La mano enterrada

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Un relato distópico de Patapalo

 

Vircius mató a mi padre y a mi tío. Les desgarró el cuello, de un mordisco, a uno detrás de otro. Lo seguiría hasta el fin del mundo. Es un orgullo y un privilegio tener un líder de su talla en la jauría.

Estoy seguro de que, bajo su mando, encontraremos la mano enterrada. Quizás esta misma noche, quién sabe. ¡Una mano de hombre, de los reyes que construyeron estos laberintos de edificios muertos! ¡Qué no podrá una jauría con semejante trofeo!

Cuando topamos con la manada rival, en ese preciso callejón, siento que no estamos lejos de hacernos con ella. Luego se desata un pandemonio de ladridos, mordiscos y zarpazos que eclipsa todo. Solo sangre, babas y sudor en una lucha por la supremacía. Y coronándola, Vircius.

El líder enemigo es más sabio: un enorme bóxer, ya maduro, que se mantiene en segunda línea antes de ver por dónde atacar. Para mi horror, yo soy su objetivo.

Sus fauces se cierran sobre mi nuca, y son tan enormes que abarcan parte de mi espalda. Siento sus colmillos y la sangre resbalar. Siento el dolor, su punzada implacable. Y entonces pienso en Vircius, en el honor de servirle, y me bato.

Ruedo, me retuerzo como un gato, suelto dentelladas, agito las patas, hundo mis propios dientes en su carne. Y después de un instante de sanguinaria locura me alzo jadeante. Mis ojos brillan al descubrir al bóxer a mis pies, inerte. Mis ojos se velan de pura alegría al ver huir a nuestros rivales. Vircius estará orgulloso de mí. Ahora la mano enterrada será nuestra.

Lo veo aproximarse, todavía cubierto de la sangre y las tripas de los perros eviscerados. Busco el orgullo en sus ojos, el reconocimiento por mi esfuerzo. Únicamente me devuelven una mirada anegada en la locura. Pienso en la mano enterrada, en la reliquia, cuando sus dientes seccionan mi yugular.

Es un privilegio tener un líder como Vircius cuando no siente amenazada su primacía.

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