La batalla final

Imagen de Gandalf

Noveno capítulo de la novela de Elvián y el dragón

 

Los draconianos. Elvián había oído hablar de ellos. Mitad hombres, mitad dragón, los draconianos se encargaban de asegurar la supervivencia de los dragones. La leyenda decía que un día el Rey Dragón escaparía de su prisión, y que los draconianos comandarían a los dragones en la batalla final que acabaría con la derrota de tan formidable enemigo. Eso colocaba a los draconianos en el bando de los buenos. Sin embargo, ante ellos se mostraba uno que no solo era malvado, sino que tampoco dudaba en atacar a un dragón, al que en teoría tendría que proteger.

—¿Por qué, Rufus? —fue lo único que pudo decir Elvián.

—No me llames Rufus, humano —replicó el monstruo—. Mi nombre real es Rufusmaug.

Su voz sonaba parecida a la que tenía cuanto se presentaba con el aspecto de un anciano, pero era más gutural y agresiva.

—¿Quieres saber por qué, humano? —continuó—. Supongo que puedo decírtelo. Después de todo, vais a morir. ¿Por qué debo servir a los dragones? ¿Por qué debo servir a unas criaturas que malgastan su inmenso poder en proteger a unos seres tan débiles y patéticos? Los humanos sois una lacra, una especie tan corrupta y egoísta que no duda en sacrificar a sus hijas para salvar el pellejo. Eso lo comprendió el Rey Dragón hace miles de años. La razón por la que quiero matar a Golganth es para absorber su poder, añadiéndolo al mío y así ser capaz de romper el sello que mantiene encerrado en la Otra Dimensión al Rey Dragón.

—¿Estás loco? —exclamó Golganth—. ¿Liberar al Rey Dragón? Has traicionado todo por lo que luchó Neptar al crear a los dragones. Tú y aquellos que se aliaron con el Rey Dragón. ¡Coge tu espada, Elvián!

El príncipe obedeció y se reunió con su amigo, que todavía protegía con su cuerpo a Steff.

—Bien, tú y yo nos encargaremos de Rufusmaug —dijo.

—Me temo que yo no seré de mucha ayuda —replicó Golganth—. El fuego del draconiano me ha alcanzado de lleno, y tardaré un rato en recuperarme. Pero tú eres perfectamente capaz. Si podías vencerme a mí con tu espada mágica, también puedes vencerle a él.

—Esperad un momento —exclamó Steff, y corrió de vuelta a la cueva. Cuando regresó traía consigo un escudo de plata que lanzó al príncipe, quien lo cogió al vuelo—. Lo he cogió de entre los tesoros de Golganth. Espero que no te importe.

—No, mi querida Steff —respondió el dragón—. Por supuesto que no me importa. Además, será de mucha ayuda. Las runas que tiene inscritas sugieren un origen mágico.

—Está bien, entonces lucharé —dijo Elvián, y miró a Docan y a Rand—. Vosotros dos, será mejor que volváis al pueblo.

—¡De aquí no se mueve nadie! —gritó Rufusmaug—. ¡Esta será la tumba de todos vosotros!

El draconiano se giró hacia el escondite del posadero y del muchacho y se preparó para expulsar una bocanada de fuego. Pero Golganth se adelantó y escupió su aliento flamígero. Con un ágil salto, Rufusmaug esquivó las llamas. Fue entonces cuando Elvián se lanzó al ataque. La rapidez de los primeros mandobles sorprendió al draconiano, que a duras penas consiguió evitar. Pegó un brinco para alejarse de él y extendió un brazo con el fin de aplicar su magia paralizante, pero no tuvo efecto sobre el príncipe. Comprendió lo suficientemente rápido como para esquivar otra embestida del infante que su espada mágica le protegía de sus podres. Entonces tendría que tomar otras medidas, y Rufusmaug sonrió mientras se preparaba para hacerlo.

Arqueó el cuerpo hacia atrás y después se echó hacia delante mientras expulsaba una profunda bocanada de fuego. Elvián había adoptado una posición en la que se veía incapaz de esquivarlo, así que instintivamente se protegió con el escudo. Las llamas golpearon con fuerza la superficie de plata y, cuando el fuego por fin se extinguió, el escudo no presentaba ni la más mínima magulladura. Ni siquiera estaba caliente al tacto.

—Ya te dije que esas runas eran mágicas —dijo Golganth—. Ahora no te despistes y acaba con ese draconiano.

Rufusmaug apretó los dientes y recogió el cayado. Inmediatamente, este se convirtió en una espada bastarda.

—Te aseguro que esto no quedará así —dijo—. Veamos lo que eres capaz de hacer.

Y entonces se lanzó al ataque. Elvián detuvo la primera estocada, y se sorprendió de la fuerza empleado por el monstruo. Rufusmaug continuó dando sablazos a diestro y siniestro, obligando al príncipe a retroceder. Pronto le empezaron a doler los brazos, como había ocurrido mientras luchaba contra el golem, pero la fuerza de la que hacía gala el draconiano era mucho mayor. Le fue mejor cuando empezó a detener el acero del rival con el escudo. Parecía que la magia de la rodela absorbía la potencia de los impactos. De vez en cuando, Rufusmaug regurgitaba una bocanada de fuego, pero Elvián también se defendía de ella con el escudo.

