Arena

Imagen de Carrie

Un relato de gladiadores en un mundo de espada y brujería

 

Sol. Brisa. Sangre. En las gradas, una muchedumbre que ronroneaba como un mar de resaca. Era primavera y los habitantes de Rémula lucían togas y túnicas de todas las tonalidades del orbe: unas blancas como las palomas que liberaban las vírgenes vestales cuando los hados eran propicios; otras, púrpuras como el manto de los emperadores en los días de fiesta. Las había azules, verdes, rojas y amarillas, de aquellos que necesitaban mostrar su lealtad a los equipos de aurigas, y también cuerpos desnudos de todas las tonalidades que los dioses habían tenido a bien pintar sobre las pieles humanas. Las miradas brillaban, del mismo modo que brillaban los metales, preciosos sobre esos cuerpos festivos o brutales en la arena del coliseo.

En el palco imperial la tetrarca saludaba a unos y otros con una sonrisa ajena, algo alunada. Era una mujer madura y hermosa, bien asentada en sus rasgos aristocráticos que realzaba con cosméticos traídos de la lejana Kemet. Daba la impresión de recibir las ovaciones como una lluvia cálida en un día fresco. A su diestra, la senodar Iulia Nera se preguntaba si sería en realidad tan miope como aparentaba o si tan solo fingía no reparar en la ebullición latente del graderío. Ella no podía pensar en otra cosa y no se le daba bien el teatro. Todos aquellos rostros hieráticos cubiertos por máscaras con forma de halcón no eran ni habituales ni casuales, y los brazos cruzados en gesto de desaprobación eran buena prueba de ello. Era cierto que los devotos de Iset no habían infringido ninguna ley hasta el momento, pero había que ser ciego para no darse cuenta del desafío subyacente en su presencia.

Los adoradores de la portadora del astro solar consideraban impíos aquellos espectáculos de sangre, así que ¿por qué habían asistido a los juegos? Desde luego, no estaban disfrutando del espectáculo. Ni una sola vez los había visto alzar los brazos para pedir clemencia o sangre, solo permanecían así, de pie, con los rostros labrados en bronce fijos en la arena. Aquello la estaba sacando de sus casillas.

Se volvió en su asiento con la esperanza de encontrar otra patricia con la que compartir su frustración y sus sospechas, pero pronto desechó la idea con un bufido. En el palco, además de la tetrarca, solo había un puñado de aristócratas: las Crayas, siempre más interesadas en juzgar el físico de los gladiadores que del propio espectáculo, la insondable Septimia Viperia, cuya mirada parecía aún más perdida que la de la tetrarca, la conspiradora Wrutia, con la que no hubiera compartido una confidencia sin haber perdido antes el gusto por la vida, la vieja Apulonia, que parecía haber echado raíces en su cargo de senodar y haberse convertido en una auténtica planta, Artemia Crassa, que lucía una impresionante barriga, encinta por octava vez, y de la que se rumoreaba que asistía a los juegos solo para seleccionar nuevos padres para los numerosos hijos que brindaba al imperio... Ninguna de ellas era adecuada para compartir sus temores, no, al menos, en aquellas circunstancias.

—Brindan un formidable espectáculo, ¿no crees, augusta Nera? —la sorprendió la aguda voz de Martia Gratia, la estratega.

Por un momento, pensó que se refería a los devotos de Iset que infestaban las gradas con sus máscaras de halcón, pero estaba claro que hablaba de los gladiadores. Era, quizás, la única presente a la que le interesaban realmente las artes marciales, aunque eso era algo que, a causa de su aspecto rechoncho y sonrosado, muchos pasaban por alto. Pero Martia Gratia era como uno de esos criadores de caballos incapaces de montar en una cuádriga pero infalibles a la hora de seleccionar y entrenar los mejores. Nunca la había visto con un gladio en la mano, pero sabía que sus legiones eran las más letales del imperio. Era eso, y no la familia en la que había nacido, lo que le había permitido ascender hasta el cargo de estratega.

—El provocator no tenía nada que hacer contra el retiario —repuso Iulia Nera con cierto fastidio, todavía perdida en sus pensamientos; aquella no era la conversación que quería tener en esos momentos—. Demasiado lento y torpe, cualquiera diría que estaba ciego bajo ese maldito casco.

—A veces es difícil ver lo que nos rodea —reflexionó Martia Gratia haciendo un gesto al joven esclavo ibérico para que les llenara las copas— y los provocatores llevan un gran peso sobre los hombros, y la cabeza —concluyó señalando las piezas de reluciente bronce del gladiador derribado.

