Un alma perdida en Paris Nord-Est

Imagen de Akhul

Un relato ambientado en los bajos fondos de París en el siglo XIX

En los antros y abrevaderos del anchuroso mundo se pueden encontrar dos tipos de bebedores. Una raza desea el alcohol; la otra, sus encantos. La primera ansía beber, mientras la segunda ama estar bebiendo. Los primeros son los depredadores; los segundos las presas, aun cuando en ocasiones sean más peligrosos.

Samuel Drake trataba a menudo con ambas especies, y a ambas obligaba a rendir pleitesía. En su principal ocupación como espía de la reina Victoria en la urbe parisina se había visto en la tesitura de tratar con todo tipo de bebedores, y con frecuencia. Dicen que en el vino se encuentra la verdad, y ¿qué otra cosa desea esconder un espía bajo su capa de mentira?

Así el aristócrata inglés se perdía a menudo en la bohemia francesa, aunándose a las tendencias locales, mientras en su tierra natal los puros de sangre se batían con sus espectros de clases bajas apodados dandies. Confundidos en los efluvios del alcohol las elegantes salas de billar llegan a diferir poco de los tugurios de naipes, no siendo de extrañar que ovejas descarriadas de eminentes familias llegasen a extraviar aún más sus caminos en la gran París, y dadas sus elevadas esencias requerían de un pescador de alcurnia. De este modo la embajada requería últimamente con frecuencia los servicios de Samuel Drake, y el buscavidas terminó por buscar y salvar ajenas.

Por encargo de la misma se puso tras la pista de sir Arthur Cook, y dio a parar en una oscura noche de otoño en una lúgubre taberna de la Villette.

 

No era aquel el lugar más confortable para pasar una húmeda y tormentosa noche otoñal, mas no por ello dejaba de estar concurrido el local. Curtidos jornaleros y autónomos labradores de fortunas remoloneaban por no volver a hogares indeseados o inexistentes. El alcohol, el calor humano y el sordo rumor que alienaba sus almas los mantenían en encendida fraternidad. Y esta se afianzó aún más con la llegada de Samuel Drake, concejo de gallos merodeado por una raposa.

—Un señor whisky de piel dorada, corazón de roble y doblemente destilado —fantaseó en marcado inglés de Cambridge para volver de inmediato a la lengua nativa ante la expresión estúpida del tabernero—: Du vin, monsieur, du rouge.

Se acodó en la barra esperando la llegada de la botella y observó que la canalla congregada a su alrededor se envalentonaba por momentos frente a su estatus de extraño y extranjero. Retiró entonces la capa y mostró al cinto su más celebrada extravagancia: una bruñida espada con el escudo de armas de su majestad adornando la cazoleta, recuerdo de sus tiempos de esgrimista en el college. Los jornaleros del porvenir se helaron en sus sitios y buscaron en un trago el calor y la compostura que los había abandonado frente al acero.

Marcado el territorio, Samuel Drake se acomodó en una mesa con la bebida y, tras una mirada indiferente al sucio cristal del vaso, se dispuso a investigar el paradero de sir Arthur Cook. Tenía el cebo; faltaban los peces. Serían grandes y feroces los que comparecieran.

Una breve conmoción en uno de los rincones de la taberna llamó su atención y le deparó al primer testigo. Acariciándose el untuoso cabello rubio, de la frente a la nuca, aguardó su llegada.

—Buenas noches, señor —saludó con personal osadía un discreto hombre de avanzada edad y rostro rubicundo—. Buenas noches; eh... me dicen los parroquianos que sois un compatriota —continuó con marcado acento de Liverpool animado por el gesto positivo del aludido—. Permitidme que os invite a una cerveza —añadió mirando disgustado la botella de vino—. Aunque no lo crea, la que sirven aquí es bastante aceptable.

El cazador sonrió con afabilidad y tendiéndole una mano aceptó el ofrecimiento.

—Con mucho gusto. Samuel Drake; trabajo para la embajada de su Majestad la Reina Victoria.

El hombre estrechó su mano con evidente placer y dio asimismo su nombre.