Sin previo aviso, el monstruo le dio una patada en el pecho. El príncipe voló unos metros antes de caer al suelo, aunque esta vez evitó que la espada se le escapara de las manos. Se levantó justo a tiempo de bloquear otro ataque del draconiano. Mientras los aceros entrechocaban, provocando un molesto e irritante ruido metálico, Rand y Docan Adwond habían emprendido la huida, y ya estaban descendiendo por la ladera. Steff cuidaba de Golganth. Se había negado en redondo a abandonarle, y más ahora que el dragón estaba herido.

Aprovechando un pequeño error de Rufusmaug, Elvián contraatacó. El draconiano era muy fuerte, pero tanto la velocidad como la técnica del príncipe eran superiores. El draconiano no se esperaba una reacción como esa, y otra vez se vio retrocediendo mientras detenía los mandobles con problemas. Si conseguía que soltara la espada podría vencerle con facilidad.

Durante un rato más estuvieron haciendo bailar las espadas. Unas veces dominaba el combate Rufusmaug, y otras era Elvián quien llevaba la delantera. Patadas y codazos eran las tácticas del draconiano, mientras que un estilo elegante y eficaz eran las señas de identidad del príncipe. Steff y Golganth animaban al infante, y de vez en cuando el dragón le ayudaba escupiendo su aliento flamígero.

Entonces, al ver que Elvián había errado en uno de sus movimientos, Rufusmaug le propinó una tremenda patada en el pecho. El muchacho voló por los aires y aterrizó varios metros más atrás. Cuando su cuerpo golpeó el suelo soltó la espada, y el draconiano escupió sus llamas rojas. Elvián pudo pararlas con el escudo, que llevaba fijo al brazo, y se levantó de un salto. Pero antes de que pudiera recoger la tizona, el monstruo volvió a estirar el brazo. Inmediatamente, el cuerpo del príncipe quedó paralizado.

—Me temo que esto se ha acabado —dijo Rufusmaug—. He de admitir que has sido un adversario digno. Has aguantado mucho más de lo que esperaba, pero no ha sido suficiente. Este es tu final.

El draconiano sonrió y se echó hacia atrás, preparándose para una nueva descarga llameante. Sus ojos se pusieron rojos, y Elvián cerró los ojos, previendo el fatídico desenlace. Entonces, Golganth, superando el dolor que le provocaban sus heridas, se irguió sobre las patas traseras y expulsó sus llamas. Alcanzaron a Rufusmaug, que se vio obligado a usar su magia protectora, aunque el calor que irradiaba el fuego no le dejaron completamente ileso. Elvián se vio liberado de los poderes del draconiano y, sin perder un segundo, recogió la espada y se lanzó nuevamente al ataque.

Rufusmaug vio venir al príncipe e interpuso su arma, pero ante su estupor, cuando los dos filos se encontraron, su espada se quebró por la mitad, y Elvián dirigió la punta de su tizona hacia el pecho de la bestia.

—¡No, en el pecho no…! —gritó Golganth.

Pero Elvián no hizo caso, y el filo de la espada atravesó la caja torácica del draconiano, el punto más resistente de estas criaturas, y alcanzó el corazón. Rufusmaug abrió completamente los ojos y dijo antes de espirar:

—¿Cómo has podido…?

Luego se desplomó en el suelo, inerte y con una expresión de sorpresa dibujada en el rostro. Con algo de esfuerzo, Elvián extrajo la espada del cuerpo, limpió la sangre en las ropas del draconiano y la envainó. Luego se reunió con Steff y Golganth.

—¿Estáis bien los dos?

Ambos respondieron afirmativamente y el dragón miró el cadáver, pensativo.

—Pensé que no iba a funcionar —dijo—. Tu espada debe de ser muy poderosa si ha conseguido atravesar el pecho de un draconiano. Aunque ahora carece de importancia. Lo que cuenta es que has derrotado a Rufus, quiero decir, a Rufusmaug.

—Tú también tienes parte del mérito en la victoria. Si no me hubieses ayudado en el último momento, ahora estaría muerto. Y tú también, Steff. Este escudo me ha venido de perlas. Golganth, ¿eres capaz de desplazarte por ti mismo?

—Sí…, sí —respondió el dragón, preguntándose por qué en ocasiones el príncipe hablaba de aquella forma tan rara—. Me voy recuperando poco a poco de las heridas. Bueno, hay que ir a buscar a las demás muchachas. Si me traéis un Cristal del Dragón de paso, incluso podré acompañaros al pueblo.

—Eso está hecho, yo me encargo. Steff, ¿te quieres quedar con Golganth para cuidarle?

—Si no te importa, sí —dijo la zagala—. Vuelve pronto, por favor. Tengo unas ganas tremendas de ver a mis padres.

Elvián sonrió y asintió, y después entró a la carrera en la cueva.

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