Las magistradas de la arena, tras escuchar los gritos de las gradas y comprobar el gesto de aquiescencia de la tetrarca, habían determinado que habría de vivir para ver un nuevo día, pero el provocator seguía tumbado. Quizás no llegaba a creerse su suerte o era demasiado vago para mover el culo incluso tras aquella muestra de inesperada clemencia. La senodar Iulia Nera no tenía claro que fueran a mostrarse tan clementes con la tetrarca, o que la arena no bebiera sangre en abundancia antes de que acabara el día.

—Tengo la impresión de que no disfrutas con el espectáculo... —aventuró Martia Gratia con lo que a Nera se le antojó una nota de retintín.

Pensó dedicarle una respuesta cortante. Si los devotos de Iset organizaban una revuelta, necesitarían las legiones de la estratega para sofocarla y, aunque la idea de ver legionarios en las calles de Rémula no la apasionaba, menos aún lo hacía pensar que su comandante en jefe fuera incapaz de ver la inminencia y realidad de tal peligro. ¿De verdad era la única a la que inquietaban todas esas cabezas de halcón? Confiaba en que la guardia pretoriana fuera más consciente de la amenaza.

Justo en ese instante, las rejas de dos pórticos se abrieron para dejar paso a los nuevos contendientes. El rugido de la plebe le permitió saber que algo extraordinario estaba ocurriendo aun antes de que sus ojos captaran el porqué de tal entusiasmo.

El primer contrincante era una mujer. Aquello era una extraña sorpresa en unos juegos funerarios tan modestos como los que había organizado la tetrarca en honor a su madre. Quizás no estuviera siquiera al corriente, pensó al ver que fruncía ligeramente el ceño.

—¿Quién es? —dijo esta sin dejar de hacer ondear un pañuelo de seda roja con la mano, como si con él pudiera recolectar los vítores del pueblo.

—Gorgonia Magna, mi señora —respondió Latia Gala, la lanista encargada de organizar los juegos.

Una patricia. Porque lo era, aunque hubiera caído en desgracia. Aquello era todavía más inusual. Demasiado, pensó Iulia Nera. No eran buenos aquellos alardes, sobre todo con la plebe revuelta. Organizar festejos para despedir a su augusta madre era quizás extralimitarse en el cargo, pero esas cosas gustaban a los hombres. Sin embargo, ir tan lejos como para romper la tradición con una extravagancia así...

No es que fuera la primera vez que Gorgonia Magna saltaba a la arena. Aquella joven había participado ya en una docena de espectáculos, y siempre cosechado laureles. Si su osadía le había cerrado las puertas de una carrera en el senado, le había abierto, por el contrario, los corazones de muchos hombres. Sin embargo, no era el momento para que se luciera. Unos juegos tradicionales hubieran sido más adecuados; con extravagancias así podía dar la impresión de que la tetrarca pensaba más en su gloria personal que en las responsabilidades de su cargo. Y aquella no era la última sorpresa.

Si la plebe había rugido al ver a Gorgonia Magna, las gradas temblaron como un volcán en erupción cuando apareció su rival. La gladiadora no era pequeña, pero su adversario hacía que pareciera apenas una niña. Medía más de siete codos y su cuerpo musculado era el de un titán. Como armas, empuñaba un descomunal khopesh así como enorme escudo de madera pintada de oro que brillaban bajo el sol matinal. No obstante, lo que más llamaba la atención de la criatura no era ni su tamaño ni sus armas, sino su cabeza, que era la de buey.

—¡Un teriántropo! —exclamó Iulia Nera poniéndose en pie. No fue la única. En las gradas, los devotos de Iset habían dejado sus poses impasibles y agitaban los puños con rabia.

—Es solo un minotauro de Cnossos... —principió una réplica Latia Gala, pero la mirada asesina que le mandó la senodar la hizo callar de inmediato.

La bestia era magnífica, sin duda, pero haberla pertrechado con armas Kemet era una temeridad, un grave error de cálculo o una provocación deliberada. Quizás todo ello al mismo tiempo. En los juegos se buscaba maravillar al público y, sin duda, aquellos cuernos cubiertos de oro y sus armas exóticas daban un aspecto formidable al luchador, pero estaba claro que no eran visto con buenos ojos por los devotos de Iset. Para ellos, aquello era un sacrilegio. Uno aún más grave que los juegos funerarios en sí. Y el simbolismo de que se batiera con una patricia en la arena no les pasaría desapercibido. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. El coliseo al completo rugía y la tetrarca dejó caer el velo de seda roja. Iulia Nera se aferró con fuerza a la balaustrada y se dispuso a contemplar un combate letal.

