El vasco que no comía demasiado

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Reseña de la novela de Óscar Terol publicada por Punto de lectura

«El alimento representa nuestro sentir. El cocinero es el mago, es el encargado de traducir el lenguaje de la tierra y sus productos en emociones (…) Nunca debemos olvidar el ingrediente invisible, el único que no se puede comercializar, el único que no caducará jamás y que es capaz de conseguir el milagro de la alquimia: que un plato se convierta en un te quiero»

A pesar de que el título y la sinopsis de la contraportada puedan sugerirnos que El vasco que no comía demasiado es una oda a la gastronomía tradicional frente al creciente consumo de platos precocinados o la exaltación a la cocina molecular promovida por chefs como Ferran Adriá, la novela de Óscar Terol tiene como principal ingrediente el amor expresado a través de la comida.

Es frecuente escuchar que «a un hombre se le conquista por el estómago». Sin embargo, cabe preguntarse ¿ocurre lo mismo con el lector? En nuestro menú literario disponemos de platos donde escoger según nuestras preferencias a través de historias que siempre dejan buen sabor de boca, aunque no hayamos probado bocado: Como agua para chocolate (Laura Esquivel), El festín de Babette (Isak Dinesen), Un dulce par de senos (Guiseppina Torreogrossa) o La señora de las especias (Chitra Banerdee Divakarduni).

Al igual que las novelas anteriormente citadas, Óscar Terol demuestra la conexión entre la cocina y los sentimientos. Si bien, El vasco que no comía demasiado introduce una serie de ingredientes que acaban convirtiéndolo en un libro de difícil digestión.

El autor vasco no puede evitar exaltar sus orígenes, especiando de manera innecesaria la historia con pizcas en las que demuestra su intolerancia por otras formas de gastronomía, como la italiana, su rechazo a la monarquía española o su pasión por los colores de su equipo de fútbol. Es posible que algunos lo justifiquen argumentando el uso de la ironía en estos comentarios, pues durante toda la novela el autor exhibe un humor tan grueso como la mayoría de sus personajes, sobre todo masculinos. Sin embargo, conforme avanzamos en la lectura, nos percatamos de que estos comentarios son realmente los únicos que no ocultan el auténtico sabor de sus ingredientes, sino que representan la manifestación de un auténtico espíritu patrio que jamás tiende a ocultar bajo la prosa, tal y como ocurre con otros fragmentos más fáciles de degustar.

Además, sus personajes carecen de la consistencia y textura adecuadas para ser disfrutados, siendo Carlos Zabala el mejor ejemplo. El protagonista oscila siguiendo el movimiento de sus generosas carnes entre el egoísmo infantil, la ingenuidad virginal y la gula carnal. A lo largo de sus capítulos, el personaje actúa siguiendo sus propios intereses la mayoría de las ocasiones, excepto en una escena que demuestra el rechazo a la familia real anteriormente resaltado, y aunque la novela versa sobre el amor y su presencia en nuestra vida diaria a través de pequeños gestos, como la elaboración de nuestro postre favorito, Carlos tiende más al encaprichamiento. Óscar Terol tiene una buena materia prima, pero en lugar de aprovecharla para describirnos el proceso de maduración del joven Zabala lejos del hogar familiar y su familia, opta por el modo de preparación más fácil. Es decir, el protagonista siempre encuentra más facilidades que obstáculos y, aunque tienden a presentársele durante su particular misión, consigue solventarlos sin apenas esfuerzo.

Por otro lado, Óscar Terol utiliza los estereotipos con los que se asocia a su gente, convirtiendo a la familia Zabala es un catálogo de excentricidad innecesaria. Es cierto que los progenitores, Carlos padre y Olga, protagonizan algunas de las escenas más desternillante de la novela, pero acaban por empalagar como un merengue demasiado dulce y presentan las mismas incongruencias que su hijo, demostrando que de tal palo, tal astilla. Precisamente, el resto de personajes que intervienen son meros estereotipos, como Ramón, más femenino que algunas mujeres de la historia, o directamente carecen de personalidad, como Clara, limitada a la novicia fea del grupo de aspirantes a monjas.

Después de un primer y segundo platos tan decepcionantes tanto en su preparación como en su presentación en la mesa, el postre termina de ponerle la guinda. El vasco que no comía demasiado tiende a desviarse de la principal desde el inicio, introduciendo de forma constante diversas subtramas que solo consiguen sobrecargar el plato hasta que desborda por los lados, obligando al camarero a servírnoslo con la mayor rapidez y presteza posible. De hecho, durante toda la lectura el ritmo resulta demasiado acelerado para la gran cantidad de ingredientes que va introduciendo. En los primeros capítulos, Óscar Terol nos presenta un contexto gastronómico en el que la soja es el principal (y único) ingrediente, una hipérbole que evidencia el progresivo empobrecimiento de nuestra cocina y la necesidad de recuperar los sabores del pasado, así como la costumbre de comer en familia. Sin embargo, una vez que Carlos Zalabra se embarca por completo en su misión, comienzan a surgir nuevas temáticas que no el autor termina de encauzar correctamente.

Por subsiguiente, El vasco que no comía demasiado debe digerirse con una buena dosis de bicarbonato, porque Óscar Terol introduce demasiados ingredientes para una receta que, en realidad, era bastante sencilla y que solo hubiese necesitado seguir los pasos especificados para dejar una agradable sensación a través del sentido de la vista y, por supuesto, del gusto.

 

Título: El vasco que no comía demasiado; págs.. 224

Autor: Óscar Terol

Editorial: Punto de lectura, 2012

ISBN: 9788466326483

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