Los 27 errores del rey Rodrigo III

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Tercera entrega de este relato de Maundevar

 

En una esquina de la oscura habitación yacía en el suelo el soldado de Akhila, Idulfo de Barcino. Con un ojo cerrado por la hinchazón de un feo hematoma y con el cuerpo magullado por los golpes, rezaba a Cristo por el buen destino de su alma. Su historia fue un suceso de coincidencias que desembocaron en aquel final tan poco deseado. Hijo de colonos del conde de Barcino, su destino estaba escrito como la corta pero sencilla vida de un humilde campesino; pero las pretensiones del conde, buscando agraciar a su señor, duque de la Tarraconensis, le obligaron a sumarse a las tropas del pretencioso Akhila, hijo de fallecido Witiza.

Sus primeras misiones lo llevaron, como miembro de su quingentena, a arrasar las aldeas de colonos de las tierras de los condes que se habían declarado a favor de la coronación del duque de la Bética como rey de los godos. Luchó junto a veteranos soldados; gente sin escrúpulos, que mataban por igual a los hombres que defendían los poblados que a los viejos y niños inocentes. Las mujeres eran violadas para después abrirlas en canal ante sus hijos; los niños, empalados y quemados. No era por placer, decían sus compatriotas; era para dar ejemplo al resto de traidores. “Ver un campo de cabezas colgadas y cuerpos quemados, donde antes crecía el trigo y la cebada, hará pensar a más de uno alzarse contra los hijos del rey” le insistían cuando veían al inexperto Idulfo dudando sobre aquellos actos.

Él era un simple campesino; hijo de siervos, se decía. Él no sabía de cuestiones de duques y reyes; y si llegara a comprenderlo se daría cuenta de la necesidad de sus acciones; aquel pensamiento aliviaba sus dudas. Dios perdonaría aquellos actos, ya que existía alguna razón divina para acometerlos. Entre la tropa se decía que el falso rey, Rodrigo, estaba poseído por algún demonio del Infierno, y que a quien le diera muerte o colaborara para tal logro se le perdonarían sus pecados anteriores y se le abrirían las puertas del Cielo. Muchos fueron los que se lanzaron contra los partidarios del traidor, y la venganza y el pillaje de la población acabó por arrasar con los cultivos y las aldeas por doquier.

Viajaban siempre hacia el sur, y un día les llegó la noticia de una gran caravana de comerciantes que a varias jornadas de viaje avanzaban en su misma dirección. Los relatos que sonsacaron a los aldeanos les revelaron descripciones de ricos hombres con imponentes caballos provenientes de más allá de los Pirineos. La idea de un suculento botín convenció al quingentenario de la tropa donde servía Idulfo, quien decidió acelerar su avance para dar con la comitiva de comerciantes francos.

Al cabo de pocas noches, dieron con ellos, pero lo que en un principio iba a ser un ataque limpio y sin bajas, resultó en una carnicería para ambos bandos. La caravana de comerciantes no era más que una ilusión que ocultaba a un pequeño grupo de emisarios de Aquitania; soldados con armas y armaduras; guerreros con experiencia en el combate. Muchos compañeros suyos murieron durante el asalto, pero al final de la batalla la abrumadora superioridad numérica de los godos logró inclinar la balanza del enfrentamiento.

Tras el combate, disfrutando los supervivientes del botín obtenido, al quingentenario se le ocurrió la idea que acabaría llevando al desafortunado Idulfo a su situación actual. Vestir con las ropas del líder de los francos a uno de sus soldados y mandarlo hacia el destino final que marcaba el pergamino que arrebataron a uno de los miembros de la comitiva. Y la duda fue, ¿a quién mandar?; ¿quién podría confundirse con un legado franco? La respuesta hizo recaer tal papel sobre Idulfo: el único soldado nacido en la Tarraconensis que sobrevivió al asalto; su acento era semejante al de los pueblos de más allá de los Pirineos, y el traje que portaba el líder era de la medida del colono. Su destino final quedó escrito.

De repente, alguien abrió la puerta de su celda. Un joven de anchas espaldas cruzó a la habitación echando el cierre tras él. Recordaba aquel semblante; fue uno de los hombres que desconfió de su relato desde que le dejaron entrar en la fortificación.

—Levántate —le exigió Gontrodo.

Idulfo hizo caso a la orden poniéndose en pie; estaba encogido, doblado por un punzante dolor en la espalda. La dura expresión del joven godo le auguró un mal final.

—Señor,… yo… —titubeó.

—Yo no soy tu señor, perro traidor.

El soldado extrajo una llave del bolsillo y la tiró frente al prisionero. Ambos volvieron a mirarse.

—Quítate los grilletes —le ordenó Gontrodo—. Cógelas y libérate.

—Yo…

—¡Que lo hagas te digo! —gritó el soldado.

Idulfo se agachó para recoger las llaves, y el godo le abrió el cráneo de un certero hachazo.

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