El silencio del mar

Imagen de Jack Culebra

Echemos un vistazo a la obra de Jean-Pierre Melville

 

El silencio del mar es la adaptación de la novela corta homónima de Vercors, pseudónimo de Jean Bruller, que fue publicada durante la resistencia, en 1942. Jean-Pierre Melville, que fue resistente a su vez, deja claro desde el comienzo que estos mimbres no son accesorios, sino que la obra, y el filme que deriva de ella, están claramente enmarcados en un tiempo, unas circunstancias y un espíritu: el de la Francia ocupada durante la II Guerra Mundial. Por eso, tal vez, llama tanto la atención cómo se desarrolla la película.

En primer lugar, por el factor estético: El silencio del mar está rodada en la propia casa de Vercors, pero lejos de sentirnos en la campiña francesa dentro de la dinámica de la guerra, da la impresión de que estamos en una mansión de novela gótica. Los juegos de luces, el inteligente uso de la ausencia —encarnada, sobre todo, en el silencio roto por el tic tac del carrillón—, la sensación opresiva, casi claustrofóbica, la representación de la casa como un espacio laberíntico... todos estos elementos remiten a la novela gótica y generan angustia en el espectador, que se siente compartir ese espacio, que se antoja por momentos una prisión, tanto con los anfitriones forzados —un anciano y su sobrina— como con el oficial alemán que impone su presencia.

Los mismos protagonistas, estos tres personajes sobre los que reside el peso de la narración, parecen sometidos a los cánones de este tipo de novela: son como una familia disfuncional, son prisioneros unos de otros, arrastran unos sueños y un pasado que se va deformando a medida que avanza la trama. El oficial, presentado en un primer plano casi como un vampiro cinematográfico, pugna por transmitir su admiración por un país al que cree poder integrar en un proyecto grandioso. El anciano y su sobrina, patriotas silenciosos, luchan por conjurar ese espectro que se ha introducido en su hogar y terminan, casi, por convertirse en fantasmas ellos mismos.

Con esta tensión continua avanza la narración hacia el momento en el que ambas presencias van a tener que interactuar finalmente. Es un avance moroso, lento, medido por una banda sonora que juega con ese silencio y esa pugna en la que incluso las miradas se esquivan.

Melville entiende cómo afrontar la adaptación de una novela sin pretender apoyarse en sus recursos, que son ajenos, en muchos casos, a los del cine. Sí, hay espacio para la reflexión —introspectiva a través de la voz narradora, compartida a través de los monólogos sin respuesta del oficial—, pero el director no comete el error de dejar en ella el peso: son las emociones, catalizadas por elementos como el fuego en la chimenea, el armonio o el propio espacio que comparten los actores, la biblioteca, las que marcan el discurrir de El silencio del mar como los martillazos que cierran un ataúd.

Una visión muy particular de la resistencia, donde la épica y la confrontación se trasladan a niveles por lo general olvidados. Todo un clásico que, por su originalidad, merece la pena ser visto, aunque su ritmo diste mucho de lo que estamos habituados a día de hoy. Fascinante.

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