Un día cualquiera en la vida de Néstor Aguilera

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Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre

Nadie duda de la educación de Néstor Aguilera, de la generosidad y la inteligencia que derrocha a pie de calle, pero tampoco del temperamento brusco y distante que a veces exhibe en sus relaciones con las personas de su entorno. Sus anécdotas, concretamente sus incoherencias y sus rarezas, ya no son noticia para nadie; son tantas y tan variadas que desde hace tiempo pasan desapercibidas a familiares y parroquianos de la comarca.

El día de hoy es oscuro, marrón, el viento sopla huracanado y hace un bochorno inaguantable, un calor atípico para un primero de diciembre; las nubes, en un alarde de mal humor, no dejan de arrojar barro y más barro, aunque, eso sí es de agradecer, dejan flotando en el ambiente un intenso aroma a tierra mojada. No es de extrañar, pues, que el estado emocional de Néstor, muy susceptible en ocasiones, se resienta. A todo ello, y por si no fuera suficiente, se suma la luna llena que aparecerá dentro de unas horas. ¿Acaso el muchacho no está preparado para vivir al pie de la sierra, o es la sociedad a la que pertenece la que abrasa sus nervios? Se siente desubicado, no sabe muy bien si salir a pasear al centro, dormir una siesta en casa, como todos los días, o leer alguna de las novelas negras que tanto llaman su atención. Como durante el almuerzo ha abusado del Jerez, se toma el postre y, después de ensimismarse con la pantalla apagada de la televisión, decide lo segundo. «Siesta, no podría pasar sin ti». Sin embargo, como es de esperar, no puede pegar ojo. Un ejército de espectros caprichosos y hechiceras decrépitas y perversas asaltan a bocajarro su imaginación, que se desborda de una nebulosa de luces, colores y ritmos sensuales y acaba desbocándose en un baile obsceno y provocativo, en un aquelarre protagonizado por demonios y machos cabríos que absorben su voluntad, si es que queda algo de ella. Como la tarde está mediada, se levanta de la cama y se dirige al baño, sus piernas dobladas y apretadas y su mano sujetándose el bajo vientre. Con vista corta y paso lento, le acompaña una espesa bruma que no le brota desde hace tiempo pero que reconoce como bastante incómoda. Hace horas que ha dejado la caja de fármacos sobre la mesa, un cóctel explosivo que cada mes le prepara el boticario y que según él no hace otra cosa que dejarlo en un estado lamentable. La mira con más desdén que respeto y con el sentido de culpabilidad aguijoneando su conciencia le guiña un ojo y la deja tal cual. «Mañana será otro día». Se envalentona consigo mismo, un hecho habitual en su rutina diaria, y se sirve una copa de Oporto. ¡Otra más! «Al carajo la prescripción médica», se dice después de paladear a conciencia el primer trago. Se deja caer a plomo en el sofá, y con el aturdimiento y la confusión dando fuertes aldabonazos en su mente, escucha el sonido metálico y estridente de la chicharra que tiene por timbre. Sus pensamientos y sus acciones, como otras tantas veces, se proponen burlar cualquier orden de su cerebro, que atraviesa una de sus fases de obediencia y resignación, pero le es sumamente complicado; se levanta sobresaltado, brinca por el pasillo como un mono hambriento y se planta frente a la puerta.

—¿Quién llama? —pregunta, con una mancha de suspicacia empañando su hombría.

Como no recibe respuesta alguna, repite la pregunta. Y a la tercera:

—Soy yo, tu instructor —escucha una voz débil y pastosa, casi febril, apenas un susurro ininteligible que rebota de pared en pared como en el interior de un templo vacío—. Déjate de preguntas y abre de una vez, no tengo todo el día.

Y se encuentra con él. «¡No puede ser! ¡Otra vez no!» Lo observa con algo de rencor y miedo, ¡mucho miedo! Está ahí, delante de él, plantado en el rellano de la escalera con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Viste traje negro y lleva un sombrero del mismo color calado hasta las cejas y unas gafas de sol que le ocultan una mirada profunda e intimidatoria que Néstor conoce sobradamente.

—Pase, por favor —lo invita a entrar, a su pesar, después de hacer una exagerada reverencia y ponerse a su disposición-, y póngase cómodo.

Mientras observa cómo el tipo se quita el sombrero y toma asiento en una de las mecedoras que flanquean el sofá, Néstor le sirve una copa y se la ofrece con unos modales exquisitos.

—Hace tiempo que no me visita —le dice—. ¿Acaso quiere pasar desapercibido ante la gente? Es extraño, nadie excepto yo recuerda las últimas veces que se dejó caer por aquí, y eso que solemos recorrer el barrio entero.

