El último samurai

Imagen de Jack Culebra

Comentario sobre esta película que me sorprendió, y muy gratamente, cuando, después de arduas negociaciones, pude al fin verla

 

Siempre que voy al cine con mi chica tenemos intercambios de impresiones, con cara de póquer, cuando vemos los anuncios de los siguientes estrenos. Como soy mejor jugador que ella, suelo salir perdiendo, ya que rara vez se percata de qué películas me apetece ver. Con “El último samurai” me pasó.

 

Desde que vi el trailer, supe que quería ver esta película. Sí, está claro que es un film con innumerables boletos para ser una tontería suprema e institucional: un americano que va a Japón –aunque el elemento valdría para cualquier otra localización cultural o geográfica-, una película de aventuras y guerra con protagonista guapín, música bien alta y efectos especiales, “rigor histórico”…

 

Pero claro, uno se ha criado viendo pelis de indios y vaqueros y soñando con ser como Indiana Jones, así que, por mucho que la parte racional del cerebro se oponga, en el fondo apetece ver lo que se denomina técnicamente un americanada. Lo que ya es más difícil es convencer a la seria cónyuge cuando ésta está en modo ver películas buenas de verdad, a poder ser clásicos. Por fortuna, existen los videoclubs de barrio que dan 3x2.

 

Así, meses, muchos meses después de haber visto por primera vez aquel trailer, pude ver por fin la película de marras. Y lamente mucho, francamente, no haberla visto en el cine.

 

Hablando en plata, no es una obra maestra. Creo que casi nadie defendería una cosa semejante. Sin embargo, es una muy buena película del género. Es una de esas películas que apetece ver en una pantalla enorme, amparado por la oscuridad cómplice y compartida con otras docenas de personas que se emocionarán puerilmente en el mismo momento que tú, y que igualmente intentarán ocultarlo.

 

La banda sonora truena en los momentos adecuados. Los caballos -gran virtud que, como insiste en recordar mi padre con frecuencia, tienen lo yanquis hollywoodienses- cabalgan de verdad, como si hubiera una batalla a la que ir. Los cañones restallan como demonios, pero nada pueden hacer contra esos arcos nipones que silban como si les fuera la vida en ello. Las peleas son de las que te hacen apretar la mandíbula, con la elegancia oriental que tanto nos fascina pero sin derroches al estilo Jackie Chan o Tigre y Dragón que tanto me perturban. Sin embargo, nada de esto sería suficiente, bien lo sabemos, si la pieza clave en todo film americano no estuviera a la altura: el gacho.

 

Tom Cruise, actor por el cual he sentido una aversión atávica desde que le viera por primera vez en las carpetas de las niñas de mi clase, demuestra ser un magnífico actor, lo que combinado con el buen gusto del director y del propio guión, hace que todo este montaje del último samurai funcione. Sí, cabía esperar una patochada, pero no lo es.

 

Que existían samurais en el siglo XIX es algo que no hubiera sospechado si no hubiera topado con algunas fotos reales de la época. Ver esta curiosidad histórica mezclada con un vaquero –porque es lo que tiene el personaje de Nathan Algren, que es muy vaquero- era algo que me hacía temblar y pensar en tonterías supremas como “El caballero negro”. No hay nada que deteste más en una película –o en el mundo en general- que uno de esos chistes tontos de incomprensiones culturales, más si alguien acaba bailando rap con cara de ser torpe y divertirse mucho. Creo que los encuentros peregrinos entre culturas tienen algo de épico, de emotivo, que da demasiado juego como para desperdiciarlo con un gaj idiota. Maravillas como “La misión” así lo prueban.

 

Así, ver a Cruise haciendo de yanqui descreído hasta la médula, y que encaje con el escenario, con el drama en el que te sumerge la película, y que no haya fantasmadas, ni vaciladas, y aun así el tío sea muy muy americano, es algo muy raro, y bonito a la vez.

 

Creo que, para mí, toda la película se la jugó en el primer enfrentamiento entre samurais y tropas del emperador (no Palpatine, sino el de Japón). Ahí me esperaba cualquier barbaridad: tanto románticos guerreros nipones imbatibles a los que se la repampimflan las balas, como heroicos soldados victoriosos de la guerra de secesión enseñando el arte de la guerra –de verdad- a los pobres ignorantes no nacidos entre Florida y California. Pero no hay ni una cosa ni otra.

 

A partir de allí me dejé llevar por el tema. Y lo raro es que seguía yendo bien. La inmersión del americano en la sociedad de la aldea japonesa aislada y resistente se escapaba de los tópicos esperados. El intercambio cultural entre el protagonista y los samurais no tenía nada de infantil ni de simplón. La labor de actuación de todos los actores era formidable, y existía esa química rara que es la que aparece cuando se representa la incomprensión. Incluso la historia de amor, que tenía que haberla para que la película fuera aprobada, se mantiene dentro de los límites de lo razonable.

 

El final, por otro lado, es lo que tocaba: épica, épica por los cuatro costados. No sé hasta que punto puede tener algún valor histórico (especialmente los desazonantes hechos posteriores a la batalla final), pero creo que la película no va de eso. Es un relato romántico basado en una instantánea histórica de lo más rocambolesca.

 

Se toma un Japón que sigue viviendo en los estertores de una sociedad feudal con unas tradiciones milenarias que han girado en gran medida en torno al arte de la guerra, se le abren algunos agujeros por los que entran los impetuosos occidentales que viven uno de los periodos más raros de su historia, la revolución industrial, y después se toma una historia improbable, una de esas que sólo pueden pasar en la vida real. Luego le das una buena fotografía, una buena banda sonora, un buen reparto, un director inspirado y –detalle importante- un presupuesto de esos que otras industrias del cine sólo sueñan.

 

Cierto, no tendrás una obra maestra, ni genial. Tal vez no aporte nada a la historia del cine ni a la ciencia de la comunicación. Sin embargo, habrás conseguido el objetivo por el que nació este invento: entretener al público.

 

Ya sé que me pesan mis películas de la infancia, las novelas de aventuras y mi concepto de la épica, pero de vez en cuando da gusto abandonarse al entretenimiento no totalmente desprovisto de significado. Sobre todo si trae un circo de los de caballos que trotan de verdad y actores que hacen muchas acrobacias con sus papeles. Americano, vaya.

 

 


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