En los oscuros pozos de la reina Victoria

Imagen de Patapalo

Una historia ambientada en el universo de Espejo Victoriano.

La galería número trece. El lugar donde no deberían estar. A la cada vez más incierta luz de las lámparas de seguridad las tinieblas parecen crecerse, alimentarse de una cada vez más frágil esperanza.

La mañana había comenzado sombría. En el exterior, nubes de tormenta de un gris plomizo se habían ido mezclando en un intrincado mosaico cada vez más negro. De vez en cuando, un relámpago avivaba los pocos colores del cuadro para sumirlos de nuevo en una penumbra de grises. En el interior de la mina, por el contrario, la oscuridad era total, solo las lámparas de los obreros hendían su manto denso como la brea, voraz como el de una bestia mítica: en las paredes tiznadas de carbón, la luz moría desesperada.

Tampoco hacía frío. Allí abajo el calor dominaba las jornadas y solo emergía de nuevo, traicionero, cuando los hombres habían vuelto a la superficie. Pero ni siquiera entonces era tan crudo como en el duro invierno exterior. Era otro mundo. Un infierno quizás. Eso pensaba Jonas cuando golpeaba, una y otra vez, el fondo del túnel con su pico.

No deberíamos estar aquí. No deberíamos estar aquí. Este infierno no es nuestro lugar.

Lanzaba con rabia su herramienta contra la pared. Los calambres de los primeros golpes habían dado paso a la monotonía de un dolor sordo. Su corazón se había acostumbrado a una respiración lenta, acompasada con aquel aire viciado, lleno de partículas negras en suspensión y los miasmas de la gente encerrada y sudorosa. Su mente volaba lejos, hasta el poblacho de mineros que había nacido a pocas millas de su fuente de sustento, de la pirámide que los esclavizaba.

Así era cómo veía Jonas la mina: como una pirámide. Cuando era niño, su padre lo había llevado una vez a Londres y, entre otras maravillas, había visitado una exposición sobre el Antiguo Egipto. El majestuoso y amplio Nilo, infestado de cocodrilos e hipopótamos le había hecho soñar, los faraones y sus máscaras mortuorias cubiertas de oro y lapislázuli habían llenado de fantasías su joven cabecita, pero la pirámide a medio construir, los esclavos que en ella se esforzaban para arrastrar nuevos bloques de piedra tallada, se había incrustado en lo más profundo de su cerebro y colmado sus pesadillas, despierto y dormido, desde entonces. Especialmente desde que había empezado a trabajar en la mina.

Pero él no tenía sobré él a ningún rey divino de los dos Imperios. Solo un gordo patrón que nunca se acercaría a esa pirámide de carbón, que se conformaba con robar de ella toneladas de mineral para que los malditos burgueses durmieran con el culo bien caliente y tuvieran a sus fábricas escupiendo humo a todo tren, día y noche, bajo la mortecina luz de las lámparas de gas. Ellos, mientras tanto, se helaban en cuanto salían de los pozos.

Pensó en Charlotte. En su creciente barriga. Una luna llena en apenas un esqueleto cubierto de un pellejo blanco como la muerte. Debería sugerirle vida con aquel nuevo embarazo, pero solo podía pensar en enfermedad, hambre y miseria. No iban a poder con otro niño, maldecía mientras clavaba el pico una y otra vez, desgarrando terrones de carbón. No iban a conseguirlo. No tenían ni siquiera para calentarse, pero eso al patrón le daba igual. Él solo pensaba en cifras, en beneficios, en toneladas. Reventarían como el último poni que arrastraba las vagonetas al exterior: agotados, con los pulmones negros de carbonilla.

Por eso los habían llevado a la galería número trece. A donde no deberían haber ido nunca.

—Deja de soñar, Jonas —lo sobresalta una voz descascarillada como los muros de la mina.

El minero parpadea, sin saber si sueña o alucina. A su lado está el viejo John Smiles, el chalado sin dientes, pero tiene la boca cerrada. ¿Le ha hablado o solo han sido imaginaciones suyas? Poco importa. Siempre dice las mismas cosas. Maldice a la reina Victoria. La llama la nueva ramera de Babilonia. Predice un apocalipsis, vilipendia a los capataces y a los predicadores. De chacales, los tilda, y él se acuerda de los dioses de Egipto con sus cabezas de animales. Maldito chalado. Todos lo toleran porque aunque es viejo, flaco y sucio, trabaja como dos hombres, poseído por una energía ardiente a la que da salida con sus discursos desquiciados. Además, siempre sonríe y nunca ha hecho mal a nadie. Es solo un excéntrico, aunque, como es pobre, lo llaman loco. El viejo John Smiles.

—Hoy visitaremos el Inframundo.