Gorgonia Magna se había ataviado de thraex, como era su costumbre. Llevaba un hermoso yelmo cerrado decorado con llamativas plumas de colores y el pecho descubierto. Su brazo izquierdo, con el que empuñaba la sica, estaba protegido al completo por una armadura de escamas doradas. El parmula, redondo y por completo cubierto de bronce, así como las grebas, estaban decoradas con magníficos relieves que representaban al monstruo del que había tomado su nombre artístico. Había invertido la fortuna cosechada en sus últimos combates tal y como hacen los jóvenes inconscientes: en satisfacer su vanidad como si fueran eternos.

—¿Qué es lo que busca esa chiquilla...? —murmuró Iulia Nera mirando el cuerpo aceitado de la joven, cómo saludaba al público girando sobre sí misma, ebria de vítores y loas.

—La gloria, quizás —le contestó Martia Gratia poniéndose a su lado al tiempo que le tendía una de las copas de vino—. Dejar su marca en el mundo. —Se encogió de hombros.

De momento, más le valdría que el minotauro no dejara su marca en ella, pensó. La bestia se había cansado rápido de los preámbulos de su contrincante y había cargado contra ella mientras aún estaba saludando. Las magistradas de la arena no tuvieron ni siquiera tiempo de reaccionar, pero Gorgonia tampoco las necesitaba para nada. Con la gracilidad que le había brindado fama, evitó el filo del khopesh y ganó la distancia que necesitaba para ponerse de nuevo en seguridad. El minotauro bramó hacia ella, pero no se precipitó. Durante unos segundos, ambos se sopesaron.

El planteamiento estaba claro: fuerza bruta contra agilidad. La gladiadora no llevaba protecciones suficientes para encajar ni un único golpe; tampoco es que hubiera armaduras preparadas para soportar uno de una criatura tal. Al mismo tiempo, la sica era demasiado corta para combatir a distancia: si quería acabar con su adversario, tendría que acercarse a él, ponerse al alcance de sus poderosos brazos, de sus cuernos. En las gradas, las apuestas se cruzaban a un ritmo vertiginoso. Aquel era el plato fuerte de la jornada y muchos corrían a aprovecharlo. A otros, se les estaba indigestando.

El minotauro lanzó un par de amplios tajos para marcar la distancia y tantear a su contrincante. Esta los esquivó con facilidad, pero se vio obligada a retroceder uno, dos pasos. Al tercero usó el escudo para desviar el filo y se coló bajo la guardia del hombre-buey, rápida como un escorpión. Este consiguió interceptar la puñalada a tiempo con su escudo, pero perdió el equilibrio y la posibilidad de un nuevo ataque. También la iniciativa.

Gorgonia aprovechó la ocasión y concatenó un aguijonazo con otro, implacable, por arriba, por abajo, buscando el hueco por los laterales. La sica tañía sin piedad contra los bordes metálicos del escudo enemigo, en ocasiones incluso perforaba la madera. El público contuvo al principio la respiración, sorprendido también ante la violencia del ataque, y luego prorrumpió en aplausos y clamores. Al final, no obstante, el minotauro recuperó pie y marcó de nuevo la distancia con un brutal mandoble que obligó a la gladiadora a rodar por el suelo para esquivarlo.

En cuanto estuvo de pie, golpeó la sica contra su escudo para provocar a su adversario y este respondió con un brutal bramido. El público comenzó a patear con violencia en las gradas. Querían que el combate siguiera sin pausa. Quizás movido por su impaciencia, el minotauro cargó... lo que lo puso a merced de la gladiadora. Esta rodó de nuevo por la arena, esquivando de nuevo la acometida, al menos en buena parte: el golpe sesgado del khopesh contra la protección de su hombro resonó en todo el coliseo. Tampoco pasó desapercibido a nadie el movimiento de espaldas con el que Gorgonia intentó desentumecer su brazo una vez recuperó la verticalidad. Tardaron más en ver que la joven había conseguido dar un buen tajo en el muslo a su adversario; incluso a este le costó reparar en ello. Sin embargo, en cuanto vio la sangre una furia primaria lo embargó y embistió por tercera vez.

