Junto al reloj de sol, bajo la luz de la luna

Imagen de Patapalo

Un relato de fantasmas ambientado en el universo de Espejo Victoriano.

Zylphia tenía el corazón desbocado. El sol languidecía en el horizonte, las sombras se crecían sobre el follaje del jardín. Ashton no tardaría en llegar. Y ahí estaba ella, como la protagonista de un poema, con el alma desgarrada por el dolor de la pérdida y las emociones del primer encuentro galante.

Quizás no fuera tal, de hecho, pero no podía evitar sentir una extraña calidez en su seno cada vez que anticipaba su presencia. Ophelia, su querida Ophelia, hubiera podido entenderlo mejor que nadie. Habían sido como hermanas. Confidentes, amigas, almas gemelas. Desde que tenía recuerdo, habían compartido mañanas de clases y tardes de juegos en aquella vetusta casona familiar. Aunque no eran propiamente primas, siempre se habían considerado tales, y al amparo de los rododendros o escondidas bajo una sábana con un libro prohibido frente a ellas, habían soñado que su mundo no tendría fin.

Y en este, por supuesto, Ashton tenía un papel central. El apuesto y amable Ashton, que aun contando ya veinte años, todo un hombre, un caballero, siempre tenía un gesto de afecto para las adolescentes. Una hoja arrancada de un poemario, unos lazos de raso, un tributo de flores cosechado en los prados durante sus cabalgatas desde su hermosa mansión sobre las colinas... Detalles, sin duda, como sus sonrisas, pero que se habían convertido en todo un salvavidas tras la tragedia.

Todavía le costaba incluso ponerle palabras, pero la fría indiferencia de la vida la obligaba a asumirlo: había perdido a su querida Ophelia. Los detalles del terrible accidente seguían ocultos bajo una pátina de pudor y vergüenza, nadie quería saber qué hacía una chiquilla de apenas trece años fuera de su alcoba, de noche, en el jardín. La vieja cocinera hablaba de sonambulismo como quien menciona una rara enfermedad de origen obsceno. Ella, que la conocía mejor, sospechaba alguna travesura que se había tornado fatal. Quizás una incursión a la despensa, o a la biblioteca en busca de algún libro de romances imposibles. ¡Cuánto se odiaba por no haberla acompañado aquella funesta noche! Tal vez, de haber estado a su lado, no hubiera dado aquel mal paso. ¡Ahogada! Qué horror indescriptible.

Noche tras noche se despertaba entre sudores fríos, con la respiración agitada, como si fuera a morir del mismo horrible modo que su amiga. Oh, Ophelia, su pobre Ophelia, para siempre anclada en sus sueños como una extraña flor en el pozo del jardín. La mera idea de no volver a verla jamás... jamás...

Aunque, si lo que le había contado Ashton era cierto... Ashton, cuyo hermoso rostro se había visto aquejado de una terrible palidez desde el accidente, cuya mirada extraviada parecía negarse, también, a aceptar lo definitivo de la muerte, había perdido todo el brillo de su juventud. No, no todo, se recriminó la joven Zylphia: su sonrisa había vuelto cuando esa mañana se había atrevido a hablar con él. Y luego sus ojos habían brillado, como cristales, cuando le había confiado su secreto no sin antes hacerle prometer, ¡jurar!, que no se mofaría de él ni lo revelaría a nadie, nunca, porque de hacerlo lo tomarían por loco.

¡Cómo no hacerlo! Ella misma, al principio, había temido que fuera una chanza, una broma macabra, de mal gusto, pero parecía tan conmocionado...

En ese momento, cuando ya el sol había sucumbido al crepúsculo y solo quedaba oscuridad en el jardín, sintió de nuevo la garra de la duda y el helor de un escalofrío. Si no hubiera sido Ashton, si hubiera sido cualquier otro quien la hubiese citado, hubiera corrido de vuelta a su cama antes de que nadie reparara en su ausencia. Pero era él quien le había dicho que, contra todas las leyes divinas y humanas, todavía quedaba una oportunidad para que se despidiera de su alma gemela. Era él, y no otro, quien le había hablado de la aparecida.

—Estás ahí —sentenció una voz ronca desde las sombras—, junto al reloj de sol.

Zylphia se estremeció.

—¿Ashton?

—Por supuesto, pequeña —replicó este dando un paso al frente. La luz de la luna, todavía tímida, iluminó sus rasgos con una lividez extraña.

