Un titiritero ciego

Imagen de Brutal Ball

Marranio D'Ajoy entrevé su futuro en el Brutal Ball. Bienvenidos a la Ciudadela

Marranio D'Ajoy era un cerdo de buena familia, un tocino de los de arrastrar los huevos por el suelo, un miembro emérito de una estirpe tan rancia que su principal cometido en el mundo era brindar descendencia con la que perpetuar su linaje. Un verraco de cría, vaya.

Desde el día en que vio la luz en la primera camada de la primera concubina de su padre, primogénito de los D'Ajoy, su destino quedó sellado: mentores particulares, piaras selectas con las que relacionarse, los lujos adecuados y, cuando hubo crecido lo suficiente, monterías y bacanales dignas de su rango, toda una escalinata de mármol alfombrada en el púrpura de los triunfadores que lo condujo sin demasiado esfuerzo y ningún quebradero de cabeza a su puesto de regidor en el Departamento de Propiedades y Títulos de la Ciudadela.

Su particular jaula de oro.

Sí, Marranio se sentía enjaulado. No es que el fasto y el boato lo hastiaran, que se sintiera incómodo llevando una vida entre sedas y banquetes sin fin; era perfectamente consciente de hasta qué punto era un privilegiado, alguien tan bien situado en la pirámide social de la Ciudadela que, a decir de sus más allegados, bien podía llegar a ocupar la cúspide, alguno de los pináculos desde los que se controlaban los hilos que de verdad cuentan. Sobre eso no cabía la menor duda: Marranio D'Ajoy podía convertirse en poco tiempo en el próximo sátrapa de las Siete Colinas. No sería el primer puerco en conseguirlo, ni tampoco el último. Los que creían que con esos ojos bovinos y esa expresión algo pasmada no tenía la presencia necesaria para ocupar semejante dignidad sabían bien poco de la telaraña política de la Ciudadela y de los D'Ajoy en concreto. Resultaba evidente que su característica mirada de pánico —que se revelaba en los momentos más inoportunos— y su dificultad a la hora de articular correctamente incluso la frase más sencilla —consecuencia de unos desmesurados colmillos, dignos atributos de su estatus que iban parejos a sus descomunales cojones— no le permitían brillar como orador. Pero, del mismo modo, era obvio que eso no era determinante en absoluto. No para gobernar en los niveles en los que se movían los D'Ajoy.

En los estratos superiores de la Ciudadela lo que de verdad contaba era lo que había detrás. Grandes fortunas, generaciones de contactos, conexiones con las eclesiarquías, los gremios, los necrarcas, los círculos internos, los purpurados, rancios árboles genealógicos que se remontaban al Gran Incendio, al Diluvio, al Infausto Asedio. Ambición. Ambición cultivada con mimo y paciencia camada tras camada, cruzando familias como quien cruza sabuesos o animales de monta, rosales o guisantes.

En Marranio germinaba la semilla de los D'Ajoy y ese era el motivo, no otro, de que se sintiese enjaulado. La cúspide de su cadena trófica se le quedaba pequeña aun antes de haberla alcanzado. La propia satrapía se le quedaba pequeña —que Marrain, la virginal deidad de muchos pechos de la que había tomado el nombre, le perdonase—. Al asomarse al balcón de su palacio, una señorial y vetusta construcción sita en una de las mismísimas Siete Colinas, incluso la Ciudadela se le quedaba pequeña: aunque el dédalo de callejuelas, avenidas, monumentos colosales, viaductos, canales, plazas, estadios, estatuas y templos se extendiera mucho más allá de lo que alcanzase la vista, la Ciudadela se le quedaba pequeña.

Que Marrain se apiadase de su alma.

Pequeña...

Sus poderosas manos se cerraron como cepos sobre la balaustrada y la obsidiana, milenaria como su propia familia, sufrió con él. Cómo podía alguien en sus cabales querer ser amo y señor de aquel miserable hormiguero, quién querría ver su destino ligado a esas abyectas existencias. Aquella perspectiva era, por decirlo en una palabra, insoportable.

No quería estar ahí, ni en la cúspide ni en la base.

Nunca había entendido por qué se afanaban en las minas y los talleres, por qué revolvían en los vertederos y rebuscaban en tumbas olvidadas eones atrás, por qué sudaban en las canteras y los mercados, por qué se desgañitaban para vender mercancías que él no hubiera querido ni regaladas. El vulgar pandemonio cotidiano de la Ciudadela lo espantaba y lo llenaba de perplejidad. Todo aquel ruido...

Y, sin embargo, había una melodía entremezclada con todo aquello que sí hacía vibrar algo en lo más profundo de su corazón, un clamor de cientos de voces —¡miles en los encuentros más reputados!— que le aceleraba el pulso y le encogía el estómago.

Brutal Ball.

