La línea

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Un relato de Odin

 

No, no está encantado. Está maldito. Un bosque encantado es un bosque donde hay hadas, duendes y gnomos. Es un bosque donde los niños pueden dormir, y soñar con los cuentos que les susurran los árboles mientras descansan, donde las historias tienen final feliz, donde la oscuridad no es una amenaza constante, ni el miedo la única forma de sobrevivir. Santiago lo sabe bien, porque por él, por su causa, está maldito.

Desde pequeño tuvo la virtud de poder sentirles. De saber dónde estaban. Y sabía que en el bosque estaba la línea. Sentía que allí estaban, separados, ambos bandos, en un perfecto equilibrio, esperando con la paciencia que otorga la eternidad a que alguien desequilibrara la balanza. Por eso se instalaron, él y su mujer, justo en aquel pueblo.

Para vigilar que nadie perturbase el equilibrio.

Pero no había nadie que le vigilara a él. Nadie que evitara que cometiese el error de dejarse llevar por la rabia, la ira y el dolor. Nadie a su lado que le consolase cuando el mundo que había forjado explotó con solo cinco palabras: El niño no es tuyo. Y ni las lágrimas de su mujer, ni las palabras a modo de disculpa que trató de articular entre sollozos, pudieron mitigar y hacer callar a la voz que dentro de su cabeza trataba de hacerse oír por encima de la realidad, y que repetía la misma letanía, una y otra vez, una y otra vez: Eres una mentirosa. Mentirosa. Mentirosa.

Unos minutos después, no recordaría cómo llegó aquel cuchillo a sus manos, pero sí cómo terminaba gracias a él con la vida de su mujer. Y las lágrimas inundaron su rostro, la pena le desgarró el alma, y el miedo se apoderó de él.

Tenía que deshacerse del cuerpo.

De madrugada, entró en el bosque y se internó en su corazón, cargado con el cuerpo muerto de su mujer, y el peso extra de la culpa, sabedor de que este último iba a convertirse en una carga eterna. Una carga mucho más pesada que el cadáver que portaba ahora al hombro. Enterró el cuerpo en un claro, cerca de la línea, que poco importaba ya. La ansiedad no le permitía pensar. Incluso cuando esta se convirtió en algo demasiado brillante, casi visible para el resto de seres humanos, y ellos comenzaron a reírse, casi a carcajearse, celebrando por fin la victoria de uno de los bandos y con ello, la ruptura del equilibrio, él continuó con su penoso trabajo, marchándose después, cabizbajo, sin fuerzas siquiera para prestar atención a unos cambios en el bosque, que solo él habría podido apreciar.

Por la mañana recogió sus cosas y se marchó, dejando al pueblo sumido en una aparente normalidad diurna, sin saber que las noches jamás serían como antes.

Poco tardaron en hacerse notar. Empezó con el sonido de pequeñas ramas que se rompían, leves ruidos que perturbaban unas noches que hasta ahora siempre habían sido tranquilas, solo trastornadas con el canto de algún grillo despistado, y continuaron con pequeños pasos, suaves, como si alguien se dedicase a patrullar con sigilo alrededor del pueblo. Fue ya por la cuarta noche cuando los tímidos pasos se convirtieron en auténticas cabalgatas, no ya alrededor del pueblo, sino a través de él. Empezó a cundir el nerviosismo entre muchos de sus habitantes, pero la cordura se impuso, haciéndoles ver que lo que temían no era real… a pesar de que un par de noches después, empezasen a aparecer pequeñas luces en el interior del bosque.

Y después, las desapariciones.

Primero, dos niños que, jugando y desoyendo las advertencias de sus padres, se internaron en él para no regresar jamás. Después la madre de uno de ellos que, en un ataque de locura nocturno, entró en el bosque creyendo escuchar la risa de su hijo. La risa de un hijo que se iba alejando de ella según se acercaba al mismo centro de la vegetación. A las luces y fuegos fatuos. A la línea y a la tumba, ahora abierta y vacía, de la mujer asesinada.

Con semejante panorama, los habitantes del pueblo, encabezados por el alcalde, decidieron organizar una batida formada por varios hombres que jamás regresó. Y fue aquella noche, después de la batida fallida, cuando el pueblo se vio envuelto en un juego de luces y sombras, de risas, llantos, gritos, y caras desaparecidas, que terminó con toda vida dentro de él.

