que proclamaban a los cuatro vientos la venida de los dioses verdaderos, quienes, molestos con el agravio de los kianos, habían enviado a Kela como su heraldo.

Gracias a la habilidad de los acólitos de Arrenus y a las oportunas actuaciones de algunos veteranos de la disuelta secta de los Demonios de la Noche, los espiritistas pasaron a un plano secundario, convertidos en plañideros para los funerales y en nexos para hablar con los ausentes. Poco tardaron los kianos en olvidar sus antiguas prácticas, que ya todos relacionaban con el antiguo régimen, y abrazaron sin remordimientos la nueva religión, que se hacía llamar antigua y que en breve se convirtió en única.

Arrenus mandó tallar las imágenes de Artul y Jarnak, deidades protectoras de la ciudad según los antiguos tratados, en la escarpada pared que dominaba Kios. La colosal obra conmocionó a toda la región del Mar Gélido y se convirtió en el orgullo del pueblo corsario. Las titánicas esculturas daban sensación abrigo, acogían a la ciudad en su seno y vigilaban el mar por donde pudieran venir los invasores, apostadas, al mismo tiempo, a ambos lados del desfiladero que conducía hacia el portalón del continente. Ciertamente, las prácticas del viejo demente mutaron por completo el aspecto de la ciudad, así como los espíritus de cuantos la habitaban y frecuentaban. La mezcla de nuevos saberes sobre los dioses del pasado y leyendas acerca de su protegida, la emperatriz espectral, caló hondo en el sentir de los fieros hombres del norte. La fiereza de los señores pétreos agradaba a los duros piratas, a quienes gustaba ver en sus protectores sobrenaturales ejemplos de arrojo y fuerza. Los pueblos que componían la confederación de los Señores del Mar, cada vez más ligados a la ciudad estado, no vacilaron en asimilar como propia la nueva mitología, mezclándola, en la mayor parte de los casos, con la tradicional de sus comunidades.

En prevención de los antiguos abusos llevados por la casta sacerdotal se creó una comunidad secreta, residuo y consecuencia de la desbandada secta de los Demonios de la Noche. Este colectivo, que acertó en llamarse la Orden Negra, estaba compuesto mayoritariamente por veteranos de las filas de dicha Secta de la Espada, juramentados a prevenir por la fuerza futuras guerras fratricidas. Se reunían en secreto, amparados por la noche, en las catacumbas y túneles que recorrían las entrañas de la ciudad. Este complejo de pasillos y salas se convirtió en aquellos días en un punto tan estratégico e incontrolado que Nhao acabó por decidir eliminarlo.

Congregó a varias patrullas de soldados y se introdujeron por los pasadizos que gracias a Akhul y Cain conocía. Recorrieron los principales túneles en busca de los proscritos pero, dada la dificultad de sorprenderlos en el momento oportuno en tan vasta estructura, optó por destruir el refugio en sí. Provocaron derrumbamientos en las intersecciones más importantes y tapiaron todos los caminos que conducían bien al palacio, bien al cuartel general, donde habitaba él mismo. Utilizaron para ello piedra y, en algunos casos, pesadas puertas de hierro que pudieran franquearles el paso en caso de emergencia.

Esto no pudo frenar las actividades de la congregación, pero sí les obligó a mantenerse más alerta. Por lo menos una decena de personas cayeron bajo el filo de sus cuchillos, pero jamás se inculpó a nadie ni se encontraron indicios de quién pudiera ser el responsable. Las extrañas muertes de que eran víctimas los espiritistas ayudaban a incrementar la fama de los nuevos dioses y de la misma emperatriz, a quién se consideraba única persona con verdadero poder mágico. Esta extraña maldición acabó por sentenciar la existencia de la antigua religión kiana.