Ah, nunca había sido devoto de una formación en concreto, no se sentía ligado a color alguno, pero desde el día en que su tutor lo llevó a ver su primer encuentro, cuando era todavía un lechón, había quedado infectado por una pasión sin límites por aquella danza violenta. Nunca olvidaría la emoción del partido, los atléticos cuerpos cubiertos de púas destilando determinación y mala leche, la tensión en los lanzamientos, la catarsis de los bloqueos, la épica de las melés y la elegancia de las carreras y los esputos ensangrentados. Por algo así sí que merecía la pena sudar, desgañitarse, dejarse la piel...

Brutal Ball, el único placer que le quedaba vedado. Si su tutor lo había llevado hasta un palco privado en las gradas de un pozo de la parte alta de la Ciudadela había sido, única y exclusivamente, para que conociera de primera mano las bajas pasiones de quienes algún día estarían bajo su cetro, se quienes se humillarían a los pies de su trono. A los cerdos de su abolengo no les estaba permitido involucrarse en el deporte de las masas. Conocía de sobra la historia de uno de sus primos segundos, de la rama de los Asmar, que había osado fichar por un equipo —¡mestizo, para mayor escarnio!— y que había sido desheredado mucho antes de poner un pie en el terreno de juego. Aquel camino, paradojas de un individuo tan poderoso, quedaba fuera de su alcance. Estaba reservado para jabalíes montaraces y puercos de baja estofa, miembros de esa base que servía a lo largo de la Ciudadela como guardias, taberneros y sicarios, ocupaciones de las de mancharse las manos como cuando aún eran seres que se refocilaban en el fango.

Ah, el fango. Gloria cubierta de barro, destilado de sangre y sueños en un pozo mientras la multitud enardecida ruge.

Marranio suspiró con la mirada todavía perdida en el laberinto de pasiones que se extendía más allá de su aristocrática colina. No era la primera vez que se permitía un momento de debilidad como aquel, pero era un puerco pragmático —se lo habían inculcado a hierro candente desde la porqueriza— y sabría sobreponerse a sí mismo, a sus anhelos. Quizás cuando dentro de poco, si todo iba bien, fuera investido como sátrapa...

Meneó la cabeza.

En esos momentos, un relámpago de un verde venenoso cruzó el firmamento como una mano de dedos descarnados. Su resplandor fue tan intenso que las lunas gemelas se vieron eclipsadas y la Ciudadela entera se tiñó de un tono enfermizo que le trajo ecos del Año de la Terrible Plaga. Fue tan solo un segundo, algo tan fugaz que si no hubiera sido por la impronta en su retina hubiera llegado a dudar de sus ojos, pero bastó para estremecerlo de pies a cabeza. Esfumado el escalofrío, Marranio se sonrió al pensar en qué barbaridades sugeriría aquel portento a los ingenuos habitantes de los barrios populares.

Seguro que algunos pedirían deseos y otros se persignarían asustados, convencidos de que el extraño prodigio no era otra cosa que un augurio, una advertencia de dioses que buscaban alertarlos de algún mal, quién sabe por qué estúpidos motivos. Como si a las instancias superiores les interesasen lo más mínimo sus destinos... ¡Si ni siquiera tenían sangre púrpura! Supersticiones y anhelos de gentes incapaces de entender que no todos los fenómenos de la naturaleza son cognoscibles; que, de hecho, es bueno que sea así para que el orden de las cosas pueda mantenerse.

El puerco regresó a sus aposentos con la sonrisa de desdén todavía dibujada en sus labios carnosos. Se sentía seguro bajo la admonición de Marrain, la de los muchos pechos, protegido bajo su generoso manto virginal, que tantos parabienes había traído a los suyos, generación tras generación. Por supuesto, no cayó en la tentación de pedir él mismo un deseo.

Tampoco hizo falta.

Marranio D'Ajoy, cegado por su formación académica y su orgullo, no llegó a vislumbrar que el desconocimiento no es patrimonio de los siervos, que hay muchas cosas en el ancho mundo que escapan al ojo incluso para los que creen controlarlo todo, que algunos deseos terminan por cumplirse para horror de quienes los anhelaron.

Marranio D'Ajoy ignoraba qué era lo que traía a la Ciudadela aquel resplandor verde encarnado proveniente de alguna remota dimensión mazmorra y qué ligazón tenía con lo que había escrito en su propio destino.

Marranio D'Ajoy ignoraba, en definitiva, que no solo iba a tener su propio equipo de Brutal Ball, sino también que su nombre quedaría inscrito para siempre en letras de oro y sangre en este deporte. Y en apenas unas semanas.

 

¿Sabías que...

la Ciudadela no existe en la realidad?

Aunque muchos escribas mistéricos sostienen lo contrario, no hay un lugar llamado la Ciudadela en el que la gran mayoría de una población variopinta y algo desquiciada vive en un estado de semiesclavitud fascinada por un deporte de reglas peregrinas que endiosa y hace endemoniadamente ricos a unos pocos mientras el resto sueña con ser como ellos.

Comixininos

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