Mientras tanto, Santiago luchaba contra su miedo, su dolor, su pena, y sus pesadillas. Pesadillas que cada vez eran más realistas. Pesadillas que cada vez eran más comunes. Y, sobre todo, pesadillas que amenazaban con terminar con la poca cordura que le quedaba. Si bien al principio no dejaron de ser pequeños sueños incómodos, quizá más bien leves sensaciones, de pasos en un bosque, de ramas que crujían, y de fuegos fatuos, terminaron por convertirse en una vorágine de constantes flashbacks, de olor a sangre, de gritos, de sudor, de violencia y de miedo. De mucho miedo. Últimamente soñaba con su mujer. Con la cara de una mujer que ya no reconocía, descompuesta y roída por los gusanos, empeñada en no dejarle dormir y en atormentar sus noches con unas palabras que le dolían en el alma más que veinte puñaladas en el corazón: “El hijo no es tuyo”. “El hijo, no es tuyo, ¿me oyes? No-es-tu-yo.”

Otras veces, soñaba con dos críos. Dos niños que se aparecían en su habitación, de espaldas a él, para después girarse y mirarle llorando, con unos ojos que derramaban lágrimas de sangre, y unos dedos amoratados y sin uñas, que le señalaban recordándole su pecado. “Por tu culpa”, decían al unísono.

Llevaba ya tres días sin dormir. Las manos le temblaban, el café se había convertido en su mejor amigo, y el tabaco en su único amante, cuando lo vio en las noticias: Pueblo entero desaparecido. Derramó el café y no pudo seguir leyendo. Estalló en un grito brutal, acompañado de un torrente de lágrimas saladas que terminaron de expulsar y vivificar todo el dolor que llevaba dentro. Tiró el periódico al suelo, estrelló la taza contra la pared y volcó la mesa mientras trataba de respirar un aire que se había tornado demasiado espeso. Que casi le quemaba en los pulmones.

¿Qué he hecho?

Tenía que restituir el equilibrio y no tardó en comprender cómo. Con un brillo de locura en los ojos, entró en el baño y se afeitó frente al espejo antes de enfrentarse a un destino que le había dado la espalda. Las luces parpadearon, pero hizo caso omiso. Terminó de afeitarse y se secó la cara. Por detrás, le pareció atisbar un movimiento, mientras un fuerte olor a pino inundó sus fosas nasales. Alguien había pasado cerca de la puerta del baño, entrado en su dormitorio y encendido la luz de la mesilla. Era una mujer, y estaba sentada en la cama. ¿Es posible que las pesadillas se hubiesen convertido en algo real? Alzó la cabeza. Sí. Las pesadillas eran reales. Era su mujer, y estaba tal y cómo aparecía en su sueño, con la cara completamente demacrada, roída por los agentes del bosque, con barro en el pelo y la ropa, y restos de ramas y hojas secas por todo el cuerpo. Le sonrió a través de unos labios morados y agrietados que mostraron unos dientes negros y sucios que nada se parecían a la dentadura casi perfecta que había tenido en vida. El miedo le paralizó. Ella se levantó, y se le acercó.

—El niño no es tuyo. El niño que has matado cuando apuñalaste mi vientre, no era tuyo —le decía con voz pastosa, mientras se le acercaba.

Un paso, otro paso. Otro más. Santiago sentía cómo el corazón se le desbocaba. Tenía que moverse, y salir corriendo. Tenía que huir, y poner fin a toda esta locura. Por fin, consiguió que sus piernas le obedeciesen, y huyó cerrando la puerta de la habitación a su espalda. El ser en que se había convertido su mujer comenzó a golpear la puerta con una rabia incontrolada. No podía perder el tiempo. Corrió hacia la puerta de salida, mientras escuchaba las voces de dos niños en el salón. No quería girarse y mirar. No quería hacerlo… pero lo hizo. Y allí estaban, los dos críos, llorando lágrimas de sangre, caminando hacia él con el dedo estirado, señalándole cómo único culpable de todo los males pasados, presentes y futuros que tuvieron, tienen y tendrían como protagonista al bosque. Se marchó de aquella casa cerrando la puerta de un portazo.

Cogió el coche, y se marchó al pueblo. Era un pueblo fantasma, completamente desierto. Quiso entrar en su antigua casa, pero no tuvo valor. Se acercaba el momento, y no quería encontrarse con alguna otra sorpresa tipo lo que se había encontrado en su apartamento. Notó pasos detrás de él. No, no, no, otra vez no. Pero otra vez, sí. La pesadilla había terminado de convertirse en realidad. Detrás de él estaba el alcalde, muerto, mirándole.

—Tu hijo, era mío. El hijo que mataste era mío.

Santiago quiso responder, llorar, gritar, todo a la vez, pero no tuvo tiempo.

—Mira lo que has hecho —dijo una mujer saliendo de una de las casas, observándole fijamente con unas cuencas tan vacías como sentía él ahora mismo su propia alma.