—Me llamo Kenneth Smith; ¿agregado militar a la embajada? —inquirió reclamando al mismo tiempo las cervezas—. También yo pertenecí a la armada —explicó cuando Samuel asintió—. Llegué a ser cabo primero antes de que me licenciasen.

Por la luminosa expresión de dicha dedujo que aquello era algo de lo que se enorgullecía, pero no consiguió hacer suya la sensación.

—Verá, vengo de una familia modesta de Liverpool, de dónde soy oriundo —más bien orondo, pensó con divertida impertinencia el caballero— y es aquí a dónde he ido a parar: a Paris Nord-Est.

A pesar de intentarlo firmemente por el bien de la investigación, no conseguía centrar sus pensamientos, y, en tal tesitura, como le venía ocurriendo con cierta frecuencia, su mente formulaba indiscriminadas impertinencias.

«¡Qué entrañable gordezuelo!», pensó mientras Kenneth confesaba haber deducido su empleo de sus ademanes marciales y el estilo de sus vestimentas.

—Su perspicacia me será de mucha ayuda —se controló para su propia extrañeza— para llevar a buen término unas pesquisas que me han confiado en la embajada.

—Por supuesto —dijo Kenneth con entusiasmo—, haré todo lo que esté en mi mano para ayudarle.

Samuel Drake, no obstante, no escuchaba ya, atrapado por la fascinación de su mente. Controlaba por el rabillo del ojo a un hombre de mediana edad, desaliñado, cuya boca trémula ansiaba un trago y tacañeaba palabras. Había acercado este su silla al militar retirado, tal vez por ser el punto más accesible a la repleta mesa.

«Sangre de sapo», pensaba Samuel, «de sapo rojo del Orinoco»; era un hombre cultivado a la par que extravagante.

Terminó de un trago la cerveza y encargó más al tabernero con gritos desaforados. Luego se volvió hacia su interlocutor, quien, nervioso, no sabía si la cerveza habría complacido al gentleman o si no sería abusar de su confianza aceptar una segunda.

—¿Ha tenido usted ocasión de tratar con sir Arthur Cook? —Ante la expresión perpleja de Kenneth, inducida probablemente por el pomposo adorno del nombre, aclaró—: Es un caballero cuya edad no hubiese parecido adecuada para merodear por estos ambientes, como parece hacer sido su pasatiempo últimamente.

—Los mylores no deberían andarse con la chusma, señoría —intervino en un pobre inglés el hombre de aspecto anfibio, con tan mala fortuna que derribó la recién traída cerveza de Kenneth.

Este se levantó iracundo y hastiado del nuevo contertulio, mas por educación y respeto hacia el caballero no pasó a mayores y Samuel se apresuró a reponer las pérdidas. El hombre con ojos saltones permaneció en silencio con una estúpida sonrisa jadeante en su boca grande y blanda.

—Perdone, es cierto, la canalla, el ambiente —balbuceó Kenneth antes de centrarse de nuevo en el asunto—. Verá, señor Drake, hace unas semanas empezó a venir por aquí un caballero muy bien vestido, pero poco cuidado en el aseo; la barba, las patillas sin recortar, ¿sabe?

Samuel asintió.

—Acogió bajo su protección a un pilluelo del barrio que ayudaba normalmente al ciego Martin; ¿cómo se llamaba?; Henri; como Henry, ¿sabe? El caso es que hará una semana se dejó de ver al viejo y, aunque el ciego molió a palos al galopín, no obtuvo de él más que una extraña historia. Creo que el ciego Martin se dolió mucho de aquella pérdida de ingresos. Si cree que ese es su hombre, aquel gentleman, debería hablar con él.

Samuel bebió asintiendo con cierto brillo desconfiado en los ojos. No le gustaba tratar con invidentes; no los distrae la vista, pensaba. El sapo aprovechó aquella pausa meditativa para intervenir.

—No son de fiar esos pillastres, señoría. Puedo darle otras informaciones que serían más de su agrado.

—Me complacen los pillastres. Los encuentro útiles y desenfadados —contestó en francés aparentemente despreocupado.

