El ojo del fuego

Imagen de Rapso

Un relato de Raúl Gómez Lozano para Catástrofes naturales

Sus ojos. Eso es lo que los hace diferentes. Están vacíos. Pero no me refiero a que los tengan blancos o especialmente opacos, ni siquiera que sean parecidos a los ojos de los gatos, como suele ocurrir en las películas de terror. Simplemente están vacíos. El resto de su cuerpo, por lo demás, es exactamente igual que antes.

Para cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde. Todos estaban muertos. Bueno, muertos, o lo que fuera que estuviesen. Ahora mismo, uno de ellos yace delante de mí, con una bala atravesándole el cerebro, y sus ojos no han cambiado lo más mínimo. Siguen igual de huecos. Con el olor a pólvora aún en el aire, me derrumbo y lloro como un niño. Y entre las lágrimas se va dibujando con claridad todos los acontecimientos, en una perfecta línea recta, pasando de estar cómodamente sentado en un sencillo sofá a estar llorando en una isla maldita, con una pistola en la mano, un cadáver de algo que había sido un hombre delante de mí y la presencia de algo maligno, algo poderosamente perverso, adueñándose del aire en forma de dióxido de azufre.

***

Todo empezó cuando tenía ocho años. Por aquel entonces mi padre era un reputado arqueólogo que daba clases en la universidad, una especie de Indiana Jones casero. Cierto día llegó a casa victima de una excitación febril. Al parecer, llevaba meses investigando algo sumamente importante y aquel día (aquel fatídico día) había conseguido encontrar lo que buscaba. Decía que era algo que haría cambiar la vida tal y como la conocemos. Algo relacionado con un viaje a Hawai, un volcán y una diosa llamada Pelé. En mis fascinados ojos de niño, veía a mi padre hablando sin coherencia de mil cosas y repitiendo un nombre que yo sólo era capaz de asociar con el fútbol. Una semana después, el arqueólogo Samuel Rodríguez, y David Peña, su ayudante en la facultad, cogían un avión rumbo a Hawai, y mientras mi madre y yo les decíamos adiós a través del cristal de la terminal, también estábamos diciéndole adiós a la vida que habíamos conocido hasta entonces.

Pasaron cuatro días cuando a mi madre se le cayó la cuchara mientras cenábamos, empapando de sopa su pijama de seda. Yo me reí como sólo los niños saben reírse de la torpeza de los demás, pero dejé de hacerlo cuando vi su cara. Blanca como una muerta, las lágrimas nacían en sus ojos y sus labios tiritaban. Seguí la dirección de su mirada hacia el televisor, en el que un presentador informaba de las noticias del día. En la sección internacional se comentaba la sorprendente erupción explosiva del volcán Kilauea. Al parecer, el volcán más grande de Hawai, de actividad continua, acostumbraba a lanzar lava con escasa potencia, lo que permitía su control con relativa facilidad. Pero esa vez, después de doscientos años de cierta calma, el Kilauea había hecho temblar la isla. Las imágenes eran espantosas, las cámaras mostraban humo y lava por todas partes. Las casas ardían, y los habitantes de los poblados cercanos corrían desesperados tratando de ponerse a salvo, generalmente sin suerte. La mayoría de ellos sucumbía y sólo algunos caían para luego volverse a levantar totalmente desorientados.

Mi madre mantenía sus ojos tan abiertos que parecían destinados a salírsele, y yo grabé en mi mente aquellas imágenes. En aquel país al que mi padre había ido sin que nosotros llegáramos a saber del todo el motivo, un volcán enfurecido escupía fuego y gas con rabiosa eficacia, eliminando bosques, construcciones y seres humanos. Y aunque pareciera una locura, hubiese jurado que entre todo aquel humo se formó con bastante claridad la imagen de una mujer que me observaba. Sí, a través de las cámaras, una espantosa mujer de humo de 20 metro de alto, me miraba a mí con unos ojos vacíos y cargados de furia.

Dos semanas después, cuando la esperanza de volver a ver a mi padre luchaba a muerte contra la desesperación, alguien introdujo la llave en la cerradura de casa y entró. Mi madre se lanzó a abrazar a su marido mientras las lágrimas aparecían por sus ojos. Pero la reacción de mi padre no fue la que ella esperaba. Con el rostro propio de aquel que lleva días sin dormir, no hacía más que mirar de un lado a otro de la estancia y voltearse precipitadamente, como si alguien le persiguiera.

—Sam...

La voz de mi madre pareció sacarle del trance en el que estaba. La miró como si estuviera en un sueño y de debajo de su chaqueta sacó una pequeña caja, similar a la que se usa para guardar anillos.

—No puedo confiar en nadie, Sonia. En nadie. Lo siento mucho, pero no sabía dónde ir, y esto es más grande que nosotros.