La autoridad de Nhao, sin embargo, no se veía minada por estos hechos. Nada se podía exigir a un guerrero humano, por bravo que fuera, en las turbias muertes causadas por maldiciones y fantasmas. Su mando sobre el ejército era indiscutible y férreo. Proclamado como héroe de guerra no tardó en afianzarse en su posición, sabiendo que los servicios prestados en el campo de batalla pronto se olvidan en los estados de paz. Con el beneplácito de Kela disolvió el consejo, centrando el gobierno en las manos de la excéntrica muchacha. Sabía que contaba con la simpatía de ésta, aunque no alcanzara a comprender el porqué. Amoldándose a los escasos caprichos de la emperatriz tenía asegurado el control del estamento más poderoso de la ciudad y, con él, de la polis misma. Todas las peticiones se hacían mediante audiencias con la emperatriz, quien casi nunca se negaba a nada: las riquezas del vasallaje pasaban en gran medida al pueblo, utilizándose el resto para arreglos en la ciudad. Todas las demandas se cumplían por mediación del general, quien pronto tuvo las simpatías del pueblo, tanto por ser el protegido de Kela como por sus actuaciones efectivas y, en ocasiones, generosas.

Para evitar nuevas traiciones como la de Gâlaba, nombró capitanes a sus más eficientes y leales compañeros de los Demonios de la Noche, aunque sin saberlo daba a la cofradía de la Orden Negra el mando de más de la mitad de sus efectivos. Instruyó en el respeto y la lealtad absoluta a Kela y a la ciudad a todos sus oficiales y escindió a los capitanes corsarios y la guardia de vikingos del resto de la jerarquía, dándoles total libertad de acción y obligándoles únicamente a rendir cuentas ante Kela. Sabía que con esta decisión satisfaría las ambiciones de todos los capitanes, que por otra parte solían ser muy individualistas, neutralizándoles como posibles enemigos internos. No disfrutarían de suficientes hombres como para poner de nuevo en peligro a la ciudad y no se arriesgarían en inciertas alianzas que difícilmente les reportarían más beneficios.

El incesante flujo de dinero permitía mantener tan amplio ejército, el cual cumplía dos funciones. En primer lugar contentaba al pueblo, pues bien es sabido que las gentes de Kios y los Señores del Mar que a ellos se habían unido eran guerreros por naturaleza, de espíritu indómito y hechos para la guerra. Por otra parte permitían mantener segura a la ciudad frente a la numerosa flota extranjera que la ocupaba constantemente, sembrando el miedo además en todo el Mar Gélido. Como el perro que se muerde la cola, estos miedos anidados en el corazón de sus vecinos les empujaban a pagar tributos y vasallajes, y al no atreverse a desarrollar grandes ejércitos para no captar la atención de la ciudad estado, contrataban como mercenarios a los mismos ciudadanos de Kios. Así, la ciudad, dedicada casi por completo a su más arraigada tradición, la de la guerra, se convirtió en el más importante centro del norte, extendiendo con su influencia la naciente religión reavivada por Arrenus.

Y junto con los mercenarios y la religión llegaban a las ciudades estado vecinas los rumores y leyendas acerca de la mítica emperatriz. Estas habladurías llegaban incesantemente a la casa que Lua habitaba en el exilio. Refugiada en una de las islas de Urlen, había recibido las nuevas acerca de las sangrientas reyertas en la ciudad y de las numerosas ejecuciones que habían protagonizado sus secuaces. Asustada por las represalias que pudiera tomar su hermano, había preferido abandonar su ciudad natal y asociarse con los enemigos tradicionales de su pueblo. Los intensos cambios que había experimentado Kios, no obstante, le habían llenado el alma de renovados deseos de poder. Para asegurarse el terreno que iba a pisar había enviado una misiva a su anciana consejera Alectia, estando, no obstante, resuelta a volver a la ciudad estado.

Aquellos mismos días llegó otra misiva a palacio, solicitando una audiencia que no habría de realizarse en el salón del trono. Kela no solía recibir cartas de sus conciudadanos. Sin embargo, no se sorprendió ni de la llegada de la misma ni de la petición presentada. Una cálida sensación recorrió su cuerpo al ver el sello que ésta marcaba: una sílfide similar a la talla que le confiara su hermana el día de su muerte. La muchacha se llevó la carta al corazón y ordenó a Nhao que preparara una escolta.

