Por un tijeretazo

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Un relato de Manheor

 

Prólogo

Buque estelar Aqueronte - Hangar B de estribor

Hefesto dejó caer el martillo.

—Maestro, por favor, no lo haga.

Al menos, había sido valiente. Encogidas contra las curvas molduras del fuselaje había unas trescientas divinidades. Dioses mayores como Poseidón, con su melena de algas empapando el osario que cubría el pavimento; bellezas deslumbrantes —Hera, la de bellos peplos; Atenea, la de ojos de lechuza, e incluso Afrodita, la de estupendas tetas— capaces de destruir una ciudad con un guiño, o furias vivientes como las tres hermanas de la destrucción, las Erinias, cuyos cabellos de fuego negro se encontraban apagados, del color blancuzco de la ceniza fría. Incluso Zeus, en cuyos ojos ya no brillaba la luz del rayo, permanecía en silencio; y, si alguien pudiera meterse en su divino cuerpo, descubriría que, además de silencioso, el primero de los Olímpicos sufría una sensación a la que su gloria no estaba acostumbrada.

Sí, Zeus, señor del universo tenía miedo.

Y la razón de su miedo era afilada, brillante y… letal.

—Maestro, por favor, escúchenos. No necesita llegar a esto.

El cojo había vuelto a hablar. El cornudo, el pobre diablo del que todo el panteón olímpico (mejor dicho, el acojonado panteón olímpico) se burlaba abiertamente, era el único que tenía los redaños para intentar salvar el desastre.

El desastre que todos temían, y el valiente Hefesto trataba de evitar, se encontraba entre dos filos. Los filos de una tijera de oro.

Embozada, con dos monedas de plata cubriendo las cuencas de su calavera vacía, la figura que las empuñaba se encontraba inmóvil como una estatua; o como un animal acorralado a punto de saltar.

¿Y qué había entre las aserradas hojas de las tijeras?

Todo. Eso es lo que había.

Y Todo era lo que miraban aquel infinito muestrario de deíficos rostros de ojos desorbitados. Y Zeus, por delante de todos ellos, no miraba con menos temor.

 

I

Un tiempo antes…

Una alarma zumbó en la oscuridad.

—Joder…

Caronte despertó. No había dormido nada bien después de engullir media botella de aquel vino de sueño profundo que Baco le había procurado a cambio de un placer necrófilo. No, no le había sentado nada bien. Y ahora esa condenada alarma no dejaba de zumbar y de…

Tres alarmas se unieron a la primera, multiplicando su estruendo.

—¡Ya voy, Ya voy!

Las pilas de cráneos que conformaban las paredes y el abovedado techo de su alfombra, parpadeaban sin cesar, irradiando un resplandor rojizo que conminaba a apresurarse.

El barquero tomó las dos monedas de plata que reposaban en una desportillada escudilla frente a él. En un instante, las monedas se encontraban en su rostro, encajadas en las vacías cuencas como si se hubieran acuñado con ese propósito.

—Muéstrame —rezongó el semidiós con un graznido—. Muéstrame que coño está ocurriendo.

Las monedas comenzaron a brillar, derramando un resplandor blanco que se mezcló con las vacilantes explosiones de rojo que teñían la estancia.

Caronte se levantó de inmediato. Sus rasgos descarnados asumieron un imposible rictus de terror.

—Dioses —murmuró—. Dioses…

La palabra quedó flotando en el aire un instante después de que la embozada figura desapareciera, tele-tranportada a otro lugar del gigantesco crucero estelar.

 

II

Buque estelar Aqueronte – Puente principal

Las almas aullaban. Pero estaban quietas.

