Leyendo mal una novela

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Cuando ya creía que esta serie de artículos estaba terminada con “Planteando mal una novela”, “Ejecutando mal una novela” y “Vendiendo mal una novela”, el compañero Mik me espolea para completarla con una cuarta entrega. Espero que haya salido medianamente decente…

Pues sí, como decía aquel marcapáginas que me dieron en cierta feria del libro, la culpa de que haya malos libros no es del autor ni del librero, sino del editor que no supo desanimar al primero. De hecho, cuando el autor ha sido bueno, el librero profesional y el editor ha estado acertado –y, en realidad, también cuando nada de esto ocurre-, se puede añadir una nueva exoneración: a veces los libros se leen mal. Y no es culpa suya.

 

Ni el malvado editor, ni el torpe escritor, ni el avaricioso librero: a veces el culpable está mucho más cerca. El lector, en esta combinación inestable de elementos que en ocasiones trasciende a arte literario, tiene una parte importante que cumplir. Y para que se realice la magia, debe cumplirla.

 

Mi padre siempre comenta que resulta muy complicado que las obras de teatro salgan bien porque a los factores de riesgo propios de cualquier obra, como es su calidad intrínseca, su adecuación al momento, su pertinencia y un largo etcétera, se unen otros más peregrinos: la receptividad y humor del público, el estado anímico de los actores, del director, incluso del iluminador…

 

En el caso de las novelas, por suerte, el experimento está más controlado, aunque no por ello exento de interferencias externas. Sí, es cierto que una vez impreso el libro parece que ya nada puede ocurrir, pero en realidad todos sabemos que sí es posible.

 

No hablaremos ya de lectores inconscientes, como el aquí firmante, que desperdician obras maestras como “Heart of darkness” de Conrad por empeñarse en leerlas en su lengua original. No, nos centraremos en vicios lectores más universales dentro del margen de maniobra que nos deja el ámbito de la manía.

 

Después de haber despellejado con justa ira a los primeros eslabones de la cadena lectora, bien nos tocaba entonar el mea culpa. Así pues, empecemos por el principio.

 

Una en cada puerto

 

Sí, la literatura no destaca como un arte tendente a la fidelidad. Sólo con darse una vuelta por el foro, cualquiera se dará cuenta de cuánta gente divide su tiempo lector entre varias obras. Sí, el orden y el concierto no es una de nuestras cualidades estrella.

 

Uno, dos, tres, cuatro, media docena, una entera… los libros se apilan en la mesilla de noche, comienzan a vagar de mesa en mesa, se refugian en la mochila, van y vienen de viaje con nosotros sin que les concedamos la atención que merecen.

 

En principio esto no es un problema, pues, como decía Edgar Allan Poe, la novela no necesita, al contrario que el relato o el poema, mantener la tensión continua del