La República Española y los primeros meses de la Guerra Civil: la clave de una derrota

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Cuarta entrega del artículo

 

Aspectos internacionales

Hasta la firma del acuerdo de no intervención, hacia el 8 de agosto, la ayuda externa enviada era, a grandes rasgos, comparable. Sin embargo, un hecho crucial iba a tener lugar: París y Londres forcejeaban por llegar a un acuerdo conjunto y sincero de no intervención (la propia Francia el 8 de agosto declaró que había decidido suspender las exportaciones de armas con destino a España). Sin embargo, ni Hitler ni Mussolini, independientemente de la firma de ese tratado, iban a echarse atrás en su apoyo a los rebeldes.1 La fuerza moral que debía ejercer ese pacto sobre las potencias fascistas se hizo evidente a lo largo de la guerra, pues la pantomima, no sólo de adhesión, sino inclinación favorable al mismo, se complementó con una descarada política de envíos continuos a lo largo de todo el conflicto. No obstante, también hay que admitir que la tan criticada “no-intervención” estaba fundamentada en unos valores jurídicos muy débiles, carentes de fuerza legal internacional y sin ningún carácter obligatorio para los participantes, como advertía Inglaterra. De aquí que cualquiera de éstos pudiera retirarse del acuerdo sin violar principio alguna del Derecho Internacional.2 Cuando Alemania prestó su consentimiento a la política de no intervención ya había preparado tres expediciones más, y cuando el Comité comenzó a funcionar, otras dos. En el caso italiano, lo mismo ocurría.

De haber querido apoyar ambas potencias los principios entonces en discusión (los de no intervención) es evidente que esto no se hubiera producido. Pero entonces la capacidad de avance de Franco se hubiese visto constreñida severamente y sus posibilidades de victoria hubieran quedado reducidas. Así se hubiesen contrariado los objetivos que tanto alemanes como italianos perseguían con la intervención.3

Quizá fue este mes de agosto de 1936 el que más afectó a la República a largo plazo, determinando en gran medida la evolución del conflicto: el gobierno se vería a partir de ese momento privado de suministros, o por lo menos muy obstaculizado, lo que agravó más aún la compleja situación interna por la que atravesaban, pues además de Francia, Italia, Alemania, Portugal y la Unión Soviética, también Albania, Austria, Bélgica, Bulgaria, Checoslovaquia, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Grecia, Irlanda, Hungría, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Noruega, Holanda, Polonia, Rumanía, Suecia, Turquía y Yugoslavia se mostraron conformes con lo pactado y prohibieron la exportación de material bélico a España. Y aunque el grado de adhesión fue vario, es evidente que quien peor salió parado fue el bando republicano. Las armas que lograse encontrar en los países “solidarios” iban a ser excedentes, viejas existencias de una calidad discutible y de antigüedad evidente que además serían vendidas a un precio muy superior al que en realidad tenían. Quizá el caso más representativo sea el de Polonia. De los 100.000 fusiles entregados a los republicanos, sólo 25.000 eran razonablemente nuevos. De las 11.123 ametralladoras ligeras y fusiles de repetición comprados por los republicanos, sólo se entregaron 992. De los 180 millones de cartuchos comprados, sólo se entregaron 68 millones. Las 294 piezas de artillería eran viejas. Sólo ocho tenían miras panorámicas, necesarias para poder fijar debidamente el blanco y ninguna venía con ruedas y monturas. Además, por regla general, venían con munición para un par de días de fuego real.4 Lo más preocupante no sería el entorpecimiento, las pérdidas materiales y humanas por explosiones prematuras, municiones escasas, equipos defectuosos o la dificultad del movimiento, que obligaría a abandonarlas al enemigo, sino que este triste material, que debería haber sido vendido a precio de coste, era terriblemente caro, pues solían elevarse los precios muy por encima de lo que se reflejaba en la lista oficial. Asimismo, los intermediarios debieron gastar una gran cantidad de dinero en forma de comisiones y otros conceptos. Pero la República no estaba para exquisiteces. Como apostilla Viñas, la necesidad de que los republicanos se vieran obligados a aceptar todo lo que se les presentaba capaz de disparar, hizo que numerosos países les vendieran verdadera chatarra a precio de oro.