La visita de la emperatriz a la Caracola, uno de los barrios portuarios cuya fisonomía se asemejaba al dibujo de la cáscara de dicho molusco, despertó la curiosidad de sus habitantes. Cuatro soldados espléndidamente engalanados abrían paso a Kela, seguida de otros cuatro guerreros. La joven salió sin su espada, vestida únicamente con un vestido liso y blanco. Nadie podía, sin embargo, dudar de si se trataba de una emperatriz: su porte majestuoso superaba con creces el de cualquier otro de los monarcas que habían gobernado Kios. La comitiva se detuvo ante una pequeña casa de madera agazapada entre dos caserones de piedra negra. Su modesta puerta estaba adornada con brillantes ramos de amarillas prímulas. Los guardias formaron un semicírculo alrededor de la entrada, pues Kela les prohibió seguirle. Abrió suavemente la puerta y se introdujo en la pequeña estancia.

Toda la casa se apiñaba en la reducida pieza: un lecho de lana en un rincón, una gran mesa de pino contra la pared cubierta por un bosque de frascos, macetas y ollas, un hogar con una marmita ennegrecida pendiendo de un gancho y un destartalado baúl. No había siquiera una chimenea de piedra, haciendo las veces de tiro un agujero en el techo. Kela observó que, todavía dispersas por la mesa, había varias resmas de papel y una pluma. El lugar estaba frío y parecía deshabitado. Una lúgubre penumbra subyugaba la casa, dándole un aspecto desolado. Acostumbrados los ojos a la oscuridad, la muchacha acabó por ver entre los pliegues del jergón de lana el frágil cuerpo de una anciana. Al acercarse para examinarlo vio que ésta le miraba sonriente. Su voz quebrada surgió como un aterrador epitafio, a pesar de que sus palabras eran de agradecimiento:

—Por fin he conseguido encajar las piezas de esta sangrienta historia. Aunque sea por unos breves instantes mi alma podrá por fin reposar. ―Tras una pausa para tomar aliento, la anciana prosiguió ante los temblorosos ojos de Kela―. Así que nuestra emperatriz es la hermana gemela de Dersea. Déjame acariciarte el rostro, chiquilla.

La Dama Espectral, el terror del Mar Gélido, no pudo menos que arrodillarse a la cabecera de la humilde cama. Cogió la mano de la moribunda y se la llevó al rostro. Las lágrimas ya no podían aflorar a la pétrea máscara con la que se defendía de aquel cruel mundo, pero su corazón se había estremecido de nuevo.

—Aceptaste venir a mi presencia y con ello has aliviado mis últimas horas. Cuando vi a tu hermana por primera vez supe que su vida estaba enmarañada con el destino de estas gentes, pero me extrañó que fuese tan corta su trayectoria. ―Su respiración se hizo entrecortada unos instantes y sus palabras quedaron sostenidas por un hilo de voz apenas audible―. Entonces no entendí que sería a través de su hermana que se cumplirían sus designios. No sufras ya más, pues tu hermana te espera y no tardarás en reunirte con ella. Antes habrás de cumplir varias tareas, pues el destino ha puesto en tus manos las almas que pueblan toda la ciudad. Cuídate del viejo Arrenus, pues fue él quien con sus sortilegios forzó al Azar a llevarse a tu hermana.

Las manos de la anciana se aferraron como garras a la túnica de la joven. Su cara se tensó en una mueca de dolor. Con gran esfuerzo sus últimas palabras escaparon de su boca.

—La sangre ha sido la causante de tu ruina; cuídate de sus manejos.

Alectia se desplomó sobre la cama, inertes sus miembros, la paz iluminándole el rostro. Todo el dolor de los instantes anteriores había retornado al infierno, convirtiéndose en un recuerdo para los que en aquel mundo quedaban. Kela se entretuvo unos minutos observando a la anciana. En su pecho reposaba una talla de madera similar a la que ella misma portaba. La ausencia de cualquier tipo de adorno le hacía asemejarse, extrañamente, a la emperatriz. Únicamente los semblantes marcaban el abismo que separaba a la una de la otra, ya que la anciana era un remanso y en el alma de la muchacha bailaban en orgiástico frenesí todos los tormentos del infierno.

