20.000 Leguas de viaje submarino

Imagen de Jack Culebra

Ahora que está tan de moda el steampunk, una mirada a un gran clásico

 

He perdido la cuenta de las veces que he visto esta película. Para mí, 20.000 Leguas de viaje submarino es la quintaesencia del cine de aventuras. Cuando en 1954 la Disney, de la mano de Richard Fleischer, adaptaba la obra de Jules Verne, hizo algo grande, muy grande. No se trataba solo de acercar una novela de lo más interesante al gran público —si es que había alguna necesidad de ello; creo que no es el momento de hablar de la densidad narrativa del francés—, sino de aprovechar las posibilidades cinematográficas para dar una dimensión extra a una de las mayores historias de aventuras jamás escrita.

Sí, los elementos de profundidad de la novela, desde las connotaciones políticas de la locura del capitán Nemo a las sugerentes propuestas de ciencia ficción que implica el submarino y la vida bajo las aguas, están ahí, presentes y bien utilizados. Nos llegan dosificados, sin dejar que devoren la historia ni se trivialicen.

Tampoco se deja de lado el conflicto humano, que es indispensable si no se quiere que una historia de aventuras se quede en una carcasa vacía e insípida. En este sentido, las actuaciones de Kirk Douglas, ese inimitable arponero truhán, pendenciero y encantador, de James Mason, gigante y misterioso Nemo, un atormentado titán entre los hombres, de Paul Lukas, el encantadoramente victoriano profesor Aronnax, o de Peter Lorre, el fiel amigo y asistente, clásico sidekick, alcanzan cotas envidiables muy bien realzadas por la banda sonora y la propia estructura narrativa.

Sin embargo, ahí donde la película brilla, a mi entender, con toda su fuerza, es en el propio enfoque cinematográfico. Sea en la persecución de los caníbales en la isla, en el ataque del calamar gigante, en el paseo por los huertos submarinos o en las inolvidables escenas del órgano, 20.000 Leguas de viaje submarino es una inmersión distinta en la obra de Jules Verne. Sí, por supuesto durante la lectura la imaginación suple con creces nuestra falta de sentido musical o la tensión palpable cuando vemos inundarse el submarino, del mismo modo que lo hace cuando recreamos el sabor de la curiosa cena de bienvenida que reciben los prisioneros en el Nautilus o el frío aterrador de un mar de tormenta al ver el filme. Pero eso no hace menos fascinante la experiencia de verlo en la pantalla, desfilando, implacable y envolvente, ante nosotros.

Esto podría resultar paradójico si pensamos que la película data de mediados del siglo pasado. En estos casi sesenta años los efectos especiales han mejorado una barbaridad y es innegable que el cartón piedra salta a la vista en más de un momento. No obstante, creo que no perjudica a la película, sino todo lo contrario. De algún modo, el hieratismo de algunas escenas de acción encaja muy bien con el anacronismo propio de la historia, ayuda a mantener el tono romanesco, su lado literario. Quizás se deba, simplemente, a que en la filmación se respetó en gran medida el espíritu de los grabados que acompañaban la obra de Verne.

Quizás, tal vez, sea la pátina de nostalgia con la que se vuelve a ver esta película, con su majestuosa música y la grandilocuencia de su trama. De algún modo, para mí, refleja el auténtico steampunk; no es un juego estético destinado a satisfacer al espectador actual, sino un volver atrás en el tiempo —en lo social, en el acercamiento a la ciencia, en los anhelos— y observar uno de los caminos divergentes que pudiera haber sido. Uno en el que un submarino con aspecto de bestia marina haría tambalearse los cimientos de la sociedad. Es, en definitiva, un largo viaje por derroteros ignotos. Justo lo que tenía que ser.

 OcioZero · Condiciones de uso