De nuevo la voz le llega como un juego de sombras. Imposible de saber si es solo un eco, un resoplido cansado en el túnel o una auténtica frase. El Inframundo. Así era el infierno de los egipcios. El otro mundo. ¡Cuánto aprendió en aquella visita a Londres! Y cuán inútil todo...

—¡Sí! —aúlla el viejo John Smiles, y esta vez es imposible pensar que es tan solo un eco. Ha saltado a su lado y, armado con otro pico, ataca junto a él la pared de carbón—. ¡Ya casi estamos! —chilla con su voz desdentada.

Jonas no se detiene. Es una de sus locuras, se dice. ¿Cómo puede hablar de llegar a ninguna parte? Esa galería no tiene fin, ninguna mina lo tiene. Salvo la muerte. El fin de todas las cosas. En esa oscuridad densa y sofocante es fácil imaginarlo: una eternidad asfixiante en la caja mortuoria, bajo tierra. La quietud, la angustia, las tinieblas. Es estremecedor, pero Jonas no se detiene. Sigue avanzando, quizás porque los golpes del viejo Smiles son tan fuertes y tan precisos como los suyos, están tan acompasados a estos que hay hasta cierta magia en el aire. Son un latido sincopado lleno de una fuerza ancestral, como los tambores de los salvajes que exponen en los jardines de Londres.

Pa-pac, golpean. Pa-pac, arrancan terrones a las entrañas de la tierra. Pronto, una escuadra completa de mineros se sitúa tras ellos con palas y capazos para evacuar las grandes cantidades de mineral que están liberando. Afanosos, lo llevan hasta el vagón de la galería principal, decenas de yardas más allá, un túnel apenas más ancho que la madriguera que están excavando pero lo suficiente para haber tendido un par de raíles.

—¿Los oyes? —ríe el viejo John Smiles—. Acuden a la llamada.

Jonas golpea, y golpea, y golpea. Incluso sus pensamientos se han borrado. Es un autómata que machaca la tierra y sus hombros, golpe a golpe, incapaz de pararse, de pensar, de rebelarse. Le duele hasta la última fibra de su cuerpo y, maldito sea aquel viejo chalado, los oye. Él también los oye. Algo o alguien escarba al otro lado de la pared.

—¿Quién podría escucharnos? —murmura sin conseguir disminuir siquiera el ritmo. Está mesmerizado. La voz de Smiles lo galvaniza.

—¿Quién podría no escucharnos? —sonríe este—. ¿Quién podría ignorar los gritos mudos, el dolor, la angustia, toda la energía que liberamos aquí sumidos en las sombras, oh, pobres diablos de las profundidades? —entona como uno de los predicadores a los que llama chacales. Y bajo la mirada desorbitada de Jonas, que no consigue siquiera contestar, comienza a cantar.

La melodía es la de una canción popular, Mary Had a Little Lamb, pero la letra habla de ellos, de los pozos, de la oscuridad, del dolor, del aire viciado... y de un renacer. Con su voz de barítono, sorprendentemente profunda, resulta estremecedora, solemne, siniestra. Esa extraña salida del viejo no mueve a risa a nadie, por ridícula que parezca. Y, poco a poco, a medida que las estrofas se repiten como en un salmo, los otros mineros se unen al canto hasta formar un tétrico coro.

Incluso Jonas canta. No se ha dado cuenta de cuándo ha comenzado, pero su voz, más alta que la del viejo, da un contrapunto que se mezcla con la percusión de los picos con una perfección macabra. Sostenido por sus compañeros, el viejo Smiles abandona el canto y comienza a declamar a voz en grito:

—¡Nos oyen! ¡Nos oyen! ¡Como el dios de los hebreos oyó a su pueblo sufriente en el desierto! ¡Como el señor de los cristianos oyó a sus mártires torturados en el circo de Roma! ¡Ellos nos oyen! No nuestras plegarias, no nuestros quejidos, ¡sino nuestro dolor! Porque ese es su alimento, su maná y su sustento: nuestro dolor. Nuestra angustia. ¡Nos oyen!

Jonas está seguro de que lo hacen. ¿Quién podría ignorarlos?

A pesar de que la salmodia enmascara en parte el arañar de la piedra y el carbón al otro lado del muro, tampoco se puede ignorar a lo que aguarda más allá de las oscuras paredes negras. Él no puede, al menos. Su mente ya no vuela hasta el miserable poblacho donde lo esperan Charlotte y los niños, los vivos, los muertos, el que está por nacer. Ahora ya solo tiene oídos para las locuras del viejo John Smiles y para quienes excavan a unos metros, más allá del muro de carbón. Sus hermanos, piensa, los esclavos de otro faraón.