La adolescente tenía la respiración entrecortada. Para su sorpresa, no había sentido un gran alivio al constatar que era él. Todo era tan extraño... Nerviosa, estrujó la falda de su vestido entre sus dedos.

—¿Estás... estás seguro de que es... correcto?

Ashton detuvo su avance, pensativo. Alzó la mirada hacia la luna y su expresión adquirió un tinte dramático. Zylphia tuvo la extraña idea de que se encontraba al borde del llanto, o quizás vencido por alguna debilidad física. Se mostraba muy distinto del Ashton apuesto y radiante que había conocido, era como un reflejo deformado de este, como una mera sombra, y se le antojó que no era tan solo por el dolor compartido de la pérdida.

El joven cerró los ojos y ella sintió la caricia cruel del miedo, fría como un racimo de gusanos en la nuca.

—Quizás sea mejor que nos vayamos —añadió, dubitativa.

Como si aquella propuesta hubiera sido una bofetada, Ashton abrió de nuevo los ojos y clavó en ella una mirada violenta, febril. Algo oscuro brillaba en su fondo, tan denso que toda duda quedó disipada.

—¿Quieres despedirte de Ophelia, sí o no? —le espetó con una brutalidad ajena a la imagen que tenía de él, tan incongruente que apenas conseguía creerla—. Esto no es ningún juego.

Sus pupilas ardían, su rostro, crispado de rabia contenida, era una máscara demacrada que apenas mostraba al joven que había conocido, aunque lo que hizo que Zylphia intentase escapar corriendo fue su voz, venenosa como el esputo de un sapo, de una brusquedad que quebró su frágil entereza. Pero antes de que pudiera dar un solo paso, su robusta mano la aferró por el antebrazo como una garra de hierro. Un grito ahogado se convirtió en llanto; el miedo, en un temblor incontrolable.

Y, entonces, Ashton la arrastró hacia sí, hasta envolverla entre sus brazos, contra su pecho.

En aquella jaula de cálida carne pudo sentir el retumbar de su corazón, su respiración también agitada. No era ella la única que se estremecía. Él también, a pesar de lo grande que parecía al abrazarla, temblaba como un caballo tras haberse abandonado a una carrera enloquecida.

—Lo siento, lo siento, mi pequeña, lo siento tanto —le susurró sin soltar la presa, y ella sintió su aliento sobre el pelo, deslizándose hasta sus orejas. Y luego la caricia de su mano en la espalda mientras con la otra, que no había soltado su muñeca, conducía sus dedos fríos hasta sus labios.

La estaba besando. Ashton, su Ashton. Y era tan suave aquella boca, tan cálidos sus besos, que se sentía devorada. Un rubor como nunca antes había experimentado subió por su cuerpo desde el vientre hasta quemarla en el rostro y electrizar sus manos. Se sentía desfallecer, como un pajarillo entre las zarpas de un gato hermoso y terrible, tan deseada, tan ansiada... y, al mismo tiempo, tan engañada.

Un inesperado mareo, casi una náusea, nubló por un instante su vista. En torno a ella, el jardín era como un mar agitado, caprichoso e inestable.

—¿Y Ophelia? Hemos venido por Ophelia —musitó con un hilo de voz mientras los besos, cada vez más exigentes, desfloraban su melena y descendían hacia su cuello.

—Ophelia, sí, la pequeña Ophelia —murmuró Ashton al tiempo que la empujaba contra el reloj de sol y la tumbaba sobre su fría losa de piedra, haciendo que el gnomon le arañase el hombro y desgarrase su vestido—. Pronto la verás, Zylphia, muy pronto, te lo prometo —le aseguró, y su lengua, como una serpiente, lamió el lóbulo de su oreja.

La chiquilla intentaba liberar su mano presa con la otra, pero no tenía fuerzas. Se sentía desfallecer bajo el peso del joven, hundida por la presión cálida y dura de sus músculos. Y sus dedos rudos exploraban ahora su cuerpo, pugnaban por arrancar los cierres del corpiño y acceder a la piel de sus senos. Las lágrimas desbordaron de sus ojos y nublaron su visión a medida que se hundía en la pesadilla. Y entonces, a través de ese velo brillante a la luz de la luna, la vio.

