Elvián en la Ciudad Perdida: El castillo de Turán

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Quinto capítulo de esta novela de fantasía de Gandalf

 

La cena había sido agradable. Elvián había conversado animosamente con Rötar y con la cuadrilla de Magos, especialmente con su buen amigo Astral, que le puso al corriente de lo que tenían que hacer en el castillo. Al parecer, debían dirigirse a una habitación llamada la “Sala del Tiempo”, donde Rötar tenía que activar los poderes del Hacha de Caradhras y aprender la magia de los antiguos. Después de cenar, se dispusieron a dormir, mientras Sombra guardaba silencio en un rincón y miraba con rencor al grupo.

Era ya entrada la noche cuando el príncipe se despertó al sentir un murmullo. Miró en derredor y encontró a todos los Magos y al enano dormidos. Cuando miró al rincón donde estaba Sombra, bajo la luz de la hoguera vio a Zeon agazapado junto a él. Hablaban en susurros, pero debido al silencio imperante le llegaban las palabras con claridad.

–Pero si eres inmortal –decía el aprendiz–, ¿cómo es que te has convertido en zombi?

–¿No has visto la grieta de la joya de mi frente? –respondió Sombra–. Creo que es por eso, y por una maldición, seguramente. Ni siquiera sé ya dónde está mi señor.

–¿Y quién es tu señor?

–Todo aquel que me proporcione un nuevo cuerpo con una joya como esta –se señaló a la frente.

Zeon se llevó la mano al mentón y empezó a cavilar durante un momento, o por lo menos a Elvián le parecía que hacía eso. Alguna idea semejaba rondarle por la sesera.

–¿Te gustaría que yo…?

–¿Qué estás haciendo? –dijo una voz suave, pero severa.

Zeon se volvió sobresaltado, y lo mismo hizo Elvián. Ambos se sorprendieron al ver a Rashmond en pie. Ninguno de ellos le había oído levantarse. El único que se mantenía tranquilo y en silencio era el zombi, que observaba al Mago con una sonrisa maliciosa dibujada en los labios.

–Aléjate inmediatamente de Sombra –dijo el hechicero mirando directamente a su pupilo–. No es una compañía que te convenga.

–Yo solo quería aprender –replicó Zeon con la vista clavada en el suelo–. Esta criatura me puede enseñar tanto…

–Hay mejores formas de aprender –respondió Rashmond–, pero a veces creo que quieres hacerlo demasiado deprisa. Ahora vete a dormir. Y tú –se volvió al zombi–, también quiero que te duermas.

–¿Olvidas que los zombis no duermen? –dijo Sombra ensanchando su sonrisa–. ¿Cómo vas a obligarme a…?

Antes de que Sombra pudiera acabar la frase, Rashmond chasqueó los dedos y el zombi se desmoronó, completamente dormido. Zeon se recostó en su catre improvisado y miró con rencor a su mentor, quien guiñó un ojo a Elvián antes de dirigirse al suyo. La noche pasó sin más incidentes.

Astral le despertó a la mañana siguiente. El príncipe bostezó con disimulo (aunque sus modales no eran tan exagerados, todavía había atisbos de su anterior educación), se desperezó y estudió la estancia. Sombra todavía estaba en su rincón, pero no estaban presentes Rashmond, Midna, Dalmar, Melmac ni Zeon. Le preguntó a su amigo por su paradero.

–Están en el piso de abajo –respondió el Mago–. Hildavar está a punto de salir de la ciudad, y Rashmond insistió en bajar para tranquilizar a Trueno. Ven, vamos a echar un vistazo por la ventana.

Había espacio suficiente para que todos pudieran mirar. Elvián se puso al lado de Rötar, a quien Runuc ayudaba a asomarse, y echó una ojeada a las calles desiertas. Durante un tiempo no pasó nada, pero de pronto sonó un terrible estruendo parecido al de un terremoto. Algo de un tamaño descomunal pasó por debajo de la calzada, que se abombó un poco hacia arriba y luego, como si esta fuese de goma, volvió a su aspecto original cuando la criatura pasó de largo. Rashmond apareció por el hueco del suelo.

–Hildavar acaba de salir de la ciudad –dijo–. Pongámonos en marcha.