Los puede ver más allá. Los imagina como ellos, encerrados en las sombras, esforzándose por terminar el túnel que los unirá. Smiles los espolea como un cochero loco a sus caballos, pendiente abajo, a tumba abierta, hacia un destino tan ineludible como fatal. Poco importa. Cavan. Golpea, una y otra vez, una y otra vez. Profundo, más profundo, tan profundo que tras ellos los muros empiezan a derrumbarse.

Jonas no escucha los alaridos de pánico, los gritos de terror y muerte de aquellos que han quedado encerrados a su lado o terminado sepultados por los techos fragilizados de carbón. Solo tiene oídos para los que pican y arañan al otro lado. Incluso el viejo John tose entre risas, sin miedo, sin cordura. Otros sollozan a sus pies, no saben ni cómo seguir apartando cascotes y terrones de carbón. No hay espacio, no hay marcha atrás, así que se abandonan a la desesperación, se aovillan como niños de pecho, asustados, como cachorros. Los rodea piedra sólida, negra, por todos lados. La atmósfera está cargada de partículas de carbón que raspan la garganta y escuecen en los ojos. Nadie podría concebir una prisión más aterradora; su brutalidad es tal que no solo encierra los cuerpos, sino que anega las almas. Solo Jonas y Smiles continúan su tarea, infatigables, como dos demonios de algún infierno perdido, arrastrados más allá de los miedos humanos.

—El renacer —gruñe el viejo—. El renacer.

Y, entonces, el pico hiende la roca hasta cruzar al otro lado. Ya no hay más carbón detrás. Más allá se extiende otra galería, otro mundo. No es aire fresco lo que escapa por la fisura, pero es aire. Ya no están confinados: han abierto una brecha en su prisión.

Eso los envalentona y otros hombres reaccionan, poco a poco, y con mazos, picos y palas destrozan los bordes de la apertura para ensancharla. Extinto el salmo, solo queda el rumor de los jadeos y los arañazos del otro lado. Está claro que quienes aguardan en las tinieblas, a unos metros, donde no hay ni una lámpara de seguridad ni una linterna encendida, no utilizan herramientas, sino sus propias manos —¡garras!, piensa Jonas— para excavar. Y sisean. No hablan, no gritan, no los invitan a cruzar el umbral con palabras, sino que sisean.

Pero los mineros han ido más allá de lo que ningún hombre debería. Su raciocinio ha quedado mellado por los golpes. En sus mentes solo hay una idea: escapar, aunque sea hacia delante, hacia los siseos. Golpean y golpean hasta que el último reducto de la pared se desmorona y sus propias lámparas iluminan la gruta que hay al otro lado.

Como un embudo cuya extremidad menor conecta con la galería número trece, el túnel que han excavado las criaturas —porque criaturas son— se abre a una descomunal caverna, como la nave principal de una catedral. Jonas tiene ante sí la pirámide, más impresionante que en los grabados que vio en Londres, más majestuosa que en sus sueños. También más brutal. Las paredes son negras como un mal sueño, como su vida en la mina, y las columnas parecen árboles muertos, hincados en techo y suelo. Tras ellos se agazapan las criaturas, sus hermanos, como las bestias misteriosas de algún bosque sacado de un cuento para asustar niños.

Su piel es negra, como si la caricia del hollín fuera tan honda que hubiera impregnado hasta el último poro. Visten harapos, jirones de ropa vieja y sucia como las mortajas abatidas por el tiempo. Han de tener frío, piensa Jonas, lo tendrían fuera de estos túneles. Y están flacas como el caballo de la Muerte, del Hambre, de la Peste, de los jinetes del apocalipsis que de verdad lo aterran. Son solo pellejo sobre unos huesos largos que las dotan de un aspecto arácnido. Y sus ojos son grandes, como los de los niños que ansían descubrir cosas mejores en el mundo, que no entienden el horror que los rodea. Son espeluznantes... y, al mismo tiempo, Jonas jamás ha visto seres que se parezcan más a ellos. Arrebolado, exhausto, sin palabras, los contempla con el pico en las manos.

Entonces, el viejo John Smiles se avanza con pasos emocionados hacia la caverna y, aunque al principio las criaturas retroceden y sisean, como gatos o víboras acorraladas, poco a poco se calman y se congregan en torno a él. Tanto que, al final, puede incluso acariciarles la cabeza, como un papa benévolo, como el santo de algún almanaque.

—Contemplad —conmina a sus compañeros de la mina, que ya no lo miran como a un viejo chiflado, sino como a un profeta, un mesías—, vuestros hermanos. Vuestros hermanos en las sombras. Ya es hora de que unamos nuestros destinos —dice.

Y Jonas avanza hacia a los seres. Hacia sus hermanos. Llora en silencio, con el alma quebrada. Sí, sus hermanos, los esclavos en las tinieblas. Ya es hora. La hora.

La hora de derrocar al faraón.

A su reina Victoria.

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