Ejecutando mal una novela
Segunda parte de estas reflexiones sobre fallos de bulto en novelas comercializadas que se centra, como cabe imaginar, en el momento de escribir la historia en papel, de cristalizar en texto lo que era una idea o un esquema. Por supuesto, siguen siendo apreciaciones totalmente personales y, probablemente, manías de un servidor.
Parecería lógico pensar que una novela mal planteada será mal ejecutada y viceversa, por lo que muchos creerán que este artículo es innecesario. Independientemente de este último particular, que será al lector a quien corresponda juzgar, hay que romper el mito: una novela mal planteada se puede ejecutar bien –no cargársela, sino escribirla bien- y una novela bien planteada se puede malograr fácilmente al pasarla a papel.
No, no vamos a echar la culpa de todo al socorrido azar. La explicación es más humana: el propio autor es muy capaz, todos lo sabemos, de saltarse a la torera el propio planteamiento por él diseñado, por lo que no cabe duda de que entre planteamiento y ejecución puede haber grandes discrepancias. Sin embargo, hablar de esto sí que sería redundante, por lo que nos vamos a centrar en otros aspectos intrínsecamente relacionados con la ejecución.
Y para seguir con el esquema de manías del autor de esta trilogía, vamos a agruparlos en seis bloques. Por supuesto, me dejaré algunos en el tintero; no será para ocultar fallos personales –no, al menos, voluntariamente-, sino para dar más espacio a los que me resultan más irritantes.
Asimismo, será probable que algún lector crea que algunos deberían pertenecer al mismo bloque o constituir dos distintos. Son muy libres de pensar lo que quieran, pero la genialidad de este artículo consiste –risa maligna- en que no me lo he planteado: así conserva la naturaleza pura de la ejecución y nos permite recordar los fallos señalados en el precedente.
Después de estas divagaciones que nada aportan, pasemos a los puntos clave para soliviantarme como lector cuando abro ese libro que elegí por la cubierta, por el título o por la malvada recomendación de alguno que se dice amigo.
El autor perdido en el tiempo
Evitemos confusiones: no es que el tipo haya descubierto el condensador de fluzo, aunque bien podría creerse que soñaba como un bendito en las clases de lengua y literatura. Tampoco es que haga virguerías con la gramática para resaltar las virtudes de su narración: como siempre, hablamos de usos inconscientes de la palabra, no de innovaciones.
El fallo consiste, como todos ya habrán imaginado, en los cambios de tiempo verbal sin ton ni son. Primer capítulo en pasado, segundo en presente y párrafo intermedio en pretérito pluscuamperfecto, que siempre queda bien. Ni siquiera resta el consuelo de que se adecue al momento temporal de la narración –recuerdos, flashback, reflexiones-; rápidamente se percibe que no hay ningún patrón tras este uso, y sólo queda el insulto –el que ha ejercido el autor de la novela, se entiende; en el fondo los lectores somos muy civilizados y más bien indulgentes-.
Debo confesar que este tipo de desatino es el que más me revuelve las entrañas. Si se da en un texto que estoy leyendo actúa como una patada en el culo que me saca directamente de la historia. Un eco resuena siempre en mi cabeza en estos casos, la farisaica declaración de los que no leen y dicen “a mí lo que me importa es la historia y no cómo está escrita”.
Únicamente hay otro fallo que le sigue de cerca y es:
El misterioso caso del narrador jeckilliano
No podía ser de otra manera. Si hay autores que usan los tiempos verbales como si fueran decoraciones horteras de un coche y no el motor del mismo, ¿por qué no iban a existir otros que cambiasen de narrador a su antojo?
Es cierto que éstos, aunque más cutres, resultan más susceptibles de ser perdonados, lo que resulta paradójico pues su infracción es voluntaria. Me explico: cambiar de tiempo verbal sin motivo no tiene tres ni revés. Sin embargo, cambiar de narrador es un recurso innato del que no consigue manejarse con su propio texto.