—Tiene su señoría mucha razón. Sé muy bien cómo sacarles la información —se envalentonó con el cambio de lengua y con la deferencia de haber sido contestado—. Yo seré su hombre si desea que le sirva.

—¡No! ¡No lo deseo! —exclamó levantándose amenazador—. ¿De qué me puede servir nada de lo que me digas, patán, si tan bien y tan fácilmente se adapta a las muecas de mi cara? ¿Eres Dios para regalarme la realidad? —El hombre huyó en franca carrera seguido por un vaso y más improperios, estos ya en inglés—. ¡Aprende tu oficio, villano cortesano!

Después de aquello se volvió a sentar sacudiéndose las ropas. Dejó la espada bien visible y se volvió hacia su estupefacto interlocutor con total naturalidad.

—¿Podría referirme, buen amigo, la extraña historia del muchacho Henri?

—Sí, sí señor —contestó espantado con el rápido cambio de tono—. Verá, el chico y el caballero frecuentaban los más extraños y recónditos lugares de París, lo que es decir mucho en una ciudad como esta. Y luego se retiraban a sórdidos locales. Por lo visto, y todo esto son habladurías que me han referido, nada sé de primera mano, el viejo tenía aficiones muy extravagantes.

»La noche que desapareció el gentleman, según contó el chico, habían frecuentado algunas casas orientales, donde él siempre le esperaba en la puerta. Ya muy avanzada la noche había ido a un local de Montmartre, cuyo dueño había querido echarlos por el extraño humor del caballero. Y muy extraño debía de ser este, digo yo conociendo la canalla bohemia que por allí abunda.

»El caso es que el hombre no conseguía relajarse ni aun con el abundante coñac que dice el chico que bebió; algo debía olerse. Y por mucho que avanzaba la noche no consentía en moverse ya del desierto local.

»Empezó a murmurar algo acerca de una vieja custodiada por una corte gatuna a la que no cesaba de encontrarse. En el Sena, en Notre-Dame, en la colina, en la Villette. Balbucía que le perseguía, que era la sierva del mal. Y en el colmo de la locura le mostró al chico una pistola que guardaba cargada bajo el chaleco, diciendo que abriría fuego contra ella en cuanto la viese de nuevo.

»El muchacho, asustado, fue a reclamar ayuda al hostelero, pero justo cuando llegó hasta él, un grito: ¡Tú, maldita!, cortado por un disparo.

»Bajaron corriendo al bar y lo encontraron tambaleándose hacia la puerta de entrada, que estaba abierta de par en par. El dueño, pensando en ladrones, fue a la barra a armarse. El chico corrió hacia el gentleman, pero este perdió un objeto que detuvo su carrera: la pistola, ensangrentada, cayó de su regazo.

»Siguieron al caballero a la calle, pero no encontraron ni rastro, aunque bien sabrá usted que con un tiro en las tripas no se corre muy lejos.»

—Una historia francamente extraña —convino Samuel Drake encendiéndose un cigarro.

—Lo que me extraña —puntualizó el militar retirado— es que el muchacho no acusase al tabernero de haber hecho desaparecer al gentleman. Por ello le digo que debería hablar con él.

Samuel Drake tenía la mirada perdida en la puerta. Por misterioso o preocupante que fuese aquel asunto no conseguía que atrajese su atención más que las volutas de humo. Entonces se abrió la puerta y un hombre de gran estatura, los ojos cubiertos por una venda mugrienta, entró guiado por un muchacho flaco de unos doce años.

—¡Ah! Hablando del ruin de Roma, por la puerta asoma —exclamó Kenneth instigado por lo casual y el alcohol.

Drake, sin embargo, no escuchaba. Su mente vagaba de nuevo desenfrenada.

—¡Qué gran montaña de suciedad! ¡Qué fortuna ser ciego para no ver la propia decadencia!

La noche acababa de comenzar en aquel siniestro rincón de la Villette y, en apariencia, también la investigación. Samuel Drake se acarició el untuoso cabello, de la frente a la nuca.

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