Un silencio atroz recorre el salón, tiempo que el muchacho aprovecha para escudriñar la figura vaporosa y fugaz de aquel misterioso tipo, que por fin se decide a romper el hielo:

—Tengo noticias para ti —dice en un susurro que Néstor aún no se decide a reconocer como una voz—. ¿Recuerdas a Justo Aranda?

—¿El Gordo, el de la carnicería de enfrente?

—El mismo. No sé si sabes que habla muy mal de ti, de tu pequeño problema, ese que tú y yo conocemos...

—No me sorprende, es la misma canción de siempre. Todos lo comentan en el barrio.

—… Y que además eres gay —añade, y carraspea, tapándose la boca con el puño derecho.

—¿Gay —escupe, sacando pecho y tomando aire—, esa sabandija va diciendo por el barrio que soy gay?

—Efectivamente —contesta el instructor, mientras enciende un cigarrillo y le ofrece otro a Néstor—, yo no permitiría que nadie hablara de mí de esa manera. Además, dice que tu madre va de cama en cama.

—¿De cama en cama? —el rostro del muchacho se enciende hasta llegar al color de un tomate maduro—. ¡Tendré que hacer justicia con ese gusano!

El chico se levanta, se sienta y se bebe el Oporto de un trago. Se vuelve a levantar y arroja por la boca una sarta de insultos e improperios contra el carnicero. «¿Quién se cree que es? ¡Ya le taparé yo la boca a ese miserable! ¡Una puta, mamá una puta, lo que hay que oír, si siempre ha sido una santa!»

Mientras tanto, el hombre de gafas oscuras se vuelve a calar el sombrero y apaga el cigarro en el cenicero que decora el centro de la mesa de cristal. Néstor hace un ademán para apurar el suyo, pero se da cuenta de que no hay nada entre sus dedos. Mira el cenicero y lo encuentra limpio. Sin embargo, encuentra todo dentro de la normalidad. Se dispone entonces a posar la mirada sobre el cuerpo del tipo de negro, pero no encuentra más que una mecedora vacía. Sobre la mesa, dos copas de Oporto, una de ellas llena, intacta. Observa una sombra que sale del salón sin hacer ruido y a continuación un portazo. Las paredes vibran en la mente de Néstor, y un eco grave y repetitivo se deja escuchar en la habitación. El muchacho se levanta y camina unos pasos. Segundos más tarde se encuentra en la cocina. La bruma, la misma que lo acompaña desde antes de recibir a su instructor, no deja de seguirlo en todo momento. En su cabeza solo queda el rescoldo de la conversación mantenida con el extraño visitante, suficiente para preparar una venganza que le haga recuperar su dignidad. «¡Mi madre una puta! —se repite decenas de veces—. ¡Y yo gay! Loco… podría ser —reconoce—, ¿pero… gay?» Abre el cajón más alto del mueble, coge un cuchillo jamonero y lo mete en el bolsillo de su gabán, que se enfunda sobre la marcha. Acto seguido, con el semblante descompuesto por la ira y el deseo de venganza, abre la puerta y sale a la carrera a la calle.

 

Media hora más tarde, de nuevo en casa, exhausto y tembloroso, escucha la cerradura. Nota las pulsaciones aceleradas en sus sienes y respira hondo. Se encuentra en estado de shock. Un segundo después oye una voz que a medida que se acerca va reconociendo como la de su padre. El pobre hombre tiene el rostro compungido y la mirada apagada, sin una chispa de vida.

—Buenos días, hijo —lo saluda, visiblemente nervioso, mientras una lágrima recorre su mejilla—. ¡Es horrible! Hay una ambulancia y un coche de policía en la puerta de la carnicería. Uno de los vecinos dice que ha visto la figura borrosa de un muchacho joven salir con un cuchillo en la mano.

Néstor no contesta. Se recuesta sobre el respaldo de la mecedora, exhalando un aire de olvido que su padre interpreta como un alarde de prepotencia, e inicia un balanceo repetitivo que rechina en la habitación. El señor Aguilera confirma sus sospechas al deslizar la vista sobre la mesa y encontrar sobre ella la caja precintada de antipsicóticos.

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Patapalo
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Un relato en el que se ve buena mano, sin duda. El tono aséptico y rutinario está muy conseguido. En el apartado formal, solo me chirría un poco lo de "gay". Si el personaje lo considera peyorativo o indignante, creo que se podría haber tirado al menos de un "marica" o algo así.

Sin embargo, creo que el relato se queda más en ejercicio. Aunque se resuelve bien ese limbo apático del personaje que termina derrapando, no hay una vuelta de tuerca o un poso adicional que le dé más calado. Al final, cuando te has cruzado una docena de relatos sobre la locura de este tipo, necesitas algo más para que dejen huella.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Manuel Fernando...
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Gracias por el comentario, Patapalo. La crítica siempre es constructiva. Soy consciente de todo. Un abrazo.

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