Al abandonar el lugar, la emperatriz ordenó que enterraran a la anciana en la parte alta del cementerio y que su lápida la labraran los mejores artesanos de Kios. Su funeral sería discreto como su estancia en la tierra y su tumba digna de su alma. Ya había bastantes reyes mezquinos disfrutando de grandes sepulturas; que disfrutara al menos ella de iguales o mayores honores en el mundo que iba visitar.

Lua volvió a la ciudad con todo el esplendor que su antigua posición le había permitido. Como hábil manipuladora que era, jamás encontraba problema alguno en conseguir lo que necesitaba para sus fines, y el dinero precisado para una entrada triunfal no fue una diferencia. Así pues, rodeada de sirvientes y con una pequeña escolta de vikingos súbditos de Urlen, recorrió de nuevo las calles de la ciudad que le había visto nacer. A su paso salían los kianos, apenas sorprendidos o impresionados, pues en los últimos días fastuosas demostraciones de pleitesía agasajaban a los más temidos guerreros del norte. Tampoco les extrañaba la presencia de la hermana del difunto rey, pues sabían de su oposición a su consanguíneo y de las ansias de poder que enfermaban los corazones de todos los vástagos de su estirpe.

Desde que la Dama Espectral se había convertido en la máxima dirigente de la polis, multitud de supuestos partidarios de la misma había intentado ganar algún favor, con bien variados resultados. Nadie podía olvidar el pellejo de Voltar, el marino, expuesto en la puerta del cementerio, ni tampoco la magnanimidad con la que había desterrado a Gâlaba, el traidor. Nadie sabía qué pautas dirigían el pensamiento de la emperatriz, pero tampoco se atrevían a cuestionar ninguna de sus determinaciones, pues era reina por voluntad de los espíritus y los nuevos dioses y en numerosas ocasiones se habían visto muestras de esta incondicional tutela. Nadie sabía a ciencia cierta el resultado de la inminente entrevista, pero todos esperaban ansiosos el resultado de la nueva disyuntiva presentada a la joven. Es por esto que, aunque la gente salía a su paso por las calles, no se levantaban vítores ni vituperaciones, sino tan sólo rumores que desconcertaban y crispaban los nervios de Lua.

A la entrada del palacio formaban media docena de robustos vikingos con bellas armaduras de manufactura kiana. Sus indómitos ojos azules, teñidos por el mismo mar que les daba la vida, se animaron al reconocer a sus compatriotas, que en muchos casos eran también familiares. Fue así como la intrigante hubo de perder su escolta y se vio obligada a entrar en el palacio sola, intentando mantener un porte regio en el escenario en que su misma sangre, aunque portada por su hermano, había sido derramada.

Los pasillos se le antojaban lóbregos en su austeridad, y la espartana decoración sólo podía recordarle la prisión de la que había escapado al exiliarse a las islas de Urlen. Frente a la puerta del salón del trono dos soldados vigilaban, inmóviles como estatuas, el pasillo por el que ella avanzaba. A la incierta luz de las velas se mutaban sus cuerpos hercúleos en siniestras sombras ultraterrenas pues, ¿acaso habría seres más dignos de guardar a una reina fantasma que éstos? Las puertas se abrieron y la intensa luz de la sala del trono le cegó la vista.

Kela aparecía apoyada en la repisa de uno de los ventanales, etérea en la hiriente claridad, observando los que ahora eran sus dominios y apenas le despertaban interés. Acurrucado entre las sombras, un tosco y sombrío hombre mantenía en su regazo un perro que sólo podía ser descendiente del cancerbero: su piel lisa y negra como una mar de desesperanza y sus ojos y su lengua rojos como tizones encendidos listos para la tortura. Una tercera persona paseaba por la habitación: Nhao, el arrojado general que había conseguido derrotar a las tropas del antiguo monarca con la única estrategia capaz de inflamar el corazón de los kianos; el valor y el odio habían sido sus únicos estandartes.

Por primera vez en su arrogante existencia, Lua sintió el mordisco del miedo en sus carnes. Ahora ya no estaba intrigando desde la sombra, manipulando a cubierto para que se cumplieran sus designios, sino que se encontraba en el nido de la serpiente, encerrada cara a cara con la que había sido ofrendada a la muerte y había escapado dominando a todo un estado. Nunca llegaría a entender que no se enfrentaba a la idealista que había ganado para su causa, sino a su hermana, el destilado de toda la maldad que habitaba la ciudad entregado a la siniestra actividad de la venganza. Ambas mujeres eran ahora ajenas a la realidad estable y cotidiana de todos los seres humanos, pero la Dama Espectral había conseguido atraer hasta su propia dimensión a la imprudente hermana del rey.