—Sam, ¿Qué estás diciendo? ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¡Me estás asustando!

Yo me mantuve en silencio, pero atento a cada movimiento, a cada gesto. Mi padre pareció no escuchar nada.

—Ten, guarda esto. Escóndelo, y no se lo des a nadie ¡A nadie!

—¡Pero Sam!

—Toma esto también —dijo, mientras introdujo su mano en el bolsillo— es un diario. Está bastante roto, pero te lo explicará todo. Ahora debo irme, pero volveré por vosotros. No  hagáis nada extraño, nada que os haga sospechosos o ella os encontrará, ¡Os encontrará dónde sea que estéis!

Y diciendo aquello, se fue corriendo, bajando los escalones de tres en tres. Mi pobre madre se quedó como una estatua en el sitio en el que estaba, con la profunda sospecha de haber visto un fantasma. Cerró la puerta lentamente, avanzó como un zombi por el comedor, se derrumbó en el sofá y lloró.

—Ven hijo, —me dijo— abrázame.

Y allí estuvimos, abrazados el uno con el otro durante un tiempo que me pareció eterno, hasta que mi madre reaccionó. Observó sorprendida sus manos, donde tenía una pequeña caja y un diario, como si se preguntara cómo habían llegado allí. Me apartó ligeramente a un lado, dejó el diario en la mesita del comedor y abrió la caja. Dentro, en un recipiente de acero, había una piedra de forma ovalada, muy similar a un huevo. No supe el porqué, pero al verla, noté un inquietante escalofrío subir por mi espalda. Mi madre cerró la cajita, la apartó a un rincón del sofá y cogió el raído diario. Abrió la primera página, y empezó a leer en voz alta. Aunque tuviese ocho años, era su único apoyo, e inconscientemente, creo que hizo aquello para no sentirse sola en todo lo que estaba pasando:

“Empiezo este diario para anotar todos los progresos que haga en una investigación que cambiará el mundo. Mi nombre es Samuel Rodríguez, doctor en Arqueología, catedrático y apasionado de la actividad volcánica. Y en esta investigación demostraré que la mano divina está detrás de todos los actos naturales...”

El mal estado del diario hizo parar a mi madre. Avanzó varias hojas que estaban rotas y continuó más adelante, sólo pudiendo leer trozos sueltos.

“...cuando la tribu de los Hui Malama dejó de sacrificar gente en su honor, el volcán erupcionó, matando a... después de aquello mucha gente ha desaparecido sin conocerse nada de ellos... creo que siguen... ritos... satisfacción de Pelé...”

En ese preciso instante sonó el timbre de la puerta. Mi madre saltó como un resorte deseando volver a encontrar a mi padre. Pero detrás de la puerta se encontró con David, su ayudante.

Entonces fue la primera vez que lo noté, aunque de forma muy vaga. David, el compañero de mi padre, aquel bromista que siempre me traía alguna golosina, estaba distinto. Todo en él era igual, estaba claro que la persona que tenía delante era idéntica al David de siempre, pero había algo que lo hacía diferente.

Mi madre no pareció percatarse del cambio.

—Hola David ¿Qué tal estás?

—Hola Sonia ¿Puedo pasar?

—Sam no está, David.

—Lo sé, de eso quería hablarte.

—¿Ha pasado algo? —La voz de mi madre se tornó temblorosa.

—Por favor, Sonia, ¿puedo pasar y lo comentamos dentro?

—Sí, sí, pasa, pasa.

Debido a su nerviosismo, mi madre se dejó la puerta abierta, pero ni ella ni David se percataron de este detalle. Ambos entraron y David no esperó a que mi madre se sentara para soltar el mazazo.

—Sonia, Sam ha muerto.

—¿Qué? —eso creo que fue lo que dijo mi madre, aunque apenas se oyó un susurro— eso... eso no puede ser. Hace apenas veinte minutos que estaba aquí...

Se lanzó contra un coche hace un momento. Verás, Sonia, siento tener que ser yo el que te diga esto – en realidad, no parecía sentirlo especialmente – pero Sam hacía meses que se había vuelto loco. No hacía más que hablar de sandeces. Su locura estuvo a punto de costarnos la vida a los dos al insistir en quedarnos en Hawai cuando la erupción estaba a punto de acontecer. De regreso, empezó a desvariar y a correr de un lado a otro. Informé de ello a la universidad y lo estuvimos vigilando de cerca. No queríamos que se hiciera ningún daño, y además, su locura suponía una publicidad pésima para nosotros. Vimos que entró en el bloque. Luego salió corriendo directo a la carretera, sin ver el coche que pasaba justo en ese momento. Falleció al instante.

Mi madre, que estaba encajando golpes con la entereza de un boxeador, dijo:

—¿Dónde está ahora? ¡Tengo que verlo!