En un fluctuante río ectoplasmático de formas etéreamente humanas, se adivinaba el caos de un conflicto. La imposible extensión del túnel interior que recorría el Buque Aqueronte de popa a proa se encontraba sumida en el caos. Los muertos aullaban e irradiaban su furia en un aura verde malsano que iluminaba la espectacular galería como un sol venenoso. A pesar de que, a través del portal que conectaba el crucero estelar con el mundo de los vivos, los muertos seguían acudiendo a millares, las filas de almas de camino al Hades estaban detenidas, incapacitadas para alcanzar la última morada. A través de la infinita distancia de vacío estelar, Cerbero exhalaba constantes rugidos de furia que reverberaban en la inmensa galería mezclándose con los aterradores chillidos de los muertos.

Caronte observaba la escena con su rostro eternamente circunspecto.

Pero en su interior ardía la llama de las Furias.

Todo ese desastre por una sola alma. Una sola alma que se encontraba detenida en el interior del flujo plasmático, negándose a avanzar y exigiendo la presencia de un funcionario infernal.

El barquero se pasó la pelada mano por la aún más pelada frente y se golpeó tres veces, con un cómico soniquete hueco nada apropiado para su estado de ánimo.

Aquel beligerante finado quería revisar su caso. Según él, había un error burocrático.

 

III

Buque estelar Aqueronte – Sala de Mando

—¡¡¡PERO CÓMO COÑO HA PODIDO PASAR ALGO ASÍ!!!

El joven funcionario se pasó una mano escamosa por su reptiliano cráneo. Estaba muerto de miedo, pero no se le ocurrió qué decir. En un gesto muy propio de su profesión, se encogió de hombros.

Un instante después, la abigarrada sala de mando —plagada de diales luminosos, rotatorios sillones de fino hueso y, ante todo, sudorosos tripulantes ajetreados— desapareció bajo sus pies. Aulló de terror. Estaba en una olla de aceite hirviendo.

En el interior de la sala de mando, Caronte derribó una consola, que estalló en un chisporroteo de luces sobre el liso suelo de lápidas. Ninguno de los allí presentes abrió la boca. Siguieron encogidos sobre sus asientos. En sus mentes se dibujaba la misma idea: seguro que El Barquero no había mandado a su compañero a un sitio agradable.

A pársecs-luz de allí, los aullidos del pobre diablo confirmaban ese pensamiento.

Caronte inclinó la cabeza y se frotó su inexistente ceño con fruición.

—A ver, vamos a ver, calmémonos —se quedó un instante en silencio. La tensión en la sala era casi visible—. Bien, póngame en contacto con la Olympia.

Desde lo de Orfeo y Eurídice no había tenido un follón así. Y estaba furioso. Estaba hecho una hidra. Estaba tan increíblemente colérico que las monedas de sus cuencas comenzaron a brillar y humear, calientes al rojo vivo.

La Olimpya estaba vacía. Sólo un triste y obeso fauno, armado con una escoba en pésimo estado, se encontraba barriendo las losas de mármol de los vestigios del último banquete.

—Pero, ¿adónde han ido todos?

El fauno se encogió de hombros.

Caronte pensó que si volvía a ver ese gesto otra vez el responsable se comería un nido de serpientes.

—No lo sé, maestro —el fauno miró de un lado a otro. Luego volvió su barbudo rostro y aseveró con estupidez—. Aquí no hay nadie.

Un puño esquelético traspasó eones de espacio-tiempo y se incrustó en el holograma tridimensional. El fauno salió despedido contra las enormes columnatas del palacio. Sus cuernos se habían desgajado del cráneo, y yacían en el suelo, con dos sanguinolentos colgajos de cuero cabelludo.

Caronte segó el aire con el puño destructor, extendido ahora en una palma.

El holograma se desvaneció.

Se oyó un trompeteo. Uno de los oficiales del Aqueronte había aliviado la tensión por el lugar más cómodo.

—Pónganme de nuevo con las Parcas. Inmediatamente. Y usted —un índice huesudo señaló al culpable de haberse aliviado—. Elija, o se suicida o me ocupo yo.

Inmediatamente, el aludido incrustó su cráneo en el panel de mandos.

Las luces de la estancia oscilaron, amenazaron con apagarse y luego se restablecieron.

