Los 27 errores del rey Rodrigo IV

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Cuarta entrega de este relato largo de Maundevar

 

—Geila… Hija mía… ¡Geila!

Khindas se incorporó de golpe en la cama del duque. Se había dormido pensando en el relato del espectro, y una horrible pesadilla lo devolvió a la realidad. La sien le palpitaba en un dolor de cabeza insoportable; tenía el cuerpo cubierto por un sudor frío que le hacía tiritar como una presa de caza. De repente, se notó falto de aire; una oscura neblina colmaba la estancia viciando la sala. La tenue luz le previno; se durmió sin apagar las lámparas de aceite que colgaban de las paredes. Lamentó por un instante no haber cerrado los ojos para siempre, no tener que continuar en aquel extraño mundo, en aquella fortificación; no haberse consumido por el aire envenenado del humo de los candiles.

El sudor cubría su rostro demacrado; su semblante se revelaba nervioso y expectante por los hechos revelados por el fantasma; y sabía de la importancia de sus próximas acciones. Aquella misma noche se desvelaría la certeza o falsedad de sus sueños, de sus visiones, de los recuerdos que se plasmaban con una desconcertante claridad que se desvanecía en un instante.

Buscó el pequeño cofre de plata y no lo encontró en la estancia.

“No fue un sueño”, pensó calmado. El fantasma se lo llevó desde su mundo. Al poco se corrigió con enfado, brotando en un recuerdo fugaz una idea que iba y venía: “No es un espectro; es tu hija. Recuerda, maldito… ¡Recuerda!”.

Limpió su frente del abundante sudor que ya caía hacia su densa barba oscura. Apartó sus largos cabellos para despejar su semblante. A pocos hombres se les permitía tener una cabellera de tal longitud; era señal de nobleza o prestigio en la batalla; también de valentía, y Khindas fue siempre un gran guerrero, el brazo fuerte del gran Rodrigo; y aquella noche demostraría una vez más su coraje y osadía.

Dispuso su puñal en el cinto y revisó las protecciones del cuero endurecido de su pechera. Sopló la llama de los candiles y esperó en la completa oscuridad a que su vista se adaptara al nuevo entorno. El silencio al otro lado de la puerta templó sus nervios. Acarició el amuleto susurrando unas plegarias y se abrió paso al exterior.

Khindas bajó a la sala de asambleas. Un soldado dormitaba en uno de los asientos de la alargada mesa de los maiores del duque; un insulto, sin duda. En cualquier otra situación el sayón le hubiera azotado como correctivo a su afrenta: dormitar en una guardia, y posar su culo mediocre en el asiento de un válido de su señor. Pero su falta corría en beneficio del guerrero, así que cruzó la sala cuidando que sus pasos no hicieran ruido alguno.

Atravesó la nave de crucero de la Casa Grande observando en un rápido vistazo las pinturas murales del enyesado; sería la última vez que las disfrutaría. El nacimiento y resurrección de Cristo y una imagen de conjunto de los doce apóstoles con Pedro en un tamaño destacado sobre los demás. Un pensamiento fugaz del Juicio le sobrevino a la mente; quizás aquella noche vería al apóstol. Rezó para que el Cielo se abriera a un guerrero nacido en las aldeas paganas de las montañas del norte.

Salió al exterior y corrió por la plaza de armas hasta la Puerta Sur. En aquel instante, confirmó las predicciones de Geila, y el veterano sayón quedó pasmado ante la visión de una revelación que no acabó de creer con certeza. Las primeras pilastras de madera que durante el día anterior se afanaron los soldados y colonos en clavar sobre los restos de la muralla ya no estaban. Los restos de sillería caída sobre la caballeriza que fueron limpiados y amontonados, volvían a estar desperdigados sobre el derribado edificio de adobe. El día se repetía; el día se repetía como maldición sin fin.