Kela se giró desde la ventana y caminó despacio hacia su trono. Su único adorno la sílfide tallada que su hermana le diera el día de su separación. La visión del icono infundió confianza en el corazón de Lua, pues ella también lucía el mismo emblema en una delicada escultura de oro. Se arrodilló ante la muchacha y, sujetándola con ambas manos, se la mostró, segura de que su antigua hermandad sería una pieza fundamental del actual gobierno, invocando las palabras de la anciana Alectia, aquéllas que inflamaron el espíritu de la joven Dersea cuando pronunció sus votos de lealtad a la causa:

—El sacrificio de unos es necesario para el bien de la comunidad. ―Tras una breve pausa esperando una respuesta de la muchacha continuó―. Tu sacrificio ha sido el que ha permitido la liberación de nuestras oprimidas conciudadanas. Por ello he venido a postrarme a tus pies y venerar tu memoria.

Kela se levantó y extendió un brazo hacia su general. Una sonrisa dulce iluminaba su rostro ajado. Sus ojos se posaban benevolentes en la mujer que se rebajaba ahora ante el trono; pues hay gente que rinde homenaje a las personas y otros que se humillan de terror delante de los símbolos de poder. Impasible, Nhao tendió la espada del murciélago a su emperatriz. Su rostro no revelaba emoción alguna, como si en lugar de un arma mortal estuviese entregando un abalorio cualquiera a la monarca. La voz de ésta bañó suavemente la habitación.

—No es mi sacrificio el que hará avanzar a la ciudad, señora mía. ―Una mano delicada se posó sobre la cabeza de la mujer, gélida y hermosa como un cristal de nieve―. Vuestra modestia os impide ver que es el vuestro el que nos hará grandes y nos permitirá afrontar el futuro con dignidad, pues es en vuestras manos donde estamos.

El rostro de Lua se iluminó con destellos de victoria y codicia, pues aunque confiaba en una resolución beneficiosa no esperaba tan pronta concesión de honores. Las palabras de la joven le hacían imaginarse ya en la calidad de regente de la ciudad, y aunque no supiera de qué sacrificio hablaba, no osaría nombrarlo en absoluto, no fuera a darse cuenta de la carencia de riesgos que su papel había tenido en la contienda. Unas palabras de reconocimiento brotaron de sus labios, reduciéndose a un ininteligible murmullo cuando reparó en la sonrisa sádica que Kela ostentaba al escuchar su perorata. Al ver que su visitante quedaba petrificada le espetó:

—¿Acaso nada más queréis decirme? Acabemos pues con este agónico ajuste de cuentas.

El acero negro voló raudo y arrebató la vida a Lua, la hermana del monarca. Su cuerpo inerte, separado de una cabeza aún marcada por una muestra de perplejidad, yació inmóvil allí donde su hermano había muerto. Kela ocupó de nuevo el trono, desplomándose como si estuviera exhausta a causa de la reciente actividad. Con suavidad habló a su único amigo: Tran.

—Seguramente ella ignoraba el sacrificio que iba a realizar, querido amigo. Con su muerte ejemplificará algo que nadie debería olvidar en esta ciudad: que la avaricia y las ambiciones malsanas únicamente vienen acompañadas del mal y del dolor. Observa la ciudad que siempre nos ha arropado a pesar de nuestros crímenes. Observa sus gentes abatidas y azotadas por una guerra cuya finalidad era saciar el apetito de poder de unos pocos. ¿Quién sabe si eran los representantes de todos nuestros anhelos o sólo la fuerte corriente la que nos llevó a la matanza y la desesperación? Ahora el pueblo se dedica frenético a cimentar su incierto futuro, pues sólo les restan estos momentos de paz en su azarosa existencia.