La responsabilidad que Londres tuvo en todo esto no podemos reducirla. Torpemente, el gobierno británico no debió darse de cuenta del peligro que suponía Hitler y Mussolini hasta 1937 y tardó más aún en darse cuenta de que la política de apaciguamiento hacía más mal que bien. Además, no se puede negar que durante los primeros meses de la guerra, Inglaterra prefirió una victoria fascista a otra comunista.5 Resulta paradójico como incluso en 1939, todavía el 70 por ciento de la opinión pública estaba a favor de la República y la consideraba como el gobierno legítimo. Mientras, entre los partidarios de Franco, el apoyo nunca pasó del 14 por ciento.6 Pero obviamente, y como todo en esta vida, las grandes decisiones recaen a veces en las personas menos adecuadas. En lo referido a la Guerra Civil Española, los prejuicios de clase prevalecieron sobre los intereses geopolíticos y estratégicos británicos.7 En el establishment eran pocos los que entendían por qué algunos obreros, empleados e intelectuales británicos habían tenido la curiosa idea de ir a combatir a España al lado de una República abandonada por las democracias. Por otro lado, el caso británico, como opina Viñas, “no es, retrospectivamente, demasiado sorprendente”:8 en la clase política británica existía una tradición de desprecio hacia los españoles, republicanos o franquistas. Veían al país como un país exótico y lejano, una raza de hombres bajitos que no parecían verdaderamente europeos y que tenían la curiosa y malsana costumbre de masacrase entre sí cada cierto tiempo. Ya hacía un par de siglos que los británicos habían sacado las castañas del fuego a los españoles, pero esta vez no iba a ocurrir lo mismo. Muy clara nos resulta la opinión de Jackson: “durante las primeras semanas la política oficial fue la de no comprometerse, junto con un disimulado deseo de una victoria rápida y no demasiado cruel de los generales”.9 Tampoco hay que olvidar que los intereses comerciales británicos en España eran considerables: minas, vinos, textiles, aceite de oliva y corcho indujeron a la comunidad mercantil a inclinarse hacia el bando nacional. Probablemente, porque veían a anarquistas y demás revolucionarios como “poco apetecibles” para el negocio y las propiedades.10 Numerosos miembros del gobierno y del cuerpo diplomático (el propio embajador británico incluido), simpatizaban con los insurgentes, como también simpatizaban con Hitler y Mussolini. Era corriente que los aristócratas españoles y los vástagos de las principales familias exportadoras de jerez se educaran en colegios privados católicos ingleses. Hablaban el mismo lenguaje de clase alta ante los que abogaban por la causa de Franco. En fin, un nexo de contactos y amistades entre las clases altas que intensificaron la hostilidad subyacente de los conservadores británicos contra la República española. Y prejuicios. Muchos prejuicios entre los enviados británicos en España sobre el bando republicano. Que el apoyo a los sublevados al inicio de la guerra se daba por sentado no sólo en Inglaterra, sino en gran parte de la derecha europea, se puso de manifiesto rápidamente.

La razón principal para adoptar un política que descartaba firmemente el apoyo republicano y preparaba prudentemente la adopción del bando insurgente quedaba recogida en los telegramas que ofrecían al gobierno republicano como dominado por una serie de obreros armados, inaceptable para el tradicional gobierno inglés: la aparente incapacidad del gobierno republicano para frenar la revolución latente en su retaguardia y el firme propósito de evitar la contingencia de ayudar a un bando gubernamental cuya legalidad formal encubría un aborrecible proceso revolucionario en ciernes, precipitó la inmediata retirada británica hacia una posición de neutralidad tácita.11 Neutralidad que, consecuentemente, suponía un acto político y favorable a los militares insurgentes, pero no inocente: esta neutralidad implícita adoptada por las autoridades británicas se revelaba como una neutralidad benévola hacia la insurrección y concordaba básicamente con las expectativas y aspiraciones abrigadas por los insurgentes al respecto: Franco en una entrevista con un diario francés declaró “La cuestión no es solo nacional, sino internacional. Ciertamente, Gran Bretaña, Alemania e Italia deberían mirar nuestros panes con simpatía”.12 Pese a todo esto, Franco nunca reconocería, al menos públicamente, que Inglaterra contribuyó en enorme medida a su victoria final.13 La decisión tomada por el gobierno británico (todavía a 22 de julio) “significó una seria derrota diplomática y logística para el gobierno republicano”.14

 

 

  1. Viñas señala que El 13 de agosto partió de Hamburgo un carguero alemán con gasolina de aviación, que comenzaba a escasear en el puente aéreo sobre el Estrecho. El día 14 partió otro con 372 toneladas de bombas y municiones y dos aviones Junkers-52; “Los condicionantes…, pág. 137.