Caronte, atónito, observó cómo las piernas del recién suicida se agitaban en espasmos furibundos, su cabeza oculta entre un mar de chispas y madejas de cables rotos.

Y, qué iba a decir. La culpa de eso era sólo suya.

Tras unos instantes de desconcertado pánico, sus subordinados cumplieron la orden.

 

IV

—Te he dicho ya seilmilquienientastreintaysiete veces que sí —la vieja rezongó, agitando las sierpes de su cabello. Con un hábil gesto, lanzó el ojo que sostenía. con ambas manos, sobre su frente a otra consumida anciana de horrísona cabellera que portaba unas doradas tijeras. La anciana lo recibió con la misma habilidad natural—. Atropos, habla tú con este pesado, que tengo mucho hilo que revisar.

—A ver, Caronte, cariño... Sólo nos llamas por interés —la vieja guiñó el ojo con una contracción de sus dedos, en un gesto zalamero— Se te ve lozano. Como en tus viejos tiempos.

Caronte pasó por alto el comentario.

—Entonces ¿es correcto? ¿No hay ningún error?

Átropos suspiró.

—¡Láquesis!

Su hermana contestó en un farfulleo rencoroso.

—Ya le he dicho seismilquinientastreintayocho veces que sí.

Átropos cabeceó dos veces en dirección a su hermana, aunque su pupila seguía fija en el rostro de Caronte. Con las manos firmemente aferradas a sus preciadas posesiones —ojo y tijeras—, Átropos se encogió de hombros.

—Lo siento, cariño. Pero no te vayas aún; Cloto te quiere dar un rec…

Caronte volvió a asesinar el holograma, desgarrándolo de un manotazo en jirones de imágenes en movimiento. En su mente sólo podía ver la inevitable secuencia de encogimientos de hombre, diciéndole a él, al responsable de gestionar el paso entre ambos mundos: “Eh, a mí no me mires, yo ni idea del tema”.

—Convoquen al interfecto.

Un murmullo de apagado desconcierto se extendió entre los oficiales de la sala de mando.

Caronte hizo un esfuerzo por no hacer una masacre.

—Al finado, al alma en pena, ¡¡¡AL PUTO MUERTO QUE NOS ESTÁ JODIENDO EL DÍA!!!

El murmullo se extinguió en chirrido ratonil y, fugaz, se desvaneció.

 

V

— ¡Pues no pienso aceptarlo! De ninguna manera, ¡vamos hombre! Es lo que faltaba…

Caronte se conminó a la calma. Al fin y al cabo, ése era su trabajo. Una cosa era con los peleles a los que mandaba. Y otra muy distinta con un muerto. Un muerto que, por añadidura, llevaba razón en su queja.

Empleó el tono más lisonjero del que sus podridas cuerdas vocales podían servirse.

—Compréndame, señor, que no podemos hacer más. Le prometemos una estancia infinitamente en el más allá e incluso Afrodita está dispuesta a pasarse una noche con…

No funcionó. Por muchas mentiras que Caronte contara —a saber lo que diría Afrodita de escuchar cómo había ofrecido su divino cuerpo a un mortal; un mortal muerto, para más escarnio—, aquel tozudo finado no le iba a dar el gusto de darse por contento.

Y es que, aunque le dolía reconocerlo completamente, tenía toda la razón.

No debía estar allí.

 

VI

Su nombre era Hesíodopo, hijo de Peraibos, sobrino segundo de Asceplo, el ancestro más ilustre de la familia por haber sido uno de los tropecientos mil teucros en caer bajo la cólera de Aquiles tras la muerte de Patroclo, su amado y amante primo.

Pero eso sí, Hesíodopo gritaba muy alto el nombre de Asceplo, como si recordar al pobre recluta troyano fuera una especie de invocación deífica. Lo cierto es que poco importaba la relativa humildad del panteón familiar de Hesíodopo. Lo que importaba es que su demanda era pertinente. Las hilanderas lo habían comprobado. Su hilo aún estaba intacto en el ovillo. A Hesíodopo aún no le había llegado el momento de estirar su insignificante pata. Legalmente, debería seguir vivo.

