La larga noche del cazador

Imagen de Patapalo

Un relato de terror ambientado en el universo de Espejo Victoriano.

 

En cuanto el crepúsculo comenzó a cerrarse en el horizonte, se echó la escopeta al hombro y marchó hacia el bosque. Así hacía cada noche, incluso antes de que aquellas sombras blanquecinas comenzaran a infestar la comarca. Era más discreto. Era más seguro.

No eran aquellas horas de cazar, pero es que su presa tampoco era una corriente. Hacía ya demasiadas noches que descargaba su arma sobre ella y ahí se encontraba, una vez más, merodeando por las densas sombras del anochecer, dispuesto a continuar con su tarea, con su condena, con aquella maldición, porque no se llevaba a engaño: aquello era una maldición, un trabajo impío. Un error. Era el único modo de explicarlo. Pero no lo ayudaba a sobrellevarlo. Cada noche que pasaba, se decía, le resultaba más gélida y desesperanzadora que la precedente. Solo su terrible voluntad le permitía perseverar.

Su voluntad. Otra de sus maldiciones. Era tanta aquella voluntad que nunca había sido capaz de mirar hacia otro lado, de cambiar de rumbo. Otros lo hubieran hecho. Cuando por el bosque empezaron a asomar aquellas siluetas pálidas, los pocos que quedaban por la zona habían huido como almas perseguidas por un diablo feroz. No eran tan necios como él. Incluso un testarudo irredento de su calaña sabía quién mostraba más sentido común en aquel asunto. Pero eso no era algo que fuera a mantenerlo encerrado en su casa, mucho menos expulsarlo de su hogar. Tenía una misión que cumplir. Impía, sí, pero una misión. Y él no era un hombre que diera marcha atrás.

Los animales del bosque lo habían comprendido con rapidez. Se alejaban aun antes de escuchar sus pasos sobre las hojas muertas del otoño. En cuanto su aroma —un olor agrio a pólvora y sudor, polvoriento como la pena y rancio como el abandono— asomaba por la floresta, se escabullían a sus madrigueras o a las profundidades de los matorrales. Jamás se cruzaban en su camino, y a él no le importaba, porque su presa era otra.

Con las sombras blancas era diferente. Al principio fueron un eco, un parpadeo náufrago en la negrura de sus noches. Fue el quien tuvo que buscarlas en aquellas primeras noches para entender lo que eran, esa aberración que su mente se negaba a aceptar. Luego, con el paso del tiempo, eran ellas las que salían a su paso, solemnes, misteriosas, frías. Lo contemplaban con sus vestidos blancos como mortajas, con sus rostros de porcelana sucia. Espectros.

Tenían carne, sí. Carne blanca, muerta. No eran como los fantasmas de las historias de Sheridan LeFanu, sino criaturas de carne y hueso, sólidas como antaño, cuando habitaban el pueblo, las aldeas aledañas, cuando trabajaban en la mina. Espectros. Fríos espectros no obstante que lo miraban con sus ojos burlones cuando se lo cruzaban en el bosque, siempre fuera de su alcance, un poco más allá, invitándolo a seguirlas. Sonrientes.

Al principio, pudo ignorarlas. Era un hombre de voluntad férrea. No lo asustaban. Pero sí consiguieron intrigarlo. Al final, terminó por seguirlas, terminó por comprender.

Esa noche, la más heladora que había jamás sufrido, envuelto por las sombras, había tomado la decisión. Siguió la ruta de todas las veces anteriores. Paso a paso, latido a latido, la escopeta crispada entre sus manos. Pero en aquella ocasión la caza terminaría de una manera diferente. Había de ser así. Giró junto al gran roble, ese que tenía una rama torcida que invitaba a los ahorcamientos, y luego bajó por el sendero musgoso que conducía al claro de las grandes piedras. Allí encontró una vez más, quizás la última, a su presa.

A su querida Hope.

Como la de los espectros, su carne también brillaba blanca a la luz de la luna, sucia de tierra y de pecado. Entre sus muslos plenos embestía el vicario, ese maldito joven de lengua dulce que les habían mandado de Cambridge. Y ella gemía, con los pechos al aire, la tez sonrosada por el placer. Y también por la sangre. Su sangre. Derramada noche tras noche. Lo más doloroso de su condena. ¡Cuánto odiaba verla así! Su niña, su única niña, abandonada de aquella manera a la perdición. Otros hubieran apartado la vista, mirado hacia otro lado, hubieran desertado o escapado, hundidos por la vergüenza. Pero él no era como los demás. Él los siguió al bosque e hizo justicia, la dolorosa justicia de los hombres. Qué Dios los perdonara si había misericordia suficiente en el otro mundo. Que lo perdonara a él, si quería. Si podía. Él no había podido, y allí estaba, noche tras noche, ejecutando su condena.

