El instinto de la loba

Imagen de Patapalo

Un breve relato ambientado en el universo de Megazoria

Thorun tiene quince años, los pulmones desgarrados por el frío y un sabor metálico en la boca que no augura nada bueno. En su aldea, las ancianas dicen que nació bajo los influjos de una mala luna, la noche equivocada. Los viejos, que una chiquilla no debería tener bebés antes de casarse. Los jóvenes, que está loca, que es una bestia salvaje, hermosa, indómita y poco adecuada para fundar una familia. Quizás tengan razón. Tal vez eso explique por qué está corriendo tras el huargo armada tan solo con un puñal, con la ropa desgarrada por sus zarpazos y sus dentelladas, dispuesta a dejarse el pellejo en la carrera y la vida en el combate. Ella, sin embargo, cree que el motivo es otro, que no es la locura la que la empuja a esa carrera suicida, sino los propios aldeanos: los que miraron a otro lado cuando Gudmund la dejó embarazada, los que le niegan su ayuda para cuidar al bebé, los que la rehuyen en la plaza... Si ese huargo se ha llevado a su bebé es por su culpa. Lo matará, sí, consiga salvar a su niño o no, pero no lo odia. A los aldeanos, sí, a esos sí podría odiarlos, pero no tiene tiempo para pensar en ellos. Solo tiene tiempo y energía para correr. Para correr tras la bestia, zancada a zancada, porque ir a la aldea a buscar ayuda sería una pérdida de tiempo.

No lo oyó llegar. En los bosques helados de Norsia suele reinar el silencio, sobre todo en esa época del año, pero una brisa silbaba lo suficiente para camuflar los pasos del depredador. Si hubiera sido una manada entera o ella no hubiera estado tan cansada, seguramente no la habría pillado por sorpresa. Solo la suerte la salvó de morir con la garganta destrozada. Si no se hubiera girado en ese momento, si no le hubiera dado tiempo a alzar el brazo, los caninos hubieran encontrado su carótida y no una manga de gruesas pieles. Aunque aquella suerte no había sido completa.

El huargo la había derribado sin esfuerzo, pero sin conseguir asirla por el cuello. Gracias a eso se lo había podido quitar de encima arreándole con una de las ramas que estaba recogiendo en el bosque. Lo había hecho con tal brutalidad que el animal había retrocedido entre gañidos de dolor. Sin embargo, no le había dado tiempo de ponerse en pie. Knut lloraba. Su niño se había despertado con los gruñidos de la bestia y, sobresaltado, lloraba. Y el huargo, que al principio lo había tomado por un fardo de pieles, había optado por llevárselo. Más valía una presa fácil que una capaz de aporrearlo en el hocico. Thorun no podía reprochárselo, pero tampoco podía dejarlo escapar.

Era una bestia grande pero flaca, ágil, nerviosa. Arrastraba a la carrera a su niño por entre los árboles con una facilidad desesperante. Ella no se había parado ni a recuperar el hacha de mano con la que se ayudaba para recolectar leña. El cuchillo tendría que bastar. El cuchillo y su determinación.

El tiempo ha perdido todo sentido. Parece que hay menos luz. Podría ser el anochecer o que el bosque es más denso en ese recodo. Poco importa. El huargo se ha detenido por fin y la aguarda con las fauces abiertas, gruñendo. No sabe si está agotado o harto de correr, si ha llegado a su destino o no quiere arriesgarse a un encuentro con carroñeros u otros depredadores. En los bosques helados del norte se puede pasar de cazador a presa en un parpadeo. Knut berrea todavía, a pleno pulmón, una señal esperanzadora. Ella se hunde en la nieve hasta las rodillas, babea fuego por la boca entreabierta, pero no se detiene. Está más allá del miedo, más allá de la razón. Franquea los últimos pasos lanzando un grito de berserker y se abalanza sobre la bestia.

Esta la recibe con una dentellada que se hunde en su hombro, atraviesa las pieles que lo cubren y se hinca en la carne. El dolor es punzante, pero no un rival para su angustia. Thorun abraza su mordisco aferrándose a la pelambre del lomo con la mano izquierda; si pudiera, le descoyuntaría la mandíbula a fuerza de empujar. El brazo derecho alza el cuchillo para apuñalar al animal en el costado. Es una pieza hermosa, de empuñadura de marfil de morsa y filo de hierro negro. Un regalo sin precio. También una herramienta letal. En Norsia la belleza es con frecuencia mortífera. El brazo desciende una y otra vez, implacable, y chorros de sangre caliente tiñen la nieve en derredor.

Thorun, de rodillas, tarda en darse cuenta de que el huargo ha muerto, pero no le importa asegurarse. Su bebé llora aún. Está vivo. Se tambalea hasta él y lo toma en sus brazos. El niño, aliviado de reencontrar a su madre, se calma con rapidez y, en el silencio que los baña a continuación, esta puede escuchar otro sollozo. Es el lamento débil de un cachorro. Sin soltar a su niño, sigue el quejido hasta una oquedad bajo un grueso árbol. De la misma asoma un huargo tan pequeño que apenas ha de tener unas semanas. Parece hecho de lana virgen.

Eso explica muchas cosas. La osadía de la madre, su comportamiento, su debilidad, su desesperación. Es muy difícil hacerse cargo de un pequeño sin la manada. Ella lo sabe mejor que nadie.

Deposita un beso en la fría naricilla de Knut y se vuelve hacia el cadáver del huargo. Su carne les dará fuerzas. A los tres. Su piel, el calor que necesitan. El olor facilitará que el cachorro confíe en ella y le permitirá cuidarlo, al menos mientras no pueda valerse por sí mismo. Esta siendo un invierno muy duro y cualquier aliado, cualquier ayuda, es buena. Por extraña o contradictoria que parezca. Es algo que en la aldea no consiguen entender. Por eso no piensa en ellos, sino en cómo podrán acomodarse en la madriguera. Ha de ser un buen lugar, sin duda, si una loba solitaria lo ha elegido como refugio para su pequeño.

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