  2. Véase F. Olaya, la intervención extranjera en la guerra civil, págs. 107 – 154. Esta política dilatoria de neutralidad “inconfesa”, pese a que respetaba el estatuto jurídico del gobierno republicano español, se presentaba como una solución provisional entre las dos alternativas diplomáticas existentes ante una guerra civil según las reglas del derecho internacional: la asistencia al gobierno legal y reconocido, aceptando la plena vigencia de sus exclusivas competencias jurídicas como en tiempos de paz (incluyendo el derecho de su flota a repostar en puertos extranjeros y el de sus agentes acreditados a comprar armas en los mercados internacionales); y por otro lado, la declaración pública de neutralidad frente a dos beligerantes reconocidos como tales y equiparados en derechos y deberes (que comportaba la obligación de practicar una rigurosa imparcialidad y de abstenerse de todo apoyo a cualquier bando en lucha por cualquier medio.

  3. Viñas, “Los condicionantes…, pág. 139.

  4. G. Howson, Armas para España..., págs. 157-160.

  5. La famosa “perfidia de Albión”.

  6. P. Preston, La guerra… pág. 149.

  7. Pese a que Gran Bretaña estaba completamente resuelta a evitar una nueva Guerra Mundial, los republicanos consideraban de una importancia suma que tomaran conciencia de la necesidad de evitar el fortalecimiento de la Alemania nazi. Aunque sí es cierto que los británicos veían el conflicto español en un contexto internacional mucho más amplio que el simple permiso, o no, de que la república pudiese comprar armas: el ya citado intento de evitar una nueva conflagración europea, conseguir que Alemania mirase hacia el Este y no al Oeste, la pretensión de librarse de su pacto de ayuda a Polonia en caso de agresión exterior, etc.

  8. A. Viñas y F. Hernández, El desplome de la República. La verdadera historia del final de la guerra civil, pág. 34.

  9. G. Jackson, La República española…, pág. 233.

  10. Desde el primer momento del conflicto, las noticias que se remitían al Foreign Office por los representantes británicos en España mostraban al ejército de Marruecos disciplinado y tranquilo, en palabras del cónsul británico en Tetuán. Mientras, se ofrecía a los republicanos catalanes como una suerte de obreros revolucionarios, un proletariado descontrolado formado de una amalgama de comunistas, anarquistas y un Soviet virtual, opiniones que se sumaban a la de los diarios más derechistas, virulentamente antirrepublicanos. E. Moradiellos, La perfidia de Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, págs. 42-43.

  11. Ibídem, págs. 49-50.

  12. Citado en P. Preston, La guerra civil… pág. 149

  13. Muchos autores han remarcado la importancia que tuvieron los asesinatos de Paracuellos del Jarama en los posicionamientos ingleses, pues constituyeron un punto de no retorno. Aunque es probable que con, o sin ellos, la actitud de Londres no hubiera cambiado demasiado. A. Viñas, El escudo de la…, pág. 630.

  14. E. Moradiellos, La perfidia…, pág. 48. Pero todo ello no significaba que no hubiera divisiones entre los partidos conservador y laborista en torno a España: si la mayoría de los conservadores aceptaba la política de apaciguamiento de Chamberlain, una minoría, en la que destacaba Anthony Eden se le oponía. Incluso el propio Churchill, pese a tu ferviente anti-izquierdismo, sabía a quién debía apoyar. P. Preston, La guerra… 152 – 154.

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Karl Fractal
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Solharis, si lees esto, te contesté al comentario de la entrega anterior. Lo relativo a la lentitud de la victoria rebelde.

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