Amartilló la escopeta, los dos percutores. Y, una noche más, aquel crujido siniestro hizo que los amantes se volvieran sobresaltados hacia él.

Ya nada quedaba del estupor de la primera vez. Tampoco gran cosa de sus hermosos rostros. El del cura había quedado destrozado por los perdigones, por toda la eternidad, y no era más que una máscara sangrienta sobre la que flotaban dos ojos cargados de miedo, reproche y rabia. El de su niña, el de su tierna Hope, se había tornado duro como el escoplo que labra los nombres en las lápidas. Aquella máscara fría sobre el pecho abierto por el segundo disparo era aún más horrible para él. En sus rasgos fijos ya no había lugar para el perdón. Nunca lo habría. Aunque quizás...

Por un instante, permanecieron ahí, en silencio, sin dejar de mirarlo. Los jadeos habían terminado con una brusquedad de ultratumba, revelando que esa escena que estaba condenado a revivir no era más que una pantomima: hacía tiempo que había dejado de ser un encuentro amoroso, lleno de pasión y goce prohibido. Hacía tiempo que no era más que un eco maquinal que repetían como las almas en el segundo infierno: con fría y despiadada precisión, con desprecio, con un dolor inenarrable.

Treinta latidos después, bajó la escopeta. Todavía le dolían los dedos, le temblaban en el gatillo, y de su piel brotaba un sudor áspero a pesar del frío.

—Tenemos que hablar —les dijo, y ellos aguardaron como estatuas, como un lienzo macabro, las improbables palabras que habían de seguir a aquel anuncio.

 

El amanecer arañaba en el horizonte cuando volvió por fin a su cabaña. Avivó el fuego en el hogar y se preparó un almuerzo a base de pan negro frito en sebo. Tras comerlo en silencio, despacio, como una extraña comunión, bajó al pueblo con la escopeta al hombro. No temía que alguien se sobresaltara al verlo así. No quedaba nadie para hacerlo. Las casas estaban desiertas, todas ellas. La mayoría cerradas. Solo la del párroco, ese viejo escuálido que habían enviado para sustituir al anterior, mostraba la puerta abierta de par en par. En el suelo, las páginas de varios libros aleteaban movidas por el viento.

Las ignoró. Nada podían enseñarle que no le hubiera revelado ya ese maldito joven de lengua dulce. Había pagado un precio muy alto, el más alto que podía imaginar, por aquella información, pero en lo más hondo de su ser estaba convencido de que valdría la pena. Quizás no la redención, pero al menos le brindaría algo con lo que hacer más llevadero su purgatorio. Después de todo, él siempre había amado su pueblo, a su comunidad. Por eso no había huido, no los había abandonado. Nunca. Ni siquiera cuando le volvieron la espalda por lo de Hope. No los odió por ello. Cada uno llevaba su cruz, pagaba su condena. Cada uno tenía su precio que satisfacer.

Entró en la iglesia, cuya puerta también estaba abierta, de par en par. Dentro, no obstante, lo único que aleteaba era el bajo de la sotana del viejo escuálido. Él no se había ido. No se iría nunca. Yacía muerto frente al altar. Al pie del cañón. El capitán que no abandona su barco aunque lo haya hecho su rebaño de ratas. Lo admiró por ello. Al final, había resultado ser un buen pastor, aunque careciera de feligreses. Una lástima.

Pasó a su lado y fue directamente hasta el sagrario. Sabía dónde encontraría oculta la llavecita con la que abrirlo. El vicario le había revelado el lugar entre los susurros del follaje, en el bosque, entre los ecos de sollozos que, en realidad, su niña ya no emitía, pero que habían quedado grabados en su mente. No tardó nada en hacerse con unas cuantas hostias consagradas. Antes de abandonar el templo, llenó con la poca agua que quedaba en la pila una vieja petaca en la que solía meter su aguardiente cuando aún bebía. No se demoró en rezar. Ya habría tiempo más tarde para las oraciones. En esos momentos necesitaba dormir, prepararse para la noche siguiente.

Se sentía agotado, vacío. Quitarse aquel peso de encima le había dejado el alma hueca.

 

En cuanto el crepúsculo comenzó a cerrarse en el horizonte, se echó la escopeta al hombro y se preparó para marchar hacia el bosque. Esa noche, sin embargo, algo cambió en el ritual. Metió en un zurrón la petaca con agua bendita y las hostias consagradas y tomó el sendero que bajaba hacia la mina, por la barranquera que discurría por detrás del pueblo. Por un momento, sus manos dudaron ante el abismo de la señal de la cruz, pero no llegó a santiguarse. Sentía las manos agarrotadas, frías, a pesar de que el corazón le ardía en el pecho. A buen paso, franqueó las tres millas que lo separaban de la explotación carbonífera.

