Los acuarios de Pyongyang

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La muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de un millón una estadística.

 

No por cínica o despiadada la celebre cita de Stalin es menos cierta. Las cifras pueden ser imprescindibles para aprehender la realidad en que vivimos pero no basta con saber que dos o tres millones de norcoreanos han muerto en la hambruna que azota el país desde los noventa o que ese mismo país destina un porcentaje indecente de su PIB al sector militar. Necesitamos testimonios individuales para comprender la miseria material y moral de uno de los regimenes más extraños y herméticos del mundo.

Con un estilo sencillo y directo, las palabras del autor nos llevan a una ciudad extraña, el Pyongyang de finales de los setenta, escaparate de un régimen totalitario que, no obstante, esta lejos de la catástrofe económica que vive en la actualidad. El país crece moderadamente y la vida es dura pero no se sufre la hambruna. Existe incluso algo que podría llamarse clase media. El autor es un niño feliz, cuya principal preocupación es su acuario. El día que su familia es deportada a Yodok, un campo de concentración para prisioneros políticos, se siente excitado, ignorante de que su infancia ha terminado.

Yodok ocupa los peores recuerdos del protagonista y la mayor parte del libro. Teóricamente es un lugar para la rehabilitación. De facto es una escuela de odio donde hombres, mujeres y niños aprenden a obedecer, odiar, mentir y traicionar, un lugar ideal para integrarse en una sociedad corrupta y totalitaria. La ingenua veneración por el emperador se convierte en odio contra un sistema que tiene poco que ver con sus promesas.

El supuesto igualitarimo oculta una jerarquía implacable de relaciones de poder, resultando la más abominable la que ejercen los guardias sobre los prisioneros con toda brutalidad. La corrupción y la astucia han sustituido al esfuerzo y la honradez. Solo el mercado negro y el aprovechamiento particular de la tierra (en un país que no reconoce la propiedad privada) palian la ineficiencia de los racionamientos y de las granjas colectivas. Esta realidad que se revela a la salida de prisión y el colapso que se presiente a finales de los ochenta convencen al autor para fugarse del país, un difícil periplo que no se puede valorar únicamente en kilómetros. La propia China resulta un paraíso (!) antes de llegar a Corea del Sur, país de libertades inconcebibles para un nacido tras la frontera más militarizada del mundo.

En definitiva es difícil no simpatizar con el autor y con los sufrimientos de los norcoreanos en general. Una historia sin verdadero final feliz pues, como se nos recuerda a menudo, no es un testimonio histórico sino de nuestro tiempo.

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