Nhao se aproximó silencioso a su emperatriz, la experta en el mal que en tiempos fue la más dulce e inocente de las chiquillas. Siendo como era la protegida de la muerte, no le dio reparo al curtido veterano preguntarle acerca de la que era patrona de su profesión.

—¿Acaso es la muerte la única esperanza que nos queda? ¿Acaso es su tiranía la liberación que hemos de esperar con anhelo?

Una sonrisa irónica moldeó la cara de la emperatriz.

—La muerte es el instrumento que he de utilizar para librar a mi pueblo de los que me causaron males en el pasado. La muerte es demasiado dulce para que dé consistencia al amargo plato que ha de ser la venganza, pero el dolor que acompaña a la presencia de mis enemigos me tienta a librarme de ellos de tan sencillo modo.

Kela se giró y observó al militar como si fuera la primera vez que le veía. Sus manos se aferraron al frío metal de su mortífero cetro. Sus ojos erraban sin moverse, perdidos en un punto más allá del mundo de los vivos. Su voz ordenó, tranquila pero ronca:

—Te presentarás ante Arrenus y lo cargarás de cadenas. Haz que tus hombres lo traigan a mi palacio, pero no los acompañes. Toma el barco de guerra más sólido de la armada y parte hacia el sur acompañado por los más fieros marinos y los drakkar que consideres necesarios. Conquista las ciudades que no nos paguen el tributo que estipules y tiñe el mar con la sangre de nuestros enemigos. No habrás de volver hasta que te llegue mi mensaje. Si esto no ocurriese en el plazo, de un año vuelve a Kios preparado para su conquista, pues semejante evidencia sólo podría ser portadora de malas noticias.

 

Las puertas del salón del trono se abrieron con estrépito. Dos guardias arrojaron violentamente al segundo hombre más poderoso de la nación en el interior de la estancia. Pesados grilletes limitaban sus movimientos y le cubrían de ignominia. Su tintineo era el único heraldo que le precedía ahora, burdo remedo de la tropa de acólitos que había ostentado en los últimos tiempos. Vestía una túnica verde y un sombrero cónico esperpéntico e incómodo, atuendo que, combinado con las cadenas, le daba un aspecto curioso en extremo. Sus ojos se posaron en la emperatriz, reflejo inequívoco de un estado anímico entre la ira y el asombro. Su boca se abría y cerraba ausente, intentando modelar palabras que no llegaban a nacer. Los guardias se mantuvieron a ambos lados del reo, en previsión a posibles reacciones violentas. Kela observaba al arrogante anciano que, obligado a permanecer de rodillas, se consumía por dentro de rabia y odio. Regodeándose en su calma, la muchacha le habló:

—Tu pequeño servicio, convendrás conmigo, ha sido con creces pagado con los excesos que te hemos permitido durante este periodo de tiempo. Tu preciado y desinteresado proyecto de erigir de nuevo el culto a los ancestrales protectores de la ciudad ha sido finalizado, rebasando incluso tus más optimistas predicciones al atravesar las fronteras de nuestro pequeño reino.

En un vano intento por recuperar la verticalidad, el viejo Arrenus desencadenó un breve forcejeo. Los guardias lo retuvieron, esta vez erguido, mientras el prisionero miraba desafiante a su captora y le gritaba:

—¡Habrás de arrepentirte de esto! ¡No puedes traicionarme ahora! Convocaré a los más crueles demonios del Averno para que den cuenta de tu alma. Tu dolor se expandirá por los siglos en un maremagno de sufrimiento eterno.

Una sonrisa sardónica se dibujó en los perfectos labios de Kela. Le divertía ver al arrogante ocultista convertido en un bravucón de escasa calidad. Sus amenazas le resultaban hueras y sin sentido, delirios de un viejo demente.

—No has de enojarte conmigo pues, ¿acaso no soy simplemente una consecuencia de tus manejos? ¿Puede reprochar el curtidor al cuero si éste se endurece tras sus trabajos? Pocos seres en esta desdichada ciudad habrán podido completar su ciclo como tú, anciano. Tus años han estado colmados de logros y victorias. Has conseguido traer la muerte y el desorden al estado que te repudió. Has consumido tu tiempo, pero tus obras permanecerán para siempre, pues tamaños logros no serán olvidados por las generaciones venideras.

