Harry Potter y la magia de los nombres

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Hablemos de una de las claves de esta serie de novelas

 

Cuando una obra literaria cosecha un triunfo tal que el de la saga de Harry Potter, se tiende a minimizar su calidad, a considerar banal lo que, en realidad, incluye muchos elementos susceptibles de ser reconocidos o incluso estudiados. En este artículo voy a intentar romper esta dinámica centrándome en un aspecto que me ha parecido muy conseguido en la obra de J.K. Rowling: la elección de los nombres.

Creían los egipcios que la magia de verdad consistía en conocer el nombre auténtico de las cosas. Esta relación entre la denominación que se da a las cosas y la esencia de estas no es baladí: solo conociendo el fondo de un elemento se puede actuar sobre él. Dada la cantidad de referencias a mitologías de todo tipo que incluye Rowling en su obra, algo que considero en gran parte el secreto de su éxito, no creo que la autora fuera ajena a esta curiosidad del Antiguo Egipto.

En el campo literario es crucial que las denominaciones sean acertadas: son elementos de anclaje básicos de cualquier narración y, en gran medida, se convierten en los puntos de referencia de los lectores. En primer lugar, han de ser fácilmente identificables y distinguibles: un autor no puede permitirse que un lector confunda unos personajes con otros, y el primer escollo lo va a encontrar en sus nombres, que son un elemento clave de las descripciones (incluso cuando se decide, deliberadamente, que queden omitidos).

En segundo lugar, esos nombres van a determinar muchas cosas del escenario indirectamente: en qué país nos encontramos, si es un lugar fantástico o real, si predomina la extravagancia o lo mundano, etc. Finalmente, cada nombre suscitará reacciones en el lector per se. Al igual que en los puntos anteriores, no estamos ante una ciencia exacta, pero, estadísticamente, hay cosas que debemos tener en cuenta: llamar Calígula a un personaje no es equivalente a bautizarlo como Juan o John.

Cuando repasamos los nombres que aparecen en las novelas de Harry Potter (interesante el significado de to potter about, que parece definitorio del personaje), nos damos cuenta de la importancia que da Rowling a este tema, que, sobre todo en los personajes secundarios, llega a ser definitorio de los mismos. Sin entrar en casos extremos, como el de Tom Riddle (combinación de banalidad con el término acertijo), vemos patrones claros.

El profesor duro y siniestro de Slytherin —casa cuyo símbolo es la serpiente— se llama Severus Snape, un conjunto siseante que gira en torno a la severidad, recalcada de un modo casi onomatopéyico por el apellido, que suena como una vara de azotar y, al mismo tiempo, nos remite a snake (serpiente). Es la contraposición de Minerva McGonagall, la estirada profesora que encarna, cómo no, la sabiduría.

El afable director de la escuela de magos es Albus Dumbledore, quizás rememorando a otro mago simpático y misterioso de nombre altisonante y juguetón de la obra de Tolkien, y, desde luego, dejando clara su alineación con el bien y la luz.

Este elemento es particularmente notable en las familias de magos de “sangre pura”, aunque, como pone de manifiesto Hermione Granger (la “granjera”), funciona en ambos sentidos: tenemos a Lucius y Draco (que no son más que dos referencias luciferinas al dragón mitológico) Malfoy (en Inglaterra se suele estudiar francés como idioma extranjero en los institutos, y es un idioma al que recurre Rowling junto al latín para crear atmósfera), o al ambiguo Sirius Black, una estrella en medio de la oscuridad de su familia, por citar algunos de memoria.

¿Dónde radica el interés de dejar todos estos guiños y referencias? No es una cuestión meramente intelectual. Rowling apela al imaginario colectivo y a la sonoridad para generar una atmósfera sugerente, y es curiosamente más competente en este aspecto que, por ejemplo, en las descripciones explícitas (¿alguien se acuerda de si los estudiantes llevaban sombrero o no a partir del primer libro? ¿O tiene presente qué pasa con la ropa de magos frente a la ropa de no-magos?).

Y lo cierto es que funciona. Al conocer el nombre de un personaje se te hace partícipe al mismo tiempo de detalles generales de su carácter o incluso de su destino. Puede parecer una simplificación, casi una idea fatalista sobre la importancia de los nombres, pero no hay que olvidar que estamos hablando de una obra para público juvenil – infantil que en total ha presentado varios miles de páginas por las que los lectores se han ido orientando sin perderse. ¿Alguien olvida de si Crabbe y Goyle son de los buenos o de los malos? ¿O del carácter excéntrico de Luna Lovegood?

Cuando se aborda la escritura de un texto muchas veces se olvida de hasta qué punto los nombres de los personajes son cruciales. Obras como esta nos recuerdan que a un elemento tan inevitable se le puede sacar mucho jugo si lo utilizamos con acierto.

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