Entonces, ¿qué hacía allí?

 

VII

Mientras la saliva ectoplásmica del ofendido e injustamente muerto troyano le rodaba por los maxilares, Caronte se seguía haciendo esa pregunta. ¿Qué hacía allí, por Hades qué diablos hacía allí?

Lo cierto es que se había quedado sin ideas. Había contactado con todas las naves y había sondeado toda la Tierra y los confines intergalácticos en busca del carácterístico frente holístico de probabilidad que sólo se ajustaba a la existencia divina. Pero no había encontrado nada.

Y la situación era ya insostenible. Un grupo innumerable había saltado al Hades sin orden y concierto y se encontraban saqueando el infierno, aprovechando su masa humana para domeñar a Cerbero. Y es que varios cientos de manos haciendo cosquillas en la barriga, si uno es un perro (aún infernal), son una fuerza irresistible.

Pero lo peor era los saltos hacia atrás, hacia la vida. Los funerales de Atenas se estaban convirtiendo en un caos y nuevas muertes por infarto se estaban produciendo con las resurrecciones de los supuestamente ya finados. Gritos inhumanos en las piras ceremoniales o cuerpos que, de camino a las embreadas montañas de madera, recobraban el hálito de la existencia, entre el aterrado impacto de los asistentes, estaban extendiéndose como una plaga por toda Grecia.

Aquello no podía seguir así. Y Caronte era el único que podía acabar con el dislate.

Estaba sólo y tenía que decidir.

¿Pero qué decidir?

¿Qué decid…

Las pantallas holográficas se encendieron de súbito. En cada una de ellas, brillaba con su propia aura el rostro de uno de los dioses. Justo frente a él, flotando en una ilusoria exhibición de repostería, se encontraba un enorme pastel de cumpleaños, infinitamente preñado de millardos de velas que parecían anaranjadas estrellas sobre un cielo de crema.

Los dioses de las pantallas tronaron al unísono.

—¡SORPRESA!

Frío por dentro como un carámbano, los ojos acuñados del Barquero recorrieron a la divina y sonriente concurrencia.

—Entonces todo…

— ¡UNA BROMA! —replicó el atronador bullicio—.¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS, BARQUERO!!

Caronte no dijo nada.

A su espalda se produjo un estallido de luz, seguido de un chisporroteo eléctrico y de una conmoción de gritos falsamente asombrados.

Una enorme manaza se posó sobre sus enclenques clavículas.

—Felicidades, hijo de Nix —la mano le dio un fuerte empellón en la espalda que casi le descolocó el esqueleto—. Disfruta de tu sopresa, JUA, JUA.

Y así, entre atronadoras carcajadas falsamente coreadas por sus hijos e hijas del Olimpo, Hesíodopo, hijo de Peraibos, sobrino de Asceplo, mostró su verdadero rostro.

La divina faz del mayor de los dioses: Zeus, el amo del rayo.

Pero en la hueca calavera de Caronte, unas nubes de tormenta que ni siquiera el todopoderoso dios podía controlar, se estaban acumulando.

Y ya chisporroteaban una justa venganza.

 

IX

Le Grand Finale

Buque estelar Aqueronte - Hangar B de estribor (otra vez)

—Maestro, por favor, no lo haga.

Había sido fácil, sencillísimo. Y los muy imbéciles le habían dado la excusa perfecta con uno de sus regalos, una nueva remesa de ánforas del vino del sueño que Dionisio tan a bien tenía a cultivar en sus ubérrimos viñedos.

La venganza se tramó sola.

Caronte pasó el mal trago de llamar a Las Parcas y fingir interés por Láquesis y sus hermanas, con las cuales en una ocasión (mejor dicho, en una borracha ocasión) había “gozado” de una salvaje orgía en cuarteto.

Una vez estuvieron borrachas y sus ronquidos compitieron entre sí por ver quien se asemejaba más al gruñido porcino, Caronte comenzó a rebuscar en sus madejas.

