Traficantes de recuerdos

Imagen de Patapalo

Un relato de Patapalo que fue finalista del Premio La Lectora Impaciente

 

Una suave llovizna acariciaba, con la ternura de un amante, la diminuta plaza enlosada entre la Calle Buio y el Sottoportego dei Sogni. Aunque estábamos a principios de septiembre, hacía un frío de mil demonios. No en toda Italia se canta Oh, sole mio!, o, mejor dicho, no siempre se canta con buenos motivos.

Sí, Venecia una vez más. Después de perder la pista de Tao en una buhardilla parisina, conseguí reencontrar el hilo de Ariadna en la Bella República. Después del agobio del París sobrecargado de turistas estivales, no era una perspectiva halagüeña, sobre todo porque en el Venetto es mucho más difícil darles esquinazo. Especialmente, si te dedicas a traficar con trozos de memoria.

Sin duda, el barrio nuevo tras el Arsenal sería un lugar mucho más discreto para nuestras transacciones, pero peligroso: muchos compradores para tan pocos retazos de historia que van naufragando huérfanos. No es de extrañar que, a veces, nos llamen cazadores de tesoros. Siempre alerta, siempre al acecho.

Así que había que soportar a los turistas, y la llovizna, y mantener la mente despejada aun con los ecos de las voces de los primeros, y la gélida caricia de la segunda.

Al final se abrió una puerta, un diminuto resquicio en una fachada de piedra salpicada de moho. Si no hubiera sabido que existía, ni siquiera la hubiera visto, escondida tras las pesadas bolsas de basura generadas por un turismo desmedido. Un turismo que, podría jurarlo, el chino Tao no veía siquiera.

─Buenas tardes, Barjola ─me saludó con su particular acento arrastrado.

─Tao ─contesté con un leve asentimiento de cabeza. No había levantado de nuevo la vista cuando mi interlocutor ya había desaparecido en el interior del edificio. Contuve un exabrupto y lo seguí.

Como gran parte de los edificios de Venecia, aquel enorme caserón era una maravilla arquitectónica a la deriva. Era la enésima vez que venía a la ciudad de los canales y, aun así, no podía evitar maravillarme con el propio tesoro que es en sí misma.

Tras cruzar un angosto y húmedo pasillo, desembocamos en una curiosa sala abovedada. Las vigas se entrelazaban en el techo como una tela de araña, y bajo ellas un pavimento de mármol pulido por el tiempo se sumergía, suavemente, formando una escalinata hasta las oscuras aguas de los canales. La sala estaba fría como un mal presagio, y los brillantes ojos de las ratas, siempre vigilantes en los rincones oscuros, me hicieron desear haber desistido en mi búsqueda. ¿Merecía tanto la pena? Hacía dos meses que seguía su pista, dos meses y cinco países.

Por fortuna, el chino me llevaba a otra estancia, en el primer piso. No me hubiera gustado tener que negociar en una bodega o en un sótano tapizado por el musgo.

La escalinata, amplia pero construida en madera para aligerar el peso de la casa, nos condujo hasta una galería porticada desde la que se veía un amplio canal y un jardín vecino, un antiguo huerto superviviente de tiempos menos populosos. De aquel corredor pasamos a una antesala repleta de viejos y pesados cortinajes comidos por el moho y llena hasta el último milímetro de muebles, adornos y antigüedades. Aquello era un auténtico bazar, el resultado de años de acumulación de algún lunático, de alguien que amaba lo suficiente el arte y la historia para ocultar piezas clave al resto de la humanidad, para dejar que se pudrieran en aquel rincón bajo el epígrafe “mío”. Era el sueño y la pesadilla de todo traficante de antigüedades. Todo al alcance de la mano y un cancerbero demente e implacable para protegerlo. Desde luego, no esperaba que tuviera tres cabezas, pero, aun así, me sorprendió su aspecto.

El propietario de la pieza que iba que buscando era una mujer más bien joven, sobria en el vestir y elegante en sus movimientos. No era la vieja loca que se hunde con el recuerdo de sus antepasados ni el anciano decrépito consumido por la avaricia. Habría que agudizar el ingenio.

─El señor Tao me ha dicho que está usted interesado en el chevalier ─dijo con un delicioso acento italiano.

─Así es, señora ─repuse manteniendo la cortesía─. Su agente lo encontró poco antes de que cerrara el trato, y para mi cliente es vital que lo obtenga.

─¿Vital? ─inquirió con una media sonrisa─. ¿Este anillo en particular le resulta vital? ─reforzó el esbozo de burla mirando a su alrededor.

Sí, ¿por qué precisamente ese anillo? No era más hermoso que el reloj que adornaba la chimenea, ni más viejo que la estatuilla etrusca del aparador; ni siquiera más valioso que la alfombra que se deshacía a nuestros pies, abandonada a la humedad sempiterna de Venecia.

─Porque fue el regalo de boda de uno de sus antepasados, el Conde Ladislas Chamski, y porque desea usarlo para desposarse ella misma.

Nuestra anfitriona me observó con ojos de gato durante unos instantes. Estaba leyendo en el fondo de mis pupilas como quien lee las hojas del té. La impaciencia me quemaba por dentro. No tendría una segunda oportunidad después de una petición como esta.

─Señor Tao ─dijo finalmente─, acompañe al señor Barjola al estudio y entréguele el chevalier. La oferta que hizo en París es más que generosa.

─Gracias ─le dije con reconocimiento.

Ella hizo un gesto con la mano, como mostrando toda la opulencia acumulada en la sala, y me respondió con un tono algo fatigado:

─A veces es difícil decidir qué conservamos y qué sacrificamos para poder conservar.

 

Unos minutos más tarde, después de pagar en efectivo aquel sobrio anillo de oro con piedra de jade tallado engastada, me dispuse a abandonar el caserón con el tesoro en el bolsillo de mi gabardina. Me notaba ligero, embargado por un curioso romanticismo del que me sacó el curioso hablar arrastrado de mi colega, el chino.

─No sabía que su cliente fuera a contraer matrimonio ─me dijo Tao con un esbozo de sonrisa.

─Tarde o temprano lo hará ─le contesté satisfaciendo su cínica sospecha. Entonces, saqué de nuevo el anillo y lo contemplé un momento a la luz trémula del cielo encapotado─. ¿Tiene acaso importancia? Hace doscientos años, este anillo abandonó una familia. Hoy, parte hacia el reencuentro. ¿No siente la magia? Por conseguir una pieza como esta sería capaz de recorrer el mundo entero.

El chino me dedicó una sonrisa enigmática antes de replicarme:

─Y yo, por el contrario, sería capaz de traficar con antigüedades solo por tener que recorrerlo.

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