Cuentos de ahorcados

Imagen de Patapalo

Dejadme que os cuente una historia, una cierta, la de un niño que se quedó encerrado en el cuerpo de un hombre de tanto escuchar chismes de viejas, antiguas leyendas y crujidos de huesos prisioneros en el cabecero de su cama.

 

Decidido a escribir escribir este artículo no ceso de repetirme que no estoy dando explicaciones a nadie, que no intento justificar mi tendencia a los escenarios oscuros ni encontrar respuesta a ese angustiado “¿eres feliz?” que me planteaba mi madre cuando terminaba de leerse mis relatos de adolescencia. Hace tiempo que he aceptado que la literatura fosca es la que me atrae como autor y hace más todavía que he dejé de inquietarme por si los demás entendían o dejaban de entender ciertas cosas.

 

Por qué escribo entonces este discurso sobre cuentos de ahorcados es algo que no tengo muy claro. Como con la misma literatura de terror, no resulta obvio lo que se busca. ¿Atemorizar al lector? ¿Llegar a una catarsis? ¿Estimular el espíritu? ¿Desterrar los horrores? ¿Hacerlos más próximos y comprensibles? ¿Quizás más misteriosos? Supongo que habrá tantas respuestas como autores, y tantos matices como lectores, pero lo que ya no es suposición es que los cuentos de ahorcados son la expresión narrativa primaria, la que siempre ha estado allí.

 

Cuando en la Hispacón de hace dos años se batían cuál gatos risones panza arriba para dilucidar qué género era el Género -si la fantasía, la ciencia ficción o el terror- esgrimiendo argumentos tan peregrinos e ingeniosos como lúdicos, una luz avivó las sombras en mi mente. El terror es el género rey, pues es, en realidad, el único.

 

Toda narración se basa -salvo excepciones que confirmen la regla- en el conflicto, simple o múltiple. Y un conflicto es, o implica, miedo. Miedo a perder a la persona amada, a no triunfar en la vida, a que se te coman los marcianos o a que el mago no encuentre la runa de la espada del dragón. Miedo en cualquiera de sus niveles: terror intenso, leve temor, implacable horror, simple resquemor...

 

A lo largo de la historia, el arte narrativo ha adquirido distintos tintes, distintos niveles y distintos grados de complejidad, todos ellos marcados por unos impulsos estéticos determinados y por las corrientes de pensamiento de la época, religiosas o científicas. De este modo, la vieja narración, ésa que permitía recrear el terror atávico al cielo infinito, a los dientes del depredador hendiéndose en la carne del durmiente, o el inasible velo de la famina, se ha cubierto con la máscara correspondiente a su época y su público.

 

Así, las señoritas del siglo XIX temían no conseguir al hombre de sus sueños a través de las ácidas novelas de Jane Austin, y los burgueses sentían el temor controlado de la pobreza en las páginas de Charles Dickens. Y en la Odisea estaba la amenaza latente de los dioses, del destino traidor capaz de complicar la vida incluso a un hombre decidido, y en el Decameron el miedo a la muerte -a la peste- se sublimaba en miedos más cotidianos -a la vida-.

 

Temor, más o menos bien hilado, para captar la atención del lector, para conseguir que siga la trama de la historia hasta el final culminante. Un temor que ve su forma más pura en las historias de campamentos, ésas contadas en torno a una hoguera, a veces improvisadas, cuando la noche cae y el cansancio hace mella en los ánimos. Y es en este punto en el que volvemos a los cuentos de ahorcados.

 

Considerado un género menor, seguramente a causa de su impacto popular, ha habido grandes autores a lo largo del mundo y de la historia que lo han cultivado en su faceta más pura. Los cuentos de locura y muerte de Quiroga, o las leyendas de Bécquer, son buena muestra de ello. Pero antes de que estos autores nacieran siquiera hubo otro que a mí me fascina particularmente, y que supongo que es el causante de que los llame así -cuentos de ahorcados-. No es otro que Daniel Defoe.

 

El autor de “Vida y extraordinarias y portentosas aventuras de Robinson Crusoe de York, navegante” fue un pionero a la hora de recuperar esta tradición oral tan extendida en Inglaterra de los cuentos de ahorcados. Como se suele decir, en Londres es raro encontrar una calle que no tenga una casa encantada, y con tal filón un comunicador nato como Defoe tenía una oportunidad de oro. La aprovechó en varias antologías, y hay que decir que sus cuentos de aparecidos y criminales contienen esa ingenua pureza original del relato de ahorcados.

 

Se trata del temor atávico, ése que transmite la propia evocación del ahorcado. Es un temor tan puro que resulta poético, que entronca directamente con el alma humana. Seguramente muchos considerarán que se trata de una de las expresiones literarias más básicas, y su parte de razón llevan, pues sin duda bebe de las fuentes primarias, pero eso no quiere decir que sea por ello un género menor. De hecho, a mi parecer, es el modo narrativo clave para todo autor: aquél que haya conseguido poner los pelos de punta a su auditorio en una noche de tormenta ha abierto la caja de Pandora que encierra todas las emociones del hombre. A partir de ese momento podrá hacerles reír y llorar, anhelar un final o desear que no llegue nunca, porque habrá aprendido las notas que rigen al ánima humana.

Creo que es una buena razón para echar la vista atrás y escarbar entre las raíces. Es posible que entre el característico olor a tierra removida encontremos alguna clave oculta. Siempre y cuando, claro, creamos en ella, en esa silueta informe escondida tras cualquier hecho, por cotidiano que sea.

 

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