Acompañaron al hechicero al piso inferior, donde esperaba el resto. Como había dicho, Rashmond obligó a Sombra a ir con ellos. Los demás se dedicaban a acariciar el lomo de Trueno para mitigar el miedo que sentía, pero no se tranquilizó hasta que Elvián le susurró al oído:

–No te preocupes, aquí estarás a salvo. Pase lo que pase, no abandones este lugar hasta que regresemos.

–Sabias palabras –comentó Rashmond–. Además, no estaremos fuera durante mucho tiempo. Si todo sale bien, volveremos hoy por la noche o mañana por la mañana. Si después de este tiempo no estamos de vuelta, huye de esta ciudad.

Antes de salir al exterior, Elvián cogió su escudo mágico y se lo colocó en el brazo. Abrían la marcha Rashmond y Zeon, que había perdido su porte orgulloso y miraba con nerviosismo a todas partes. Realmente le había asustado el avance de Hildavar. Avanzaban en fila india, siendo Elvián y Astral los últimos en la cola. El príncipe miró hacia delante, hacia la pequeña colina en cuya cima descansaba el imponente castillo. No estaba muy lejos, pero les llevaría algún tiempo llegar. Si mantenían un buen ritmo podían alcanzar su objetivo antes de que Hildavar regresara. Estos pensamientos le provocaban escalofríos. Le había impresionado cómo el monstruo había levantado la calzada al pasar, aún sin haber llegado a ver su cuerpo. Sin embargo, el verse rodeado de tan notables Magos y, sobre todo, acompañado de su buen amigo Astral, hacían que la desesperanza desapareciera de su corazón.

Tardaron alrededor de dos horas en llegar a la cima de la colina. Desde allí, el castillo presentaba un aspecto mucho más majestuoso, que contrastaba con la ruina y la miseria que les rodeaba. El único que no mostraba interés alguno por la grandiosa construcción era Sombra. Incluso Zeon, tan orgulloso e irritante, miraba maravillado los muros del palacio y admiraba la belleza de sus detalles. Rashmond también estaba impresionado, pero a la vez parecía inquieto.

–Conozco este castillo –musitó–. He estado aquí antes, en la Primera Edad. Sin duda, nos encontramos en la capital del reino de Turán. ¿Cómo es posible que el paso del tiempo no haya afectado a este castillo?

Sin esperar la respuesta de nadie, empezó a caminar hacia los portones, obligando a Sombra a avanzar con él. Por suerte, las puertas estaban abiertas, aunque aquello tampoco les tranquilizó demasiado. Más extraño aún les pareció que los candelabros y antorchas que servían de iluminación ardieran con vivaces y amarillentas llamas. El desierto recibidor estaba en silencio, lo que hacía que sus pisadas resonaran irritantemente. Elvián compartía los temores del hechicero. También le intrigaba el impecable aspecto que presentaba el palacio. Si las antorchas ardían, es que alguien se encargaba de mantener vivo el juego, pero… ¿de quién se trataría? Apretó la empuñadura de su espada en busca de consuelo, pero no lo encontró.

Rashmond observaba los detalles del recibidor, recordando el castillo tal y como era antes, y era incapaz de encontrar diferencia alguna. Estaba exactamente igual a como lo retenía en su mente. Tenía un mal presentimiento, en aquel lugar ocurría algo, algo ajeno a la presencia de Hildavar, y no deseaba pararse a descubrirlo. Alejando los malos presagios de su imaginación, se volvió hacia Sombra.

–Tú –le dijo–, es hora de que por fin resultes útil. Vas a ayudarnos a encontrar la Sala del Tiempo. ¿Dónde está?

–¿Y a mí qué me cuentas? –replicó el zombi–. Yo no sé nada de eso.

–¿Cómo? –exclamó Rashmond–. Tú eras el consejero del rey Lood antes de tu traición. Deberías saberlo.

–¡Pues no lo sé! –dijo Sombra alzando la voz–. ¡No conozco ninguna Sala del Tiempo! ¡Es la primera vez que oigo algo así!

–Claro, ¿cómo no me di cuenta? –musitó Rashmond como si hablara para sí–. Se construyó después de la derrota del Demonio Rojo, ¿pero dónde? ¿No sabes cuál podría ser el lugar idóneo?

–Es posible –reconoció Sombra–, pero la verdad es que no os lo voy a decir. ¿Pensabais que os lo iba a decir?

El hechicero miró de soslayo a Midna, que se adelantó unos pasos y observó con una cínica sonrisa al zombi.

–¿Olvidas que fui yo quién invocó esa cadena? –preguntó.