Y, cuando ya desesperaba, lo encontró. Estaba descuidadamente guardado entre los divinos hilos dorados de los dioses. Caronte lo tomó con reverencia y se lo acercó a sus ojos-moneda para contemplarlo bien.

Y ahí casi naufraga su perfectamente maquinado plan.

La razón, pues que era demasiado hermoso.

Trenzado con hilo de luz de cada uno de los colores imaginables —muchos más de los que los débiles ojos mortales podrían jactarse en apreciar— se enhebraba la absoluta completitud de toda la existencia. Fascinado, Caronte adivinó en su urdidumbre, en la más ínfima fibra de su hechura, un sin fin de nacimientos y muertes; de serenas emociones y desbocados ataques de pasión; de vidas ejemplares y execrables excreciones de villanía que mal pudieran llamarse humanas. O divinas.

Abandonando su arrobo, Caronte se dirigió al Aqueronte con su recién adquirido trofeo y un pequeño hurto fundamental para poner la guinda a su plan: las doradas tijeras de Átropos.

A través de los modernos sistemas de comunicación espacio-tiempo que portaba el buque estelar, tenso-rayó un mensaje a todas las divinidades.

Y, por supuesto, raudos y veloces, los burlones dioses acudieron en manadas asustadas, convencidos de que el Barquero había perdido, finalmente, la cabeza.

Y allí se encontraban ahora, mudos y apiñados todos y cada uno, salvo el valiente Hefesto, contra el fondo del mamparo, aterrorizados de pensar que su existencia pendía, y no era un juego de palabras, de un simple hilo.

Pues nada más los separaba de la muerte. Un hilo y un tijeretazo.

La escena cobró movimiento, con Zeus un paso adelantado de las apretadas líneas de deidades a las que Hefesto, tras su fallida pero meritoria tentativa de arreglar el asunto, se había unido, recogiendo antes su caído martillo.

Recuperando el habla, el mayor de los Olímpicos por fin se acordó de su rango.

— ¡Barquero, te conmino a…

—Zeus, cierra el pico.

El graznido cascado enmudeció la voz del primero de los dioses. El resto de pálidos (y divinos) espectadores aguardaba, tácitamente regocijados de ver que a papá le habían cerrado el pico.

El agraviado recuperó la compostura.

— ¡Barquero, suelta esas tijeras o…

—¿Zeus?

De nuevo, el señor del Olimpo perdió su entusiasmo. Las tijeras se habían cerrado aún más sobre la fuente del terror que envolvía la atestada estancia.

Caronte habló una vez más.

—¡Jódete!

Las tijeras cortaron el hilo.

Y entonces el todo se hizo nada.

Todo dolor, toda alegría, todo burdo sentimiento, toda obra humana natural o divina, se condensó en una esfera hiper-densa de energía que los científicos de nuestro universo aún dudan de si sería mayor que una pelota de golf.

Y luego estalló, llevándose las maravillas de los Olímpicos consigo y convirtiendo, gracias al rencor de un Barquero, a sus divinidades en breves relatos de poder de los hombres que, con el tiempo, fueron relegadas a meras ficciones.

Y todo por un tijeretazo.

C´est la vie

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Darkus
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Poblador desde: 01/08/2009
Puntos: 759

Un relato cojonudo.

Sobre todo, muy diferente, original a más no poder, y con más de un parrafo con el que es imposible no sonreír al leerlo. Una vuelta de tuerca divertidisima, y con mucha mala leche, a los dioses olimpicos y al buen Barquero.

Además, la historia éstá repleta de simpatiquisimos detalles como las monedas-ojo o el fauno de pobre destino.

Lo dicho, un relato genial. Y con un final... Menudo final, si señor.

 

"Si no sangras, no hay gloria"

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Manheor
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Poblador desde: 30/04/2009
Puntos: 1919

Es uno de mis favoritos en tono jocoso-surreal-poético que he escrito.

Habrá más en esta línea, que me parece terreno a explotar entre tantas oscuridades.

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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