¿En verdad crees que me es del todo ajeno?

Imagen de palabras

Relato ganador del VIII Concurso de cartas de amor y desamor de Gines.

 

Vaya sobrino, ¡menuda carta!, jajaja. No esperaba tales reproches, ni el ardiente gesto de rebeldía de un cachorro ofendido. Sinceramente te creía más apocado. En cualquier caso has de saber que no estoy enfadado, ni siquiera molesto. Tanto es así que no pude evitar sonreír al leerte. Me agradó la candidez que rezumaba de tu falta de respeto, y comprobar que, además de éste, has perdido el miedo que sentías por tu tío, el raro, el loco, como diría la arpía de tu madre. Eso está bien.

 

He de confesarte que, pese a tus carencias, eres el único de la familia al que me molestaría en atender. No suelo hacerlo, pero la sinceridad de tus reproches y la energía empleada para dar a valer tu criterio, pese a ser erróneo, unido al interés que el tema suscita, me llevó a enviarte estas letras. Por otro lado, no te mentiré, está el que te expresaste bien y sin faltas ortográficas. Eso dice mucho de ti, y más viniendo de donde vienes. Sinceramente creo que eres el único de la familia que no es idiota, sólo te falta perspectiva.

 

He leído este compendio de amonestaciones en el que me recriminas que no fui a tu boda, además de a otros eventos familiares “ineludibles”. Creo que la respuesta a por qué no fui es tan obvia que resultaría estúpido contentar. Si no lo sabes, que lo dudo, pregunta a cualquiera de los que fueron y te lo dirá.

 

Me sorprendió ver cómo al tiempo que realzas en tu carta las virtudes y grandezas del amor, me tachas de: “ser un viejo amargado con tendencias autodestructivas, un misántropo que odia cuanto le rodea, y se alimenta del dolor que inflige”. Me encantó la disección que me hiciste. Quiero pensar que no te importará ser parafraseado por uno de los personajes de mi próxima novela. (Algo parecido iría bien en boca de uno de ellos). La última de esas novelas que, como dice tu padre, “escribo estúpidamente para que nadie las lea”. Como si quedara alguien que mereciera leerlas o yo necesitara ser leído. Del mismo modo, aludes a que desmerezco el amor porque no hube de conocerlo. ¿En verdad crees que porque siempre me visteis solo él no pasó por mi vida? ¿Qué me es del todo ajeno? Pues has de saber que he vivido y sufrido cuantos amores se conocen en mi larga y escabrosa existencia.

 

He sentido en mis carnes la dulce candidez del amor infantil. Amor sin cimientos que descansó sobre ensoñaciones. Un amor casto, en el que miradas y sonrisas eran el mayor regalo, y el mero hecho de tomar a la elegida de la mano se convertía en meta de nuestra existencia. Una manera de querer torpe e ignorante que, pese a dejar a su paso vivas lágrimas, se recuerda con una sonrisa. Cosas de críos, pensamos, restándole importancia a la primera cicatriz que en el corazón nos queda.

 

He sentido cómo la concepción del amor cambiaba conmigo. Que al morir la candidez, lo carnal adquiría relevancia hasta confundirse con el primigenio apetito que nos insta a poseer a las que despertaron nuestro interés. Hubo periodos en que más que al amor se rindió culto al sexo, porque se presentó como una forma de amar que se sustentaba por sí sola. En esa época el que más, buscó sin demasiado ahínco la conjunción de ambas vertientes; siendo a partir de ese momento cuando pudimos concebir el sexo sin amor, y difícilmente el amor sin sexo. Es la época en la que el daño se intensifica, y, aunque fugaz, resulta más acusado. Época en que se imponen más cicatrices en función de nuestra valía.

 

He sentido el reposado amor concedido por los años, en el que se suple emoción por estabilidad, y la pasión por cálida armonía. Todo se torna rutinario, y no sólo no importa, sino que parece agradarnos. El sexo decrece, se resiente hasta perecer, y por extraño que parezca nos resignamos a ello cuando descubrimos que resulta más duro mendigarlo, que verse privado de él. Puedo vivir sin eso, pensamos, amparándonos en inquietudes o en cuanto conforma nuestra existencia. Volvemos a los abrazos y miradas que tanto nos deleitaron en la infancia y que ya no terminan de llenarnos. Lo queramos o no llega el día en que este amor que adolece muere sin dar muestras de ello. Del que en la mayoría de los casos, sin saberlo, acunamos su cadáver hasta que nos llega el fin.

 

He sentido tras este el amor pactado, las caricias hipócritas de cuantas, a cambio de dinero, se dignaron a calentar estos viejos huesos. Me sentí reacio, aunque sólo al principio. Sucio, como un sacerdote que fuera a perder algo irremplazable al entregarme a ellas. A día de hoy estoy contento, porque al menos no albergo dudas, ni hay cabida para esperanzas. Me ofrecen cuanto deseo, y recolecto de ellas apenas lo necesario. Eso es lo que importa. No pienses que sólo es el sexo lo que me motiva, puesto que más allá de él está la necesidad de sentirme querido o de no estar solo. De volver a escuchar dulces palabras. En resumidas cuentas, saciar la dependencia producida por los estigmas que en mi alma dejó el amor. A veces preciso hablar o ser escuchado, y otras simplemente no comer solo o la calidez de una sonrisa. Ríete de este viejo si quieres, pero tú no habrás de ser menos.

 

¿Cuántas parejas conoces que tras años de convivencia no languidecieron víctimas del tedio? ¿Cuántas que hubieran de llegar a viejos con una sonrisa en los labios?

 

Espero que hubieras tomado buena cuenta de lo escrito, porque no es sólo mi pasado, sino el futuro más que probable de cuantos enferman de amor.

 

Vive cuanto te esté permitido la placidez de este sueño, porque ten por seguro que tarde o temprano habrá de acabar.

 

Ojalá no hubiera conocido el amor.

 

Ojalá pudiera olvidarlo ahora.

 

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