Ningún soldado vigilaba el portón que se abría al valle. Khindas subió a las almenas y corrió hasta las grandes palancas y ruedas que abrían el pesado portón de hierro. Comenzó a tensar las cuerdas que levantaban el enrejado cuando un grito le llegó desde la plaza.

—¡El de la muralla! Detente ahora mismo.

El viejo guerrero hizo caso omiso girando las ruedas con la palanca. De repente una flecha le atravesó la mano clavándose en la madera. Khindas soltó un grito de dolor, pero partió la varilla para extraer el dardo. Recogió de nuevo la palanca para volver a levantar la puerta. El norteño rechinó los dientes por el esfuerzo; levantaba una masa de hierro con un mecanismo preparado para ser manipulado desde ambos lados del muro, pero el convencimiento de sus acciones le aliviaba el dolor de su cuerpo en tensión. De repente, la voz de Geila invadió su mente, reavivando su espíritu:

“Adelante padre”, le animó. “Abre la puerta antes de que sea demasiado tarde”.

El roce de las gruesas cuerdas hizo que la palanca dejara de ceder ante sus envites. De súbito alguien lo agarró por la espalda; se revolvió para desasirse, pero el repentino y afilado contacto de un puñal en su cuello le convenció para ceder ante su captor. Un certero golpe en la nuca lo sumió en la inconsciencia.

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Patapalo
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Desde luego, esto no me lo esparaba. A ver cómo encajan las piezas en los dos capítulos restantes.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Si te ves con un ¡puff! al final, no seas muy malo...

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Maundevar dijo:

Si te ves con un ¡puff! al final, no seas muy malo...

Llegas tarde. Más que con un ¡puff!, me he visto perdido. No he pillado por dónde ibas y termino sin verlo muy claro. Pero, vamos, que soy solo un lector.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Pues sí. Daba demasiadas pocas pistas, y calibré muy mal ese punto

El prólogo es un extracto de un escrito histórico que relata la historia de como el rey Rodrigo entró en un palacio prohibido para todos los godos (la casa de Hércules). Desde la fundación del reino visigodo en Hispania, se supone que cada vez que se proclamaba un rey (esto forma parte del mito), éste debía colocar un candado en la puerta de entrada del palacio, como señal de respeto y de que jamás entraría en él.

Pero esto fue así, hasta que el último rey (el número 27) decidió no poner su candado y romperlos todos para entrar en el palacio y robar sus riquezas (esos son los 27 errores del rey Rodrigo: 27 candados rotos, que son los candados que nombra el prólogo). Dentro del palacio encuentra la cajita de plata y en su interior está la maldición que cae sobre Rodrigo y sobre el pueblo godo. Y esta maldición, es la invasión de los musulmanes.

Realmente he utilizado una leyenda de un documento histórico y utilizado el ambiente de la época para darle más "cuento" o fantasía a ese mito del palacio de Hércules. Pero quise que la resolución llegara con leves pistas: la mención de los candados del Prólogo con la cajita de plata en su interior; Rodrigo volviendo con esa cajita, de tal forma que es él quien entra en el palacio, rompe los candados y roba la cajita; y que dicha cajita supone la maldición que hace llegar a los musulmanes, hecho que comenta la hija de Khindas al musulmán. Pero todo está tan distanciado que hace casi imposible al lector relacionarlo... Me pasé con la idea de "leves pistas"... ...y quedó en: ¿y qué leches quería contarme éste?

Pero solo con tus críticas, ya me quedo satisfecho.

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Patapalo
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Pues sí, me temo que ese es el problema. En esto Nachob es muy hábil: cuando estás haciendo un pase de manos para que no resulten muy obvias las explicaciones hay que controlar hasta qué punto la atención del lector se va a fijar en otra cosa. Al principio del relato pensé que la historia del sayón terminaría por juntarse con la de Rodrigo y eso aumentó mi sensación de estar perdiéndome por el camino.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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