El rostro de Arrenus estaba demudado por el odio, congestionado por la ira. Sus manos encrespadas arañaban el aire amenazadoras e impotentes. Su boca se adornaba de espumarajos, advertido su espíritu de su inminente final. Su desesperanza era indescriptible, atrapado en el lugar que él reservaba a sus enemigos, conducido con tosca determinación hacia un final que no había podido predecir. La muchacha se mantenía impávida frente al torturado anciano.

—No comprendo ni la finalidad ni la causa de tus odios, pues tus adorados dioses están fuertemente asentados en la ciudad. ¿Acaso no te concederán la dicha de la eternidad a su lado? ¿Quizá sea dicho don el que te aterra? Por mi parte, apenas nada puedo hacer, más que darte un último regalo de despedida: la inmortalidad. ―Y, girándose hacia los guardias, les ordenó―. ¡Lleváoslo y encerradlo en el Edificio de Justicia! Haced que el verdugo le arranque la lengua esta misma noche, pues no ha de volver a herir con esa bífida arma a ninguno de mis súbditos.

A rastras sacaron al perplejo y aterrado Arrenus y lo condujeron a su prisión. Ambos antagonistas no volvieron a encontrarse hasta que pasaron tres días, aunque las circunstancias fueron bien distintas.

El pueblo fue congregado por los heraldos en la plaza del Edificio de Justicia. Aunque el lugar recordaba a las gentes las numerosas ejecuciones que en ella se habían llevado a cabo, el ambiente que reinaba era festivo, pues por orden de la emperatriz se había anunciado que hoy darían homenaje a Arrenus y a los nuevos dioses, firmando un pacto de alianza eterna que garantizaría su protección aun cuando la Emperatriz Espectral les hubiera abandonado. Animados por tan interesante perspectiva, los ciudadanos apenas dieron importancia al hecho que se dejaba entrever: que la emperatriz no siempre estaría con ellos.

La multitud recibió con una calurosa ovación a su emperatriz y talismán. Los extranjeros no podían por menos que mirarla con reverencia, o incluso temor, y sus súbditos la contemplaban con admiración y orgullo. La muchacha vestía su túnica blanca más hermosa y tocaba su cabeza con la corona de oro propia de su rango. En su mano derecha blandía la espada y con su mano izquierda saludaba al populacho al tiempo que llamaba su atención. Kela no acostumbraba a dirigirse a su pueblo directamente, lo que había levantado una gran expectación entre los ciudadanos. Su gesto provocó un silencio de sepulcro y su voz se alzó clara y nítida, extendiéndose sobre el auditorio, agradable y autoritaria al mismo tiempo.

—¡Ciudadanos de Kios! Bien sabéis que la desgracia y la guerra se han cernido sobre nuestra adorada ciudad y sus habitantes. Hemos sido víctimas de la muerte y la traición, castigados por la mala conducta que en el pasado dominó nuestra ciudad estado, la más rica joya de todo el mar Gélido.

El pueblo elevó su voz, expresando su acuerdo y un sordo lamento por los hermanos perdidos durante la revuelta.

—Los dioses protectores de la ciudad, a los que habíamos arrinconado en el olvido, nos brindaron de nuevo su mano salvadora. Por la gracia y el poder inconmensurable de Artul y Jarnak pudimos librarnos de la opresión de los hombres malvados y caminar como hermanos de nuevo. Unidos hemos subyugado a todas las ciudades estado de la costa y nuestro general Nhao prepara nuevas conquistas al sur. El espíritu guerrero de nuestro pueblo por fin puede desarrollarse bajo la tutela del honor.

Los kianos, con los corazones inflamados por el sonido de los tambores de guerra y el recuerdo de las hazañas épicas, alzaron sus puños y espadas al cielo en sonoro desafío a todo aquel que pudiera responderles y se atreviera a hacerlo. Kela esperó a que el clamor se apagara y continúo con su discurso.