Ahí estaba. Ophelia. La ansiada aparición. Zylphia se sintió avergonzada, sucia y traidora. Sobre ella, Ashton jadeaba, cada vez más excitado, más brutal. Sus besos se habían convertido en mordiscos y la ropa ya no resistía sus tirones. Medio desnuda, la chiquilla miró a su amiga muerta y hubo tal intensidad en su gesto que incluso el joven se dio cuenta de que había algo a sus espaldas. Aún jadeante, se incorporó dejando tirada a la chiquilla sobre el reloj de sol. Sus ojos se posaron en la aparecida.

Contemplaron su piel azulada, fría como el agua del fondo de un pozo, sus labios tumefactos, su mirada de ultratumba. Sin embargo, no traslucía miedo alguno en ellos. Solo burla. Y, quizás, un punto de locura.

—Ah, estás aquí —dijo con media sonrisa desquiciada bailando en los labios—. Te lo había dicho, Zylphia, te lo había dicho. Y aquí la tienes, a tu querida Ophelia. Yo no miento, grábatelo bien en tu preciosa cabecita. Yo nunca miento. Así que ya podéis despediros. He aquí tu fantasma.

Despacio, muy despacio, el espectro de Ophelia alzó un dedo acusador hacia Ashton y Zylphia no pudo evitar darse cuenta de que llevaba su camisón preferido, el que, según le había confiado, soñaba con llevar en su noche de bodas. Cada desgarrón que pudo ver en su tela le dolió como una cuchillada. Su llanto se recrudeció.

Pero Ashton parecía no oírla.

—No merece la pena ni que lo intentes —le espetó, furioso y despectivo, a la aparecida, sin quitar de ella su mirada febril—. Es lo bastante lista para saber ya qué ocurrió. Y lo que le ocurrirá a ella si no guarda nuestro secreto. Ahora es mía. Ella es mía también. ¡Las dos sois mías!

A medida que aquellas piezas dislocadas iban encajando en el horrible rompecabezas, Zylphia se fue derrumbando hasta el suelo del jardín. ¿Dónde estaba su Ashton? ¿Cómo era posible que no hubiera visto antes a aquel monstruo que gritaba a su amiga? ¿Quién podía ser tan deleznable de maltratar a un muerto?

—¿Lo has comprendido? ¿¡Lo has comprendido esta vez!? —gritaba a la aparecida, que parecía temblar en toda su esencia, como una brizna de existencia que pudiera ser barrida por el viento—. A partir de ahora, respetarás mi sueño, no volverás a perturbar mi descanso, ¿lo entiendes? Y vendrás cada vez que me cite con ella, y mirarás cuándo...

Sus dientes estallaron al impactar contra la piedra. Fue tan repentino que, al principio, no sintió siquiera dolor. Un parpadeo después, Zylphia estampaba de nuevo la piedra, ya cubierta de sangre, contra su hermosa nariz apolínea. Ashton trastabilló y, al chocar contra el borde del reloj de sol, cayó de espaldas y el gnomon se introdujo entre sus costillas. Ensartado como una grotesca mariposa, sin entender todavía qué había ocurrido, miraba a la chiquilla con ojos desorbitados. Intentó insultarla, maldecirla, pero solo consiguió emitir un borbotón de sangre densa.

Zylphia tampoco llegaba a comprender del todo qué había pasado. Había actuado por instinto, sin reflexionar, movida por la rabia ciega de ver humillada de tal manera a su amiga. Sus dedos crispados todavía sujetaron un instante la piedra, como si no estuvieran del todo seguros de que todo había terminado. Luego, la dejaron caer.

Con un escalofrío, pensó que si no hubiera sido por Ophelia, quizás no hubiera opuesto mayor resistencia a los deseos de Ashton, a su dominio. Todavía se sentía culpable. Sucia. Incongruentemente avergonzada.

Notó entonces una fría caricia de ultratumba. Abandonada de nuevo al llanto, se volvió hacia la aparecida.

—Oh, Ophelia, ¿qué dirán mis padres? ¿Qué voy a hacer?

El fantasma sonrió con una inmensa tristeza y meneó la cabeza en una evidente negativa.

—Guarda silencio, Zylphia —musitó con una cadencia hueca, espectral—. Nadie creerá lo que aquí ha ocurrido. No aún.

»Déjales creer que existen monstruos, que Ashton era un caballero. Que tu lugar estaba en la cama, teniendo sueños castos, y que solo los fantasmas sienten el deseo de rondar por las noches.

»Déjales creer, mi querida hermana, y mantente en guardia. Siempre en guardia».

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