Aquellos páramos negros no eran más acogedores que el bosque de noche. No. Y entre sus sombras también fueron asomando las siluetas blancas que asolaban la comarca desde hacía unas semanas. Carne fría, de espectro, manchada de tierra. Adornadas con sonrisas que helaban el alma. Las observó desafiante, sin detener en absoluto el paso, sin apresurarse no obstante. Curiosas, las siluetas se fueron congregando en torno a él.

Espectros. Decenas de espectros. Conocía el nombre de la mayoría. Su hija había crecido con algunas de ellas, había cuidado de otras cuando bajaba al pueblo o trabajado en sus granjas antes de que empezara a hacerlo para el joven vicario. Al verlas así, se hubiera podido pensar que no eran más que chiquillas perdidas, niñas traviesas jugando a horas prohibidas por los campos, pero él era capaz de ver más allá. Era su maldición. Quizás pudiera transformarse también en un arma con la que librar la batalla por su alma.

Cuando apenas quedaban unas yardas para llegar a la boca de la mina, una chiquilla de unos seis años se plantó frente a él. La hija del carnicero. No sabía cómo se llamaba, pero poco le importaba. Era un espectro. Quizás el que comandaba la caterva, tal vez la que había comenzado todo. ¿No era eso lo que se había rumoreado al principio, que todo había empezado cuando la niña del carnicero se había perdido en el bosque? Murmuraciones. Siempre las murmuraciones. Nunca había sido capaz de abstraerse de ellas.

—Tú también harás lo que te digamos —le anunció la niña con esa sonrisa extraña manchada de tierra fresca—. Es así como son las cosas ahora —le aclaró con cierta condescendencia amable. Tras ella, sus pequeñas amigas pálidas se echaron a reír como un eco desvaído.

—Que Dios se apiade de vuestras almas —respondió él y, acto seguido, sacó la petaca del zurrón y asperjó con el agua que contenía el rostro de la chiquilla. La tierra fresca se escurrió de sus mejillas y entre sus dientes, como perezosos y negros chorretones. Sus amigas dejaron escapar otro coro de carcajadas frágiles.

El hombre dudó, sorprendido. Su rostro adusto no digería la sonrisa que seguía mostrando la chiquilla. Se apresuró a sacar una hostia consagrada y la interpuso entre él y la criatura pálida. Le temblaban los dedos.

—Vade retro —le espetó. Ella se echó a reír también.

Luego lo tomó por la muñeca con la fuerza de una raíz vieja y acercó su mano con la hostia consagrada hasta su boca. Tomó esta ayudándose con la lengua, como una extraña serpiente, e incluso lamió los dedos del hombre al engullirla con su boca de dientes manchados. Aquel obsceno beso lo estremeció y, cuando le soltó la mano, trastabilló hacia atrás, lo que hizo que se redoblaran las carcajadas.

—¿Quién te ha enseñado estas tonterías? —le preguntó la chiquilla.

Su respuesta no era para ella. Era un balbuceo desesperado, la última defensa antes de la catástrofe.

—M-me dijo que... Me dijo que... os espantaría. Que tuviera fe.

—¿Quién? —insistió ella parpadeando hasta estar justo a su lado, susurrante, junto a su oído.

—El vicario. Fue... el vicario.

—El vicario está muerto —repuso la chiquilla desatando un nuevo coro de carcajadas. Él se obcecaba en su respuesta, ajeno ya al mundo que había de abandonar.

—Fue el vicario. Que tuviera fe.

Su maldita lengua dulce. Aquellas carcajadas. Los ojos brillantes y muertos de la chiquilla. El mundo le daba vueltas. Intentó escapar, pero no sabía hacia donde correr. En su espalda, la escopeta rebotaba contra los omoplatos como el esquilo de una oveja borracha. Las siluetas pálidas permutaban posiciones. Ora estaban a su lado, ora cerraban el sendero, luego en la boca de la mina. Mareado, terminó por caer al suelo.

—¡Ves a los muertos! ¡Es magnífico! —se regocijó la niña.

Él protestó.

—Es una condena. Es mi condena.

Ella se rió de nuevo.

—Ahora me los darás —le dijo, y al principio él no alcanzó a comprender—. Pero no creas que soy una niña mala. Antes, mira una última vez a tu hija. Llénate los ojos con ella. Yo también quiero verla. Hace tanto tiempo...

Las piedras se hincaban en sus rodillas y en las palmas de sus manos. Se apresuraba, pero no había escapatoria. Alzó la cabeza y las siluetas blancas desaparecieron un instante. Un instante. Durante el mismo, pudo ver a Hope, a su Hope. Junto al vicario. Su rostro de lápida sonreía. Su rostro picado por los perdigones también. Y no era una sonrisa fija, impostada, perdida en el tiempo. Por primera vez en una eternidad de noches, ambos sonreían. Con gozo. Macabro.

Luego aparecieron de nuevo las siluetas blancas y recolectaron sus ojos para la hija del carnicero.

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