Sombra devolvió la mirada a la bruja, sin comprender. Súbitamente, una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo y fue a impactar en la joya de su frente, causándole un terrible dolor. El zombi cayó de rodillas y fijó sus furiosos ojos en los de la hechicera.

–Ahora ya sabes lo que hay –dijo Midna–. Ayúdanos o atente a las consecuencias. Y ten en cuenta que esta primera descarga ha sido suavecita.

–Está bien, os llevaré –replicó Sombra tras mirar con odio a la bruja–. Es por aquí.

El zombi echó a andar seguido por los demás. Quizás temeroso de recibir otra descarga, se mostraba más hablador y solícito que antes.

–En los tiempos en que era consejero del rey Lood –explicaba–, había una estancia vacía, pero de inmenso poder mágico. Se decía que recibía su poder directamente de los Mundos Superiores. Más aún, que estar en ese lugar era como estar directamente en los Mundos Superiores. Una habitación en la que se puede alterar el espacio y el tiempo solo es posible allí.

Avanzaron por el ala este del castillo durante un buen rato. Cuando hubieron recorrido un buen trecho, alcanzaron a ver un gran agujero en el suelo. Comprobaron lo profundo que era cuando se asomaron al pozo. No consiguieron ver el fondo, y Sombra sonrió con amargura.

–Por ahí es por donde emergió “Eso” cuando me encontré con él –dijo–. A decir verdad, ni siquiera sé cómo logré escapar de él.

Dejaron atrás el abismo y continuaron la marcha. No habían avanzado mucho cuando empezaron a oír los pasos. Sonaban más adelante, pero parecía que no se acercaban a ellos. Todos excepto Sombra se sintieron inquietos. Nada humano podía habitar entre los muros de aquel castillo, y menos con Hildavar rodando por el paraje. Caminaron con cautela hasta que divisaron la pared del otro lado. Pero lo que captó su atención fue el hombre. Un hombre que les daba la espalda se afanaba en limpiar el polvo de las estatuas que se levantaban en la zona con los restos de un antiquísimo polvero. Vestía un raído y harapiento traje de mayordomo. Sus cabellos, canosos y escasos, caían sobre sus hombros. Rashmond reconoció el traje como el de los sirvientes del castillo de Turán. Le llegó el aroma que desprendía el hombre, e inmediatamente supo de qué se trataba.

–Es un zombi –dijo en voz baja a sus compañeros–. Si hay uno seguramente habrá más. Ocupémonos de él antes de que nos vea y dé la voz de alarma.

Pero sus palabras llegaron demasiado tarde, porque el hombre se dio la vuelta, mostrando un rostro cadavérico y azulado, y los descubrió. Acto seguido, abrió la boca y emitió un lastimero y espantoso aullido. En respuesta oyeron varios quejidos y murmullos fantasmales seguidos de pasos uniformes. Las puertas de los lados se abrieron y de ellas salieron varios zombis con ropajes de lo más diverso, desde armaduras de la guardia real hasta vestimentas del servicio de limpieza.

–Un imprevisto inoportuno –comentó Melmac–. Tenemos que encontrar la Sala del Tiempo, y rápido.

–Tú –dijo Rashmond volviéndose a Sombra, que sonreía con malicia–, guíanos ahora mismo o te entregaré a los zombis de alimento.

–¿En serio? –replicó a Sombra dando a su voz serena un tono burlesco–. ¿De verdad crees que me harían algo? Te recuerdo que soy un zombi, y el zombi no mata al zombi. Los únicos que están en apuros sois vosotros –soltó una carcajada.

–Parece que te has olvidado de la cuerda mágica –dijo Midna.

Una nueva descarga traspasó el cuerpo de Sombra, impactando en la joya de la frente.

–Y ahora sé bueno y muéstranos el camino –dijo Midna, imitando el tono burlón del zombi.

–Está bien, os llevaré. Es un poco más adelante.

–Muy bien –dijo Rashmond–, entonces tendremos que abrirnos paso entre esta jauría de zombis. Ya sabéis lo que significa…

Elvián captó en seguida el significado de las palabras del Mago y desenvainó como un rayo su espada, mientras que Rötar blandía su enorme hacha. Por su parte, los Magos alzaban los cayados y con la mano libre concentraban la magia necesaria para realizar sus encantamientos. Los zombis se acercaban lentamente y dando traspiés, pero su avance era inexorable.

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