Poco a poco, las puertas de las casas fueron abriéndose, dejándole ver en lo que se había convertido la antigua vida del pueblo. Sus antiguos vecinos, compañeros y amigos durante los últimos años, estaban demacrados, muertos… malditos, convertidos en toda suerte de entes que representaban la sombra de lo que fueron en vida. Y le reclamaban a él. Reclamaban el cuerpo y el espíritu de quien les había condenado para toda la eternidad.

No podía perder más el tiempo. Corrió hacia el bosque y se detuvo justo en el lugar donde estaba la línea. Miró a su alrededor y vio la tumba abierta de su mujer asesinada. Sacó un cuchillo. Sabía lo que tenía que hacer. La línea necesitaba justicia. Ojo por ojo, para restituir un equilibrio roto por la rabia, el odio, la locura y los celos.

Entregó entre lágrimas su vida y su sangre a un bosque, por el que semanas antes había velado, con los únicos testigos mudos de los habitantes muertos del pueblo, que ahora, por fin, conseguirían descansar en paz.

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Maundevar
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Poblador desde: 12/12/2010
Puntos: 2089

Es una historia común la del bosque (naturaleza) que atrae a los habitantes de un pueblo (hombre), pero hay que reconocer que llevas bien el relato. Se lee de forma fluida, y reconozco que las escenas de terror son sugerentes.
El momento en el que Santiago sale del baño, ve a su mujer muerta y ésta se acerca, me recuerda mucho a una escena de “The Ring”. Interesante y sugestivo.
Lo único que se me hace raro es que el hijo sea del alcalde. Si la mujer desaparece, y el marido decide al poco de esa desaparición, marcharse del pueblo, puedo entender que el resto de habitantes no pregunten demasiado ni duden en exceso del marido, pero el alcalde, que era su amante y, por tanto la quería, ¿no indaga? ¿no intenta interrogar al marido?
No sé, me habría gustado que el hijo hubiera formado parte de la mística o magia del bosque, algo raro, algo que provocara que al suicidarse en la línea, justo antes de morir pensando que con ello volvería el equilibrio, se descubriese para Santiago y para el lector el verdadero significado del cambio del bosque y que el motivo de todo ello, va mucho más allá... Dejaría un regusto interesante una sorpresa al final del relato.
Pero vamos, que me parece un buen relato. Enhorabuena.

 

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Aldous Jander
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Poblador desde: 05/05/2011
Puntos: 2167

Me ha gustado bastante; el ritmo es fluído y la atmósfera está muy lograda. Enhorabuena .

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L. G. Morgan
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Poblador desde: 02/08/2010
Puntos: 2674

Enhorabuena Odín, muy buen relato. Coincido con Maundevar en algunos puntos: la historia es "clásica", pero creo que le das un punto nuevo con lo del equilibrio. En mi opinión muy buena idea esto de la línea,  la noción de que hay bueno y malo, luz y oscuridad... y de que las cosas se descontrolan cuando se infringe esa ley del equilibrio. Buenas escenas de horror, con el punto justo de macabro para inquietar y a la vez hacerlas creíbles.

En el otro lado (x el equilibrio, ya sabes XD) me parece que te sobran algunas comas pero en general lo veo muy limpio. Y tampoco me gusta la idea de que sea el alcalde el padre de su hijo, pero por una razón personal (y algo rarilla, lo admito), ¿precisamente el alcalde? ¿no había otro? Es que me suena un poco tópico, como a Fuenteovejuna, eso de alcalde.

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Odin
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Poblador desde: 26/01/2009
Puntos: 2634

Gracias a todos por los comentarios. Lo del alcalde, pues bueno, fue lo primero que me vino a la cabeza. Quiero decir... que no tiene más incidencia en el relato, ni va más allá. Habría dado lo mismo que hubiese puesto el vecino de al lado. De todas maneras, sí que tenéis razón en que quizás debería ser más cuidadoso en ese punto. Todo es importante en un relato corto, e igual tendría que haber cuidado eso.

En lo que concierne a las comas, pues sí. Pero es que son mi lacra, xD. Cagontó, :p Siempre me pasa lo mismo. Las pongo en exceso. Y la verdad, no se me ocurre cómo ir solucionandolo (Aunque os prometo que me esfuerzo).

Y lo de que el crío pudiese tener más protagonismo en el relato, para darle un poco de mal rollo, me parece una idea de puta madre.

Mil gracias a todos. En breve... "La línea 2.0", :p

Aun aprendo...

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Félix Royo
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Poblador desde: 26/01/2009
Puntos: 11174

El ritmo es fluído, casi vertiginoso en los momentos de mayor acción, lo cual es muy loable. Lo del alcalde también me rechinó a mí porque pensé: Ya está, ahora es cuando salen varios muertos del pueblo y dicen "el hijo es mío", "el hijo es mío" y piensas "o su mujer era muy puta o todo lo tocado por el mal es padre de la criatura".

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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