—Nuestros guerreros son fuertes y nuestros marinos osados, pero no podemos olvidar que nuestra sangre es un don de nuestros dioses tutelares. ―Su espada se elevó apuntando las dos colosales escultura que custodiaban la ciudad. Artul y Jarnak contemplaron desde sus pétreos rostros a sus adoradores con una fiera sonrisa en los labios. Cualquiera hubiera podido pensar que se complacían con la ceremonia―. Por ello hemos de renovar nuestra alianza con ellos, demostrándoles así que no volveremos a permitir que sean arrojados al olvido. Hoy sellaremos un pacto que los siglos no podrán borrar, pues es nuestro guía espiritual Arrenus quien va a ir para siempre a su lado para velarnos y protegernos.

La mano libre de Kela hizo un gesto a los guardias que aguardaban en el interior del edificio y éstos sacaron al indefenso Arrenus. Su rostro estaba pálido a causa de los tormentos y el dolor mancillaba su anciano rostro, más ningún quejido abandonaba su boca, pues su lengua le había sido arrebatada. Un cayado de madera con una sílfide de bronce en la punta le permitía mantenerse en pie. Era un ser completamente derrotado. Su alma había sido doblegada e iba a ser entregado a seres con los que no iba a poder medirse. Por fin, tan sólo estaba abatido. El dolor y el sufrimiento, la rabia hija de la derrota sufrida, habían dejado paso a la resignación.

—A través de un último ritual, Arrenus se dirigirá por fin al seno de nuestros guardianes. Vitoreémosle, pues él será nuestro embajador en la tierra de los dioses.

El pueblo estalló en vítores y alabanzas, pues aunque no entendían muy bien qué misión pudiera desempeñar el anciano en el palacio de Artul o en la morada de Jarnak, veían con buenos ojos cualquier reafirmación de la alianza con sus nuevos dioses protectores. Se sacó al exterior desde el piso superior un caldero lleno de oro hirviendo al tiempo que el viejo Arrenus era abandonado en el amplio balcón. El anciano no reunía las fuerzas suficientes para moverse de su posición y se mantenía aferrado al bastón, lo único que le quedaba ya. La guardia hizo que la gente se retirase prudentemente del balcón, pues era preciso salvaguardarlos del hirviente metal. Finalmente una cascada dorada bañó al anciano ocultista, pero de su garganta no surgió sonido alguno. Su boca se abrió y su cara se volvió hacia el firmamento en una muda maldición o en un silencioso reproche. Su cuerpo quedó para la eternidad atado a su piel de oro y a su bastón de la sílfide.

El pueblo, enfervorizado, rompió a cantar y a gritar alabanzas y loas dedicadas a aquel que había dado su vida por la ciudad. La leyenda fue creciendo y las mudas muecas de su boca degeneraron en silenciosos conjuros de protección y victoria donados a los guerreros kianos. Su debilidad extrema se tintó de entereza frente a la muerte y su abatimiento se interpretó como dolor por tener que abandonar a los ciudadanos de Kios para servirles mejor en el más allá.

La emperatriz mandó esculpir una gigantesca gárgola, con unas alas de cinco metros de envergadura y una estatura de seis metros sin estar erguida, cuyos brazos y piernas estuvieran dispuestos para recibir en su seno al desdichado Arrenus. La escultura se realizó en un único bloque de granito negro y el titánico protector del anciano hechicero se situó en una plaza de los acantilados, a la vista de todo aquel que llegara por mar, y encarada a los colosos pétreos de Artul y Jarnak. Quien volviera su vista al vasto mar habría de topar con el icono protector de la ciudad estado. Su tétrico origen fue maquillado por la leyenda en el transcurso de los siglos y se acabó por considerar una siniestra invención la verdadera historia de uno de los más poderosos hombres de Kios.

Hay quien asegura que en los escasos días en los que el salvaje mar nórdico se mantiene en calma, si se presta atención, se puede escuchar el desesperado lamento del anciano al que encierra la estatua. Sus imposibles palabras, murmullos de desesperado, acarician los oídos del que quiere oírlas y son el ineludible testimonio de una historia, la de la ciudad estado de Kios, cuyos protagonistas son la muerte, el dolor y la desesperación. Es la historia de un pueblo guerrero, condenado por su propia naturaleza a malvivir según sus propias normas y bajo la tutela de sus crueles dioses.

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