—Tranquilízate Sonia. Ahora iremos, pero antes necesito algo muy importante. Algo que la policía nos ha pedido para su investigación. Dime, cuando Sam vino aquí, ¿te dejó una caja con una piedra en su interior?

—Sí, pero no entiendo... —era evidente que la tensión que había sufrido mi madre le había hecho olvidar las palabras de mi padre, al tiempo que le hacía vivir en una especie de sueño. David la cortó.

—Es una pieza fundamental para saber por qué Sam actuó así. En serio, la necesitamos.

—Está encima de la mesa, —titubeó ella— justo ahí.

Pero encima de la mesa sólo estaba el diario. Mi madre había dejado la caja en el sofá, y debía de haberse escondido entre los cojines. Me acerqué al sofá para recogerla, y cogí también el diario, por si podía resultar de utilidad. Mi madre insistió:

—Es raro, juraría que lo había dejado encima de la mesa. Es igual, David. Por favor, bajemos, necesito ver a mi marido. Después puedes entrar con la policía y buscar lo que queráis

—¿Me lo estás escondiendo, zorra? ¿Acaso piensas que soy imbécil?

Frené en seco mi carrera en dirección a David..

—Perdona David, ¿qué has...?

David no la dejó acabar. Se abalanzó sobre ella y le rodeó el cuello con las manos, apretando con una furia salvaje que pareció poseerlo de golpe.

—¡Maldita puta! ¿Dónde está el ojo de Pelé? ¡Dámelo o te mato ahora mismo!

Empecé a llorar y a chillar. Quería ayudar a mi madre, pero aquel hombre que tanto se parecía al compañero de mi padre me daba pavor. Entonces David pareció darse cuenta de mí, y vio lo que tenía en mis manos. En un gesto rápido, retorció el cuello de mi madre, que cayó al suelo de golpe y avanzó hacía mí.

—Vamos, Álex, dame esa caja. Te daré un chicle...

Yo no podía parar de gritar.

—¡Cállate y dame eso! ¡Vas a morir como tus padres!

Y se lanzó sobre mi cuerpo paralizado. Como un gato por un ratón agarrado en una trampa. Cuando ya empezaba a notar sus manos en mi cuello oí un golpe, algo parecido a un martillo cayendo sobre una pared hueca. Luego noté sobre mi rostro un liquido algo viscoso con un ligero sabor a metal, y David cayó. Detrás de él, un policia tenía su arma apuntando al aire después del disparo.

Unos minutos después, la policía me acompañaba al exterior con una manta sobre los hombros y la caja y el diario de mi padre en mis manos. De fondo, escuchaba como el cartero relataba de forma heroica que había visto todo a través de la puerta abierta, y que cuando vio arrojarse a aquel hombre sobre la mujer salió corriendo a pedir ayuda, con la enorme suerte de encontrar a dos agentes en la misma entrada del bloque, donde investigaban la muerte de un individuo que había sido atropellado después de que otro lo empujara por detrás nada más verlo salir por el portal.

***

Tuvieron que pasar treinta años hasta que volviera a abrir el diario. En aquel momento estaba sentado en mi estudio, calculando las medidas de un nuevo edificio del centro. Por mucho tiempo que hubo pasado, y pese a haber conseguido rehacer mi vida de forma bastante satisfactoria, no fui capaz de estar más de una semana sin tener pesadillas recordando todo lo que pasó. Conseguí licenciarme en Arquitectura y tuve algunos idilios sentimentales, aunque nunca llegaron a fructificar. Creo que inconscientemente no quería tener a nadie cerca, no quería volver a sufrir.

Pero aquel día mi pasado me encontró a mí. Un extraño golpe de aire abrió la ventana de mi estudio, y la corriente hizo cerrar la puerta con fuerza. Con la vibración, algunos libros cayeron de la estantería, entre ellos el diario de mi padre, que fue a caer justo delante de mí. Lo cogí y rocé su portada con mis dedos. El antiguo diario de mi padre ¿Estaba preparado? “¡Vamos hombre, ya no eres un crío!” me dije, y treinta años después, lo abrí:

“Empiezo este diario...”

No. Eso no podía leerlo. El recuerdo estaba grabado a fuego en mí. Avancé un poco, y leí entre sus páginas rotas:

“Ayer alcancé el cráter. Ella me esperaba. El continuo río de lava del Kilauea burbujeaba enfurecido, pero no podía parar. Estaba demasiado cerca. Avancé hasta la cara oeste del volcán, a escasos milímetros del fuego. Mi buen David me suplicaba que no me acercara más. Pobre David, qué te hicieron...  ...¡Ahí estaba! ¡el ojo de Pelé! ¡lo sabía! Una piedra ovalada de unos cinco centímetros hecha íntegramente de fuego que... me miraba. Sí, me estaba mirando, no había duda. Me puse los guantes... ... los dos Hui Malama que me acompañaban estaban trastornados. Me exigían en su lengua que dejase... ... corriendo hasta llegar al hotel, donde la seguridad del recinto... ... David también estaba bastante nervioso, no acababa de tener claro que estuviésemos haciendo lo correcto. Creo que el terror místico le está afectando. Pero yo tengo en mis manos el ojo de Pelé, la prueba definitiva de la existencia de los dioses entre nosotros”