“¿Y ahora cómo demonios cuento esto?” Se dice el novelista inexperto que, creyendo haber descubierto la rueda, ha decidido narrar su historia en primera persona. Y como abandonar resulta tan inconcebible como perder dos días reenfocando el pasaje, va y se responde “como el narrador muere al final de la historia, aunque el lector no lo sepa puede considerarse un narrador omnisciente”. El caso es que el lector sí que sabe que durante los primeros capítulos no ha ejercido el derecho, así que sospecha algo; y nada bueno.
Siempre es mejor, no obstante, que saltar de primera persona a segunda o a tercera, pues al menos evitamos que el lector se pierda. Como decía mi profesora de química, “los experimentos en casa y con gaseosa”. Es el mejor modo de empezar…
Los personajes anacrónicos
Anacrónico es una palabra que uno aprende jugando a “Vampiro, la mascarada” y que siempre desea utilizar. Hay que reconocer que no hay muchas ocasiones para hacerlo, excepto si te dedicas a escribir ucronías o historias sobre la máquina del tiempo. El caso es que me hacía ilusión que apareciera en el artículo, y creo que representa a la perfección el uso que quiero delatar.
¿Por qué los cavernícolas de la señora Auel se comportan como ciudadanos norteamericanos de finales del siglo XX? ¿Resultaría tan ofensivo, tan difícil de entender, que nuestros antepasados no tuvieran nuestras mismas inquietudes? Por supuesto que compartimos algunas: el miedo a la muerte, la trascendencia, el afán de mejora…
Lo que pasa es que el enfoque respecto a estas cosas cambia con el tiempo, y por muy bien que quede no es razonable que los cruzados sean demócratas ni que los egipcios sean hippies. Si ambientas en una época, debe ser con todas las consecuencias. Resulta ofensivo que un autor considere que no hay aspecto salvable, socialmente hablando, de una época entera. Si quieres una novela en la que la igualdad de la mujer sea un hecho incontestado, no la ambientes en la Edad Media. Acuérdate que existen las Utopías.
Dentro de los errores de concepto que se pueden utilizar en cualquier novela y que no afectan propiamente a la escritura, éste es el que más me desespera. Lo hace porque muestra la moralina que esconde el escritor tras su apariencia de bohemio y comunicador. Lo hace porque revela el temor a ser señalado por el dedo acusador de los torpes que siguen confundiendo escritores y personajes. Y, demonios, en un oficio como éste lo primero es lo primero, y ése es el lector agudo, el único, según Poe, capaz de juzgar el arte de una obra.
Nadie discute que “El Crisol” de Arthur Miller sea una obra maestra, y sus personajes, como corresponde a la época que retrata, son machistas, racistas, supersticiosos y, encima, puritanos. Los buenos y los malos.
Dioses lares: o manías persecutorias personales
Todos nosotros tenemos convencimientos peregrinos que no sabemos muy bien de dónde vienen y, mucho menos, a dónde van. Es por ello que la vieja pregunta “¿Quién es más fuerte, Superman o Conan?” todavía no ha tenido respuesta definitiva.
El caso es que cuando uno escribe debe ocultarlos muy muy profundamente. Este tipo de cosas, que uno es incapaz de ver, descolocan al lector de tal manera que podrían ser motivo de odio hacia el editor de la novela por parte del autor.
Creer que los samurais eran los mejores guerreros del mundo, por poner un ejemplo actual, no tiene ninguna base histórica. El creer que los lobos ladran es tan ingenuo como el pensar que se comen a las niñas vestidas con una caperuza roja. Los cruzados pensaban que los turcos tenían cuernos, y se quedaron desilusionados tras su primera batalla. Por fortuna, nadie pone ya en las novelas semejantes disparates. Otros mitos restan, y todos se deben a la falta de documentación.