En esta ocasión, Gorgonia Magna no tuvo espacio suficiente para evitar la acometida, así que se incrustó bajó la bestia para evitar llevarse un tajo directo del khopesh. El yelmo la protegía de los golpes que recibía de codos y antebrazos, ineficaces a una distancia tan corta, pero no podía evitar que se viera arrollada. En su mano derecha, el parmula era por completo inútil, apenas servía para frenar el brazo izquierdo de la bestia. La sica buscaba dónde hincarse, pero la gladiadora era incapaz de ver nada mientras era arrastrada por la arena. Cuando el minotauro se detuvo bruscamente, Gorgonia buscó por instinto acuchillarlo, pero la inercia alejó su punta de la carne. Aterrizó con violencia sobre su espalda y tal fue el golpe que perdió la respiración y el arma.

Sobre ella, el minotauro bramó de nuevo. Tenía el pecho oscuro cubierto de sangre brillante. No podía saber si con el yelmo o con la sica, pero había conseguido herirlo. Y cabrearlo. La bestia arrojó su escudo a un lado y tomó el khopesh con ambas manos sobre su cabeza astada y lo bajó dispuesto a partirla en dos. Gorgonia no intentó rodar a un lado para esquivarlo. Aquello hubiera sido lo evidente, lo fácil, lo adecuado. Ella era otro tipo de luchadora. Reunió todas sus fuerzas e intentó estampar el borde de su parmula contra el hocico de su adversario.

Falló.

Y en lugar de golpearle en la mandíbula, hincó el escudo en su garganta con tanta fuerza que hubiera cortado la cabeza a un hombre.

El minotauro se desplomó hacia su derecha por el impacto. Ya en el suelo, intentó levantarse, pero no conseguía coordinar sus movimientos. Cayó de nuevo. La gladiadora se puso en pie con rapidez y buscó su sica entre la arena y el polvo levantado por la refriega. En sus gestos ansiosos se podía leer que todavía no había comprendido su victoria. También el público tardó un instante en hacerlo; era difícil creer que tal criatura hubiera podido ser derribada con un golpe de escudo. Luego, al asumirlo, estalló en vítores salvajes entre los cuales, en las gradas, se anegaban algunas islas de silencios.

La senodar Iulia Nera no podía quitar la mirada de estas. Sí, Gorgonia Magna estaba magnífica con su cuerpo joven cubierto de sangre, sudor y aceite, pero ella solo tenía ojos para los grupos de hombres enmascarados que miraban a la campeona con los brazos cruzados, severos como pájaros de mal agüero. ¡Gorgonia! ¡Gorgonia! ¡Gorgonia!, chillaban los plebeyos, y la tetrarca se puso en pie con una corona de laureles en las manos, dispuesta a engalanarla.

La joven gladiadora dejó caer su malogrado yelmo a la arena y se acercó al palco, donde las aristócratas pudieron ver sus rasgos duros pero bien delineados, fuertes en su determinación y su juventud, la expresión de exaltación y el brillo de sus ojos. También, al mismo tiempo, como el sueño que se troca pesadilla, cómo una de las magistradas de la arena bajaba bruscamente el báculo con el que había señalado la victoria. Siguió un momento de confusión en el cual todos intentaban entender qué ocurría, pero el charco de vómito verde y los espasmos del minotauro caído fueron desvelando la palabra que pronto esgrimía toda la grada.

—¡Veneno! ¡Veneno! ¡Lo ha envenenado!

La tetrarca dejó caer la corona de laurel al suelo e hizo un rápido gesto a los guardias de la arena, que se precipitaron hacia Gorgona Magna. Esta, sorprendida por el rápido giro de los acontecimientos, o quizás tan solo agotada por el combate, no intentó siquiera defenderse mientras la aprisionaban. Las palabras de la tetrarca llenaron el coliseo.

—¡Se hará justicia! Este ignominioso sacrilegio no quedará impune —sentenció con la misma expresión ausente que al principio de los festejos, y aunque la plebe redobló sus vítores, la senodar Iulia Nera no se sintió en absoluto reconfortada.

Tenía la impresión de haberse perdido unas cuantas jugadas de la partida que se había desarrollado bajo sus narices. La expresión estupefacta de Gorgonia Magna, el gesto de duda de la lanista cuando la tetrarca ordenó su detención, la sonrisa suficiente de Martia Gratia... Quizás, pensó, la tetrarca no era tan obtusa como ella había creído, algo que, al final, no la tranquilizaba ni lo más mínimo.

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