Los Cristales del Dragón

Imagen de Gandalf

Séptima entrega de la novela de Gandalf Elvián y el dragón

Todos los presentes habían enmudecido. Elvián sostenía la mirada de Golganth, que había dejado la boca abierta por la sorpresa. El dragón se rascó la cabeza pensativamente, intentando buscar las palabras a decir, pero el estupor le impedía pensar con claridad. ¿Simular su muerte? ¿Eso en qué ayudaría a las gentes de Mallowley? ¿En qué le ayudaría a él mismo? Cuando finalmente se lo preguntó, el príncipe sonrió con confianza.

—Es muy sencillo —dijo—. Rufus desea tu muerte, parece que es algo vital en sus planes. Si él piensa que has muerto, es posible que se quite su disfraz y nos revele su verdadera naturaleza.

—Sí, ahora lo veo claro —replicó Golganth—. Eres muy astuto, ¿lo sabías? Sólo le veo un problema a tu plan. Si Rufus se muestra realmente como es, es posible que los aldeanos corran peligro.

—Ya había pensado en eso —dijo Elvián—. Podrías quedarte cerca de la entrada de la caverna, y atacar a Rufus en el momento en que se transforme. Para no levantar sospechas, sería buena idea simular que estamos luchando.

—Sí, me gusta tu plan —dijo Golganth—. Y también estaría bien manchar tu espada con mi sangre. Para eso tendrás que hacerme un buen tajo en el vientre.

Todos se quedaron mirando al dragón, sorprendidos, mientras él dibujaba en sus fauces algo parecido a una sonrisa.

—Pero yo no puedo obrar de ese modo —tartamudeó Elvián—. ¿Un tajo en el vientre de un dragón no es una herida fatal?

—No te preocupes por eso —repuso Golganth—. Conozco un lugar donde puedo sanar mis heridas, aunque esté moribundo. No está lejos. Sólo allí permitiré que el filo de tu espada atraviese mi carne. ¿Qué tal si nos ponemos en marcha?

—Espera, aún no tengo claro tu plan —dijo Elvián—. Aunque lo que digas sea cierto, dudo mucho que una simple espada como la mía sea capaz de inferir daño alguno en una bestia tan formidable como tú.

—Pero el caso es que la tuya no es una simple espada —dijo Golganth—. Es una espada mágica. Desde aquí puedo oler el acero de los enanos y la magia élfica. No hay armas mágicas más poderosas que las fabricadas por medio de la colaboración de elfos y enanos. ¡No perdamos más tiempo!

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó la chica que se había enfrentado a Elvián—. Me gustaría ver ese lugar a mí también.

—Desde luego que sí, mi dulce Steff —respondió Golganth—. ¡En marcha!

El dragón se dirigió a un pasillo ancho, en el lado opuesto por el que había llegado Elvián, y comenzó a caminar, seguido de cerca por sus dos acompañantes. El gigantesco reptil andaba más despacio, pero sus robustas patas abarcaban más espacio, así que más o menos avanzaban al mismo ritmo. Los pasos de Golganth resonaban como cañones en el campo de batalla. Elvián y Steff le seguían algo más rezagados, caminado el uno al lado del otro. De vez en cuando, la muchacha clavaba sus ojos en el rostro del príncipe, y éste no era ajeno a las miradas furtivas de ella. La chica se rascó con nerviosismo la coronilla y, antes de ponerse a hablar, tosió con delicadeza para llamar la atención de su compañero.

—Oye, Elvián —dijo—. Quería pedirte disculpas por mi comportamiento de antes. Creo que fui injusta contigo.

—No tienes por qué disculparte —respondió el infante, sonriente.

—Sí, tengo que hacerlo —replicó Steff—. Atacaste a Golganth porque pensabas que era un dragón maligno, y cualquiera en tu situación habría pensado lo mismo. Solo actuabas impulsado por motivos honorables, aunque fuesen erróneos. Yo, en cambio, te estuve tratando con desprecio, incluso cuando te ofreciste a ayudar. Te pido perdón por ello.

—Y yo acepto tus disculpas —dijo Elvián—. Tu actitud fue muy normal, solo te preocupabas por aquel que veló por vuestra seguridad durante todos estos años.

De pronto, el dragón detuvo su avance y se giró hacia el príncipe y la muchacha.

—Atención, hemos llegado —dijo.