Allí me detuve ¿La existencia de los dioses? ¿El ojo de Pelé? Sin duda, mi padre se había trastornado. Me levanté, abrí el armario y, escondido detrás de un recodo, recogí la cajita que me acompañó desde pequeño. La abrí. Otra vez aquel escalofrío que me recorrió la espalda cuando era un niño volvió a mí. Me senté y continué leyendo.

“Hoy me he despertado con un temblor. Algo parecido a un terremoto, sólo que más corto y más intenso. David se ha sorprendido muchísimo y me ha recitado de memoria el tiempo que hace que no ocurre nada extraordinario en Hawai. Pero yo sé exactamente qué es. Me asomo a la ventana y allí está. El volcán Kilauea en plena erupción. Ha empezado a escupir fuego a kilómetros de distancia y a envolver toda la isla con sus gases. David y yo recogemos nuestras pertenencias... ... Fuera el espectáculo es dantesco. La lava está haciendo arder barrios enteros y la gente grita desconsolada. Mucho de ellos no han aguantado el pesado aire y han caído ahogados. Los menos afortunados han visto arder sus pies antes de notar como poco a poco se consumía el resto de su cuerpo. Nuestros amigos Hui Malama nos esperan en la puerta. Intentamos hablar con ellos pero comienzan a lanzarnos piedras... ... ¿Qué está pasando? Corremos por delante de la lava y la gente que está en el suelo se vuelve a levantar como si despertaran de la muerte... ... David también cayó, ahogado por el humo, y como aquéllos, también se ha levantado... ...El Kilauea no daba tregua. Continuaba escupiendo fuego y gas... .... la he visto. ¡He visto a Pelé! ¡Entre el humo, la diosa me miraba!”

Me estremecí.

“No sé por dónde huir. A derecha e izquierda la lava ha consumido el bosque y se desplaza a mi encuentro, entre el sonido de los llantos de los niños, y los gritos de hombres y mujeres, y detrás de mí, al ritmo que marca el humo, tengo a cientos de hawaianos persiguiéndome. ¡Incluso la policía me está disparando!. Y David está muy raro. Tremendamente... ... he conseguido escapar. Pero no sé por cuanto tiempo. Allí fuera sólo hay fuego y ruina. El Kilauea sigue escupiendo sin piedad y he perdido a David. ¡Oh, Dios mío, ahora que sé que existes, ten piedad de mí!”

Y aquí se acababa el diario de mi padre ¿Qué significaba todo eso? ¿Qué narices tenía delante de mí en aquella caja maldita? La recogí y la volví a abrir. ¡Maldita sea, sólo era una piedra!

En ese momento, con la piedra en la mano, la televisión sonó en el salón. No recordaba haberla dejado encendida. En las imágenes, las noticias comentaban que los expertos volcanólogos estaban preocupados porque notaban que el Kilauea volvía a presentar una extraña actividad. Y la piedra se iluminó. Durante unos segundos, de forma sutil, terriblemente clara, un ojo de fuego apareció en la piedra y me observó. Y yo al tiempo que caía incapaz de aguantar mi propio peso, lo entendí todo. Entendí que algo había sido apartado de donde nunca debió salir. Entendí que, de alguna forma, las desgracias presentes y pasadas tuvieron algo que ver con aquella piedra que tenía delante. Y entendí que mi obligación era devolver la piedra a su sitio.

***

Apenas una hora después de llegar a la isla y antes de ponerme rumbo al volcán, empezaron los temblores de tierra. Había rumores de que el Kilauea podía volver a explotar en cualquier momento, y el suelo no hacía más que confirmarlo. Debía darme prisa, no tenía mucho tiempo.

Divisé a un guardia de trafico y me acerqué a preguntarle cómo llegar al Kilauea. Cuando conseguí llamar su atención y se giró hacia mí, me quedé petrificado, aunque no sabía bien el motivo. Aquel hombre me miraba de forma extraña, de una forma que había visto ya antes, y que no podía recordar.

—Disculpe, agente, estoy buscando el volcán Kilauea, ¿me podría indicar cómo llegar?

—Por supuesto, le acompañaré.

¿Me acompañará? ¿Tan importante es el turismo aquí como para que un guardia de tráfico deje lo que está haciendo para ayudar a un despistado?

—Bueno, no es necesario, sólo necesito saber la dirección...

