La Oscuridad de Tánatos

Imagen de Maundevar

Un inquietante relato de Maundevar

 

Avanzó por la oscuridad siguiendo los susurros. Recorrió todos los recovecos de aquel lugar que tan bien conocía. Esta vez no se le escaparía. Daría con Él y le convencería para que le ayudase a salir. No podía esperar otra eternidad. Iba a enloquecer como siguiera recluido en aquella cárcel. Había reflexionado durante tanto tiempo su encuentro. Le convencería para que le dejase abandonar la oscuridad, dejarle ver la luz, volver a sentir, a saborear, a oler. Quería captar de nuevo el aroma del mundo. El ansia le hizo correr entre la penumbra de los pasadizos como un torbellino. Paredes, techos y suelos, todos negros y opacos, eran muros que impedían su libertad. Y tan solo Él sabía dónde se encontraba la salida. Pero algo le hizo parar de repente. Una idea. Un nombre. Irvine ¿Irvine? ¿Quién era Irvine? Puede que él mismo o alguien conocido.

Irvine, sonó de nuevo en su cabeza.

Ya no recordaba, pero la idea seguía dando vueltas en su mente en la búsqueda de un lugar en el que aposentarse. Irvine, se repitió.

De repente creyó notar algo. Un extraño sentimiento hacia aquel nombre que bailoteaba en su mente. Irvine, Irvine, Irvine…

Angustia era lo que sentía. Sí, eso era. Irvine. Aflicción difusa. No tenía claro de dónde procedía el malestar: ¿respiración acelerada quizás?; Irvine ¿o podía que del palpitar de un corazón desbocado? No podía saberlo. Tan solo alcanzaba a notar ese extraño pesar en la mente, y aquel nombre. Irvine. Le recordaba a una sensación casi olvidada. Era como una impresión de una vida anterior. Irvine. Pero aquel nombre se fue esfumando lentamente, y el silencio tornó a su espíritu. Entonces fue cuando de nuevo le invadió la tristeza. Añoranza del dolor físico. Esa sensación tan viva y clara. Esperó un instante hasta que aquel extraño estímulo pasó. Todo volvía a ser oscuridad, y con ello ahogó su melancolía.

Avanzó hasta la última estancia: un lugar profundo; un sitio que llegó a considerar como el más íntimo de su celda. Y allí lo encontró, agazapado en una esquina mientras murmuraba en un tono casi inaudible.

No había luz ni claridad, tan solo oscuridad, pero Él seguía siendo visible en mitad de aquel vacío. Subió por la pared con el pulso de unos brazos huesudos y alargados, mientras murmuraba en una lengua que el reo no supo comprender. Su espalda encorvada estaba cubierta por unas alas membranosas. Era como un enorme murciélago con el rostro de un humano. Avanzó por el techo hasta quedar colgado sobre el prisionero. Un breve silencio precedió a sus palabras:

¿Por qué me buscas? ―resonó en una voz lánguida, mientras le observaba con curiosidad.

Déjame salir ―reclamó el reo entre súplicas―. Llévame contigo. Sácame de esta cárcel.

Es Tánatos quien elige almas. Es Tánatos quien se lleva a la gente al más allá. Los espíritus no deben marcar mi senda. Yo trazo el camino que debéis coger.

¿Entonces por qué has venido?

El monstruo sonrió.

Estos lugares son fríos y oscuros, tranquilos y apacibles. No debes temer este lugar. Tú mismo lo has creado.

¿Creado? Yo no sé qué hago en este lugar.

Por eso no estás preparado. Cuando el silencio sea paz; cuando la oscuridad sea sosiego; será entonces cuando vendré a recogerte.

De repente, la figura de Tánatos clareó hasta transformarse en una bruma que se fundió en las tinieblas.

¡No! ―gritó el prisionero entre sollozos―. Por favor, sácame de aquí. Déjame salir.

Sabía que sus súplicas no atravesarían aquellos muros. Se dejó caer al suelo recogiéndose en un ovillo, mientras la oscuridad colmaba de nuevo su mente. Esperaría de nuevo otra eternidad hasta la vuelta de su carcelero.

***

Tánatos se atusó el traje. Acomodarse de nuevo a la apariencia humana era algo que le contrariaba, pero disfrutar de un paseo nocturno por los cementerios de Edimburgo valía tal molestia. Vio aproximarse al vigilante del cementerio, al que saludó con su sombrero de copa, y un leve gesto de su bastón.

Buenas noches, señor ―dijo el guarda―. Si necesita flores, no dude en pedírmelas.

Tánatos sonrió sin responder.

Si quiere, limpio lápidas y lustro el metal de las inscripciones ―insistió el celador―. Todo por un módico precio ―sonrió―. Una donación voluntaria.

La expresión de Tánatos no varió, y el viejo vigilante se incomodó. Observó los brillos de la seda que componía su traje. Aquel personaje no debía ser un cualquiera. ¿Y qué hacía un individuo con aquel atuendo tan noble ante la tumba de un miserable?

De repente una idea le aclaró el motivo por el que un caballero podría circular a aquellas horas tan intempestivas por un cementerio de la plebe: tráfico de muertos, concluyó; y él no pintaba nada en aquellos oscuros robos de la Facultad de Medicina. En su día compraron su silencio, y no quería verse inmerso en mitad de una de esas lúgubres transacciones, acabando en la camilla de un aula de cirugía.

Bueno, será mejor que me marche ―se despidió el guarda con recelo―. Que Dios le guarde.

¿Dios guardarme?”, se dijo Tánatos sonriente mientras seguía con la mirada al celador que ya se confundía en la penumbra de la noche. Si aquel hombre supiera con quien había hablado. Él era Tánatos. Él era el Dios de aquel lugar. Él era quien abría las puertas del más allá.

Un leve murmullo a su espalda, un lamento casi inaudible, llamó su atención. Provenía de una estela funeraria cubierta por la verdina. Una lista de nombres y fechas de defunción labradas sobre la piedra mostraban a varios miembros del apellido Scott. Tánatos cerró los ojos para observar en la oscuridad y penetrar en su mundo. Allí encontró al último de aquella saga. Irvine Scott seguía en el suelo húmedo de su celda, llorando como un chiquillo. Era el castigo de Tánatos. Aquellos que no merecían cruzar al más allá quedaban en su mundo, permanecían encerrados hasta que el Dios creyera oportuno.

En aquel lugar no había tortura ni dolor. Tánatos no dejaba a sus víctimas morir. Tánatos no les permitía vivir. No era un dormir sin sueños. Era mucho peor. Era una pesadilla sin sonidos, sin luces ni olores, sin dolores ni sabores. Una eterna espera en la oscuridad. Y Tánatos se alimentaba de la locura de sus prisioneros. Un último sollozo ahogado de Irvine excitó al Dios de la muerte, que se alejó satisfecho abandonando al espíritu del hombre.

Se ajustó su sombrero y se volvió caminando por la senda de grava del cementerio Greyfriars. Fue avanzando hasta que su silueta se fundió en la niebla. Y allí quedaron los espíritus de los hombres, envueltos en su propia oscuridad, en el infierno de encontrarse solos. El final de los hombres es un dormir sin sueños, pero en el infierno de Tánatos, la muerte es la vida en la nada eterna.

Los lamentos de Irvine quedaron ocultos bajo su sepultura, al igual que la de muchos otros. Allí quedó en el oscuro mundo de sus pensamientos, en el lugar más cruel y terrible que existe para un alma: su propio yo. Aislado por toda la eternidad.

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