Cuando entraron en la nueva estancia, Elvián y Steff se quedaron boquiabiertos y maravillados. Miles de cristales verdes, azules y rojos surgían del suelo, paredes y techo. Pero lo más asombroso de todo es que los cristales cambiaban de color aleatoriamente, y destellos de luz manaban de ellos e iluminaban los rostros de los presentes. Golganth agarró uno y lo arrancó del suelo para mostrárselo a sus compañeros.

—Es… es precioso —murmuró Steff mientras pasaba los dedos por su superficie.

—Sí, lo es —admitió Golganth, y miró a Elvián—. Tú eres un príncipe, así que supongo que has tenido una formación ejemplar y has estudiado cosas como esta. Dime, ¿sabes qué es esto?

—Creo que sí —dijo Elvián—. Nunca he visto uno real, pero creo que es un Cristal del Dragón. Neptar los fabricó para sanar las heridas de los dragones, incluso aquellas mortales de necesidad. He visto ilustraciones de ellos en mis libros de texto.

—Muy bien —dijo Golganth—, veo que te has aplicado en tus clases. Efectivamente, esto es un Cristal del Dragón, y es lo que usaré para recuperarme después de que me rajes la barriga. Adelante, estoy listo, desenvaina tu espada.

El príncipe  dudó durante un instante. No quería hacer daño al dragón, aunque sabía que con la ayuda del cristal se curaría en seguida. Después agarró la empuñadura de la tizona y tiró con fuerza. La hoja cedió sin esfuerzo y rápidamente estuvo liberada de la vaina. Golganth tragó saliva y se irguió sobra las patas traseras y mostró su abdomen desnudo. Elvián se acercó lentamente y estiró la cabeza hacia arriba para contemplar la cabeza del dragón, que cerraba con fuerza los ojos y apretaba las mandíbulas. El vientre estaba bastante alto, pero con un buen salto lo podrá alcanzar. Suspiró, agarró la espada con ambas manos y atacó.

El filo atravesó fácilmente la carne e hizo un corte hacia abajo. Golganth rugió de dolor, obligando a Steff a taparse los oídos. Elvián no podía hacerlo, por lo que recibió toda la fuerza del grito del dragón. Cuando aterrizó en el suelo todavía resonaba en sus tímpanos el aullido de la bestia, quien rápidamente introdujo el cristal en la herida abierta. Éste se deshizo dentro y una luz verdosa cubrió toda la herida. Cuando el resplandor se desvaneció, estaba sanada. Golganth jadeó unos instantes mientras se acariciaba la panza.

—Diablos, eso duele —gruñó—. No es una experiencia agradable, pero ya es cosa del pasado. Y lo más importante es que la espada está bañada en sangre.

—Sí, nos ha salido bien —dijo Elvián—, pero no me gustaría tener que repetirlo.

El príncipe se rascó el interior de los oídos para atenuar el pitido que todavía resonaba en sus adentros y se dispuso a introducir la espada en la funda.

—Detente, insensato —dijo de repente el dragón—. Ni se te ocurra envainar la espada. ¿No te das cuenta de que mancharás la vaina y la espada estará más limpia? A nadie se le ocurriría envainar una espada antes de limpiar la sangre.

—Sí, tienes razón —dijo Elvián—. No sé en qué estaba pensando. Menos mal que me has avisado a tiempo. Ya sabes, la costumbre y eso. Si todo ya está en orden, sería mejor que nos pusiéramos en marcha para completar el resto del plan.

—Quiero ir con vosotros —dijo Steff—, no sé en qué podría ayudar, pero quiero hacerlo. Quiero devolver el favor que nos hizo Golganth.

—Eso no puede ser, mi dulce Steff —dijo el dragón—. Es demasiado peligroso. ¿Quién sabe de los poderes que puede poseer ese maldito Rufus? ¿De las maldades que es capaz de cometer? No, Steff, lo siento, pero no puedes venir con nosotros. No me perdonaría si te ocurriese algo.

—Pero yo… —protestó Steff.

—No te preocupes por nada —dijo Elvián—. Te aseguro que el plan funcionará. Rufus mostrará su verdadera forma y Golganth se encargará de él en un santiamén. Todas podréis volver a vuestras vidas. Te acompañaremos hasta la sala del tesoro de Golganth, pero será mejor que te quedes allí con las otras muchachas.

Steff asintió con timidez, y juntos abandonaron la estancia de los Cristales del Dragón. La muchacha se veía abatida, pero no protestó y caminó sin rechistar con los otros. Sin embargo, sus pensamientos estaban en plena ebullición. Ellos no querían que los acompañase, pero ella se las arreglaría para asistir.

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