Otras manías, por el contrario, son más bien lingüísticas. Éstas es mejor contrastarlas con gentes de otras regiones –bendita Internet- y con la RAE. Tanto mi hermano como yo creímos durante años que el “pues” daba un toque distinguido a las frases…
Usando la palabra injusta
La escritura, aunque algunos autores parezcan haberlo olvidado, es un arte que se basa en la atmósfera. Por su duración, las novelas requieren que el lector se sumerja en ellas. Conseguir que alguien te siga al otro lado del espejo es el principio de la magia, y es por ello que se debe mantener a distancia a la palabra injusta.
No es una que no se comporta mal con el prójimo, sino una que no encaja, por mucho que se apriete, con el puzzle generado a su alrededor. En esta categoría, las palabras fetiche son las que más cantan.
Por poner dos ejemplos malignos nombraremos de nuevo a nuestra querida Auel, que ha conseguido convertir la palabra tibieza en algo sórdido en el imaginario de miles de lectores. Es cierto que con la gran cantidad de escenas sexuales que tienen sus novelas, y que normalmente sobran, era una cuestión de tiempo que patinase. También es cierto que no requirió mucho y que tiene una especial habilidad para elegir parejas de palabras que ponen los pelos de punta. Orgullosa virilidad es mi preferida.
Sí, antes de utilizar un término comprometido es mejor consultarlo con la almohada y, a poder ser, con alguien con sentido común y mucho tacto. Cuando las palabras poco comunes, además, se repiten con exceso, el resultado es cómico. Uno de los escipiones de la novela “Numancia” asienta las cosas en vez de decirlas; y aunque la primera vez denote el carácter del personaje, a la décima –en menos de diez páginas- uno se retuerce incómodo en el sillón.
Por supuesto, no es necesario usar palabras raras para descolocar al lector. El uso que Auel –sí, acabemos de despellejarla- hace del adjetivo “alto” ha creado una nueva categoría semántica. Ahora tenemos adjetivos explicativos, adjetivos determinativos y adjetivos inútiles, que no sirven ni para aportar datos ni para diferenciar nombres, por lo que no pertenecen a ninguno de los dos tipos previos.
Descompensando la historia
Para terminar sacaremos a colación uno de los errores que a todo el mundo le gusta: el sobrecargar la historia en el momento menos adecuado. Algunos lectores poco sagaces creen que no les gustan los textos poco descriptivos o muy descriptivos. La realidad es que no es un problema de cantidad, sino de colocación.
Cuando la acción discurre deprisa, lo normal es que el texto también se lea deprisa. Y viceversa. Hay autores que hacen un uso magistral de este tipo de recursos, y que infringen la máxima precedente con auténtico genio. Otros, por el contrario, parecen olvidarse de que alguien leerá su texto después de escrito, o, tal vez, carecen totalmente del sentido del tempo.
Así, centran su atención en cosas que no tienen relevancia pero que, a ellos, les resultan muy interesantes o agradables a su propia imaginación. Descripción de ropas, del físico de personajes que desaparecen para siempre en dos páginas, de lugares que no tienen la menor relevancia en la trama, etcétera, tienen su contrapartida en tipos que aparecen de la nada, en conspiraciones presentadas cinco minutos antes de que se resuelvan y edificios de los que no se sabe nada hasta que su carillón ha de caer sobre el malo maloso.
Obviamente, todos estos errores, destripados tanto en este artículo como en su predecesor, no tienen la más mínima importancia si el escritor es coherente y comete también los fallos que diseccionaré en el siguiente: Vendiendo mal una novela.
Sin embargo, como no se puede confiar en la coherencia del escritor medio, ni en los criterios editoriales que priman en estos tiempos, espero que se me disculpen todas estas digresiones e, incluso, que se disfruten.
No olvidéis que, aunque no haya hecho un planteamiento previo, ha sido una elección voluntaria, por lo que tengo excusa bajo el epígrafe escritura experimental.