—Insisto, le acompañaré en su viaje. Es un camino algo intrincado, y podría perderse

Acepté su invitación, pero no podía evitar que la intriga se apoderase de mí. Obviando el hecho de que un policía dejara su trabajo con esa facilidad, había algo en ese hombre que no me gustaba, algo que me ponía los pelos de punta.

Avanzamos en dirección al volcán, mientras la tierra no dejaba de temblar. En cualquier momento explotaría, pero yo venía dispuesto a hacer algo y no me detendría de ninguna de las formas. Iba decidido a recuperar el equilibrio que mi padre rompió. Cuando habíamos caminado un par de kilómetros me di cuenta de algo raro que hacía tiempo que venía observando: no había nadie en las calles. Miré a derecha e izquierda, y me encontré puertas y ventanas cerradas, como en un pueblo fantasma.

—Parece que no hay nadie por aquí, ¿está seguro de que el camino es el correcto?

—Seguro.

Empezaba a ponerme muy nervioso. Todo aquello, desde que mi padre salió de casa hace treinta años hasta hoy era muy extraño. Rematadamente anormal. Salí de aquellos pensamientos “gracias” a un dolor agudo que noté repentinamente en la parte de atrás de mi cabeza. Pude ver como una piedra que alguien me acababa de lanzar caía al suelo e inmediatamente llevé mi mano al lugar del impacto, que empezaba a manar sangre. Me giré y vi la puerta de una de las casas abierta, con una mujer lanzándome todo tipo de improperios en su lengua natal. Y mi sorpresa aumentó cuando vi salir de detrás de ella a otro hombre con un cuchillo en la mano, corriendo hacía mí con la cara desencajada. Mi acompañante sacó su pistola y apuntó al extraño. Entonces ocurrió algo rarísimo. Se abrieron varias ventanas de aquel pueblo fantasma y los vecinos empezaron a discutir fervientemente con el policía.. No sé qué estaban diciendo, pero estaba claro que estaban hablando de mí, y por lo que pude entender, todos los vecinos estaban en mi contra y sólo el policia parecía estar a mi favor. Poco después el ambiente se calmó y los vecinos fueron entrando a sus respectivas casas, incluidos los que me agredieron. El agente se colocó el arma de nuevo en su lugar, y sin decir nada, siguió avanzando. Lo detuve dos pasos después.

—Disculpe ¿Me puede decir qué es lo que ha pasado?

—¡Oh, no se preocupe! Es que por esta zona los turistas no son muy bien venidos

—¿Qué los turistas no...? ¡Pero si estamos en Hawai!

—Le he dicho que no se preocupe. Y ahora continuemos, no tenemos mucho tiempo.

Estaba a punto de preguntar para qué no teníamos mucho tiempo, pero me arrepentí cuando vi que su mano se aposentó en su arma. Callé y continué detrás de él, con la convicción de que debía abandonar a aquel hombre tan extraño cuanto antes.

No volvió a ocurrir nada fuera de lo normal durante la siguiente hora, a excepción de que mi cansancio aumentaba mientras que mi acompañante parecía tener la resistencia de un atleta. Pero por fin, al final del camino, vi el pequeño cráter en el que descansaba el Kilauea. A medida que avanzaba notaba con mayor fuerza las vibraciones del suelo y casi podía notar el calor del volcán subir por mis botas y mis pantalones. De hecho, empezaba a notar arder algo en mi chaqueta. Metí la mano en el bolsillo, esperando encontrar un ascua desafortunada en él, y tope con la cajita donde descansaba la piedra causante de todos mis males.

Y lo que ocurrió después fue tan rápido, tan sorprendente, que todavía ahora dudo que no haya sido un sueño. Abrí la caja, que ardía como una brasa, y me encontré con aquello que mi padre había descrito en su diario. Allí donde antes descansaba una piedra, había un ojo formado en su totalidad por fuego. Un ojo que me miraba con odio. Temblé, y busqué un lugar donde sentarme. Cerré la caja, pero aquel ojo seguía estando en mi mente. Pero, ¿dónde había visto antes ese ojo? ¿Dónde?... ¡Maldita sea! ¡Lo he tenido delante infinidad de veces! Sin el fuego, eran los mismos ojos que treinta años antes tuvo David, los mismos ojos que tenían los vecinos que querían lincharme, ¡los mismos ojos que tenía el policía! Entonces escuché una explosión y un enorme dolor se instaló en mi hombro izquierdo. Levanté mi vista, y encontré a aquel agente apuntándome con su arma, con sus ojos, vacíos y rabiosos al mismo tiempo, fijos en mí. Entendiendo que aquel ojo de fuego era lo único que me mantenía con vida, me levanté del suelo junto con la caja, moviéndome lo suficiente para esquivar su segundo disparo, que rebotó en el suelo. Abrí la caja y la encaré al que se había convertido en mi adversario mortal:

—Escucha, sé que te envía ella. Yo no creía nada de todo esto, pero he visto demasiado para no creer. Devolveré este ojo a su lugar y todo habrá terminado.

Y entonces la voz del agente ya no era la voz del agente. Sonaba como si alguien hablara a través de él, pero desde varias vidas de distancia.

—Humanos. No sabéis qué sois en este mundo. No sabéis qué papel es el vuestro, ni por qué os mantenemos con vida. Y sin embargo creéis tener el poder suficiente para moveros a vuestras anchas e insultarnos con vuestros actos. Tú y los tuyos habéis mantenido apartado el ojo de la gran diosa de su cuerpo durante décadas ¿Y ahora pretendes hacerme creer que volverás a ponerlo todo tal cual estaba?

—Tienes razón —dije, pensando que era imposible que no notara el temblor de mi voz— Ten. Coge la piedra, llévala tú mismo a tu diosa, entonces. Te aseguro que yo sólo espero que esto acabe de una vez por todas.

Y entonces, cuando estuvo lo suficientemente cerca de mí le golpeé con una piedra que cogí antes de levantarme y que algo me dijo que no estaría de más tener en mi poder. El policía dejó caer su pistola al suelo. Me abalancé sobre ella, al tiempo que notaba detrás de mí como mi antiguo compañero se reponía. Me giré desde el suelo y vi sus ojos furiosos a centímetros de mí. La saliva le resbalaba por la comisura de los labios, y la sangre le caía a chorros por la sien pero aquello no parecía importarle demasiado. Parecía un perro rabioso. Así que sin pensarlo dos veces, disparé.

 

***

Y aquí estoy ahora. Delante de un cuerpo muerto, y un alma que hacía tiempo que murió. Apenas unos metros más, y todo habrá acabado, me digo. Pero soy incapaz de moverme. Estoy cansado de todo, de tener que poner fin a algo que yo no inicié.

Pero si yo no soy capaz de moverme, por mí mismo, la diosa Pelé, la diosa que habita en los volcanes de Hawai, se encarga de hacerlo por mí. Un estruendo horrible, retumba en el aire, y la lava empieza a rebosar del volcán. Oigo gritos a mis espaldas. Me giro y veo como todos los habitantes de aquel pueblo fantasma salen de sus casas, pero no a ponerse a salvo de la erupción, no. ¡Corren en mi dirección!

Entonces veo con claridad el eslabón que me faltaba. Pese a que la gran mayoría del pueblo corre con palos, piedras y cuchillos en mi búsqueda, aun hay algunas personas que corren en dirección contraria al fuego. Sin embargo, el dióxido de azufre expulsado por el Kilauea las alcanza y las ahoga. Caen, pero se levantan. Todos aquellos habitantes que deberían sucumbir al humo, se levantan como emborrachados y se suman a la multitud que desea aniquilarme. Me vuelvo a girar, y dirijo mi mirada al volcán

—¿Así que era eso, Pelé? Todos ellos son tus siervos, ¿verdad? Convertiste en tu siervo al compañero de mi padre, al policia, y a todos los que habitan en esta maldita isla. Ya es suficiente. Llegó la hora en la que todos ellos descansarán en paz.

Avanzo hacia el volcán en plena erupción. La lava se mueve por caminos ya quemados y se acerca a mí, pero no dudo. Una extraña determinación se ha apoderado de mí en estos momentos. Como dijo mi padre, esto es más grande que nosotros. Delante de mí, el fuego se abre, y me marca el camino a seguir. En otro momento me hubiese sorprendido, pero ahora mismo sé que entre la diosa del fuego y yo se ha creado un vínculo. Los dos queremos que esto se acabe.

Oigo detrás de mí los gritos de mis seguidores, pero ya no son gritos de furia en mi búsqueda, son gritos de agonía. La violencia de la diosa Pelé no conoce de aliados y su fuego está consumiendo el cuerpo de aquellos que la defienden, al tiempo que está sumiendo a la isla entera en humo y destrucción. Cuando llego al mismo cráter, ya no oigo nada. Detrás de mí, la tierra se está abriendo, los poblados están ardiendo, los seres humanos se derriten, y el gas debe de ser visible a kilómetros de distancia. El Kilauea rabia. Me arrodillo y justo delante de mí está el resquicio del cual mi padre extrajo el ojo de Pelé treinta años atrás. Saco el ojo de la caja, y aunque mis dedos arden, lo coloco con suavidad en su lugar. De repente, la lava deja de caer, el humo deja de subir, y la tierra deja de temblar. Pelé ha recuperado aquello que buscaba. El Kilauea vuelve a dormir. Y yo, como le ocurre a cualquier hombre después de realizar un esfuerzo muy por encima de sus propias posibilidades, caigo desvanecido. Por fin, se acabó.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, me duelen. Al parecer hace días que no los utilizo. Estoy tumbado en algún tipo de hospital, con el hombro izquierdo y la mano derecha vendados.

—Ha tenido usted mucha suerte. Cuando se hacen expediciones en busca de supervivientes, raramente se encuentra a alguien vivo. De hecho, ha habido más de mil muertos. Muchos de ellos, aunque le parezca una locura, fueron personas que parecía como si se dirigiesen al volcán. Otros tantos muertos cayeron por que sí. Gente que estaba de pie, y de repente cayeron al suelo. Se dice que los forenses aseguran que llevan muertos muchos años. Supersticiones...

A mi derecha, mirando unos papeles me habla el que debe ser mi médico. Me mantengo en tensión unos segundos, el tiempo que tarda en levantar sus ojos de mi informe y mirarme a mí. Son perfectamente normales. Sonrío aliviado.

—Como le decía ha tenido usted mucha suerte, pero no sé si puede sonreír todavía. Cuando llegó usted aquí la semana pasada, tuve que avisar a las autoridades después de curarle. Es el protocolo habitual para una herida de bala. Por aquí están bastante nerviosos. Al parecer un agente de tráfico desapareció el mismo día de la erupción, y se ha encontrado su cuerpo cerca del de usted, reducido a cenizas, y con un disparo en la cabeza; le asocian a usted directamente con la muerte. Pero puede respirar relativamente tranquilo. Llamé a su embajada, y han conseguido su extradición con bastante velocidad. De hecho, su vuelo sale mañana. Si no hubiese despertado hoy, me hubieran obligado a despertarle a mí. Al parecer, no quieren verle a usted por estas tierras.

—Gracias, doctor

—Es mi trabajo. Ahora descanse. Mañana tiene un avión que coger.

Gracias doctor. No por curarme, hay heridas en mí que no podrán curarse, pero sí por enseñarme que todo esto ha acabado, por demostrarme que al fin las cosas vuelven a estar donde debían de estar.

Al día siguiente, dos policías de paisano, perfectamente disfrazados con cazadora y gafas de sol,  me acompañan al aeropuerto. No me dirigen la palabra, así que no comentamos nada durante el trayecto. Cuando llego, me dan mi billete, las pocas pertenencias que se salvaron de la erupción y se aseguran que entró en mi avión. Después se giran y se van sin despedirse.

Llego a mi asiento, al lado de la ventana. Eso me permitirá apoyarme y dormir un rato, estoy agotado. Unos minutos después, el avión despega. Por fin, Álex, mañana estarás en tu casa, y dejarás atrás todo este maldito lugar. Y dejarás atrás también a... Miro por la ventana mientras me pongo mi cinturón y lo observo. Desde esta posición se ve perfectamente el agujero del Kilauea, dormido como un bebé, lugar de reposo de la diosa Pelé. Adiós Pelé. Quédate en tu hogar, con lo que es tuyo, y no vuelvas a llamarme otra vez.
Y allí, con la vista puesta en el volcán que ayudé a sellar, cierro los ojos y duermo por fin, en un sueño tranquilo y reconfortante.

La sacudida del avión me despierta. ¿Turbulencias? No... ¡El avión está descendiendo! ¡Estamos cayendo! De soslayo percibo algo en el exterior que me corta la respiración. Giro la cabeza, y veo una enorme cortina de humo que sale de un agujero en el suelo. No, no puede ser...

—Disculpe, señora ¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando? —mi acompañante de asiento no me contesta— ¿Señora? ¿Señora?

Entonces se gira y ahí están. Aquellos ojos vacíos, rabiosos y asesinos vuelven a mirarme. Doy un grito y me incorporo de un salto. Entonces los viajeros de los asientos de delante se giran y me observan con aquellos ojos también. Las azafatas de vuelo me piden que me calmen, pero no puedo calmarme si me lo están pidiendo a través de unos ojos que han significado muerte allá donde han ido.

Un estruendo suena en el exterior. Miro fuera con la cara desencajada, mientras el avión pierde más y más metros. Allí fuera, el Kilauea ha vuelto a entrar en erupción y una masa de gas se extiende en vertical hasta el cielo. Y poco a poco se va formando la silueta de una mujer. Una mujer que me mira a través de la ventana del avión y me sonríe perversamente.

Lo último que veo, mientras escucho la colisión del avión con el agua, es como dos ojos me observan. Un ojo hueco, muerto, y cargado de ira, y otro ojo, completamente formado por fuego.

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korvec
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En general me ha gustado bastante con un aire a relato de aventuras que por algún motivo (quizás el protagonista, el modo en el que está narrado o su ritmo) me ha recordado a los de Robert E. Howard aunque reconozco que se me ha hecho un poco largo (especialmente en la parte final que es la que menos me ha gustado) y tiene algún altibajo.
 
 Ese principio tiene mucha fuerza y me ha dejado con ganas de saber más, pero  luego la situación de la fugaz aparición del padre seguida de la de  su compañero me ha parecido un tanto “peliculera/predecible” aunque cumple su función. Otra situación que no me ha terminado de parecer bien resuelta es cuando los aldeanos encabronados empiezan a salir de las cabañas con la aparente intención de linchar al protagonista. Parecía el inicio de un prometedor climax… que por lo menos para mi gusto se desinfla con esa resolución tan decepcionante (el policía les dice algo y todos se quedan tan panchos).
 
Lo dicho me ha parecido un relato entretenido y bien escrito que empieza con mucha fuerza, que tiene situaciones que prometen mucho y que en ocasiones no me han parecido todo lo bien resultas que podrían haber sido. Para mi gusto su principal pega es que quizás el conjunto se resiente  un poco por un final demasiado … de película de serie Z.

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magnus scheving
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Coincido con korvec en la mayoría de lo sque ha dicho.

La idea es original, pero al plasmarla queda un poco errática. Lo de la diosa se queda uno con las ganas de saber porqué la piedra es tan importante para ella, y qué hace en el volcan, u porqué odia tanto a los humanos...

También creo que hay un exceso de clichés, cuando entra el ayudante todos sabemos que es él quien ha matado al marido.

Es importante no dar pistas al lector y así luego cuando pasan las cosas la sensación es mucho más intensa.

Y, por último, cuando acaba se queda uno pensando:  ¿Y?

Es un relato entretenido, pero escrito de una manera muy estándar, como una peli de Indiana Jones... difusa en su conclusión.

Que conste que esto es una opinión, para nada estoy valorando la calidad del relato, sólo mi impresión como lector.

Nos vemos en Empresas, espero.

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Rapso
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Puntos: 6217

Gracias a los 2 por haber dedicado parte de vuestro tiempo a leer el relato.

Curiosamente, antes de vuestra opinión recibí otra que también opinaba de forma similar: la de mi mujer. Antes de enviar el relato, se lo di a leer (ella es mi crítica principal) y también me hizo ver ese "tufillo" a Indiana Jones que yo no acababa de compartir (o que no quería ver) Voy a tener que hacerle más caso a partir de ahora jeje.

Por otro lado, esta es mi primera incursión en relatos de esta extensión. Mi predilección está en los microrelatos (a ver qué tal se me da el Microjustas) y nunca había escrito nada que pasara de las 1.000 o 1.500 palabras. Creo que eso explica los altibajos que comentáis, y es que no es tan fácil mantener la tensión de forma lineal en 5.000 palabras como lo puede ser en 1.000. De hecho, el relato pecó tanto de descontrolado que incluso me pasé de los caracteres permitidos, cosa que a la postre, según me informaron los jueces, supuso mi exclusión de la antología.

Repito, muchas gracias por las opiniones y por la lectura. Cualquier crítica constructiva es una oportunidad para seguir aprendiendo!

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Javiyuris
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Puntos: 238

Coincido con las otras opiniones. El relato comienza con muchísima fuerza y se desinfla a partir de la llegada a la isla del prota. No tiene sentido, por ejemplo, la situación de un volcán a punto de erupcionar y el protagonista preguntando tan pancho como se llega a dicho volcán como si preguntara como se llega al centro. No se transmite tampoco sensación de urgencia. Y sí, luego hay tendencia a la aventura arqueológica y el final podría estar más cuidado. ¿Unas azafatas poseidas pidiendo calma a su víctima? Eso sí es una línea aerea Low Cost. (Perdona la broma) Lo mejor, y estupendamente narrado y con tensión creciente, el tramo del relato hasta la isla. Y como dicen los demás, sólo es una opinión, tan buena como la de cualquiera

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FAGLAND
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A mí tambien se me ha hecho largo, y creo que los diálogos son mejorables. Algunos quedan un poco raros como el mencionado del policía o el de la mujer con el ayudante.

La idea, sin ebargo, sí que me parece buena: eso de que los dioses controlan las catástrofes naturales. El final también me ha parecido forzado. De todos modos, el relato no está mal.

 

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Easton
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Me ha gustado. Iba a comentar que a partir de cuando deja el ojo en el volcán, el resto se podía haber resumido bastante más, pero el final me ha callado, pues explica que se prolongue el texto.

Decae en algunos tramos, pero el resto está bastante bien. Puliendo un poco esas partes quedaría genial. Sí que hay algunas cosas un poco inverosímiles, como el que escale hasta arriba el volcán, cuando ahí tenía que haber una de gases tóxicos como para no acercarse :P pero vamos, es un relato de ficción y tiene la ayuda de la diosa, que quiere recuperar su ojo, así que es aceptable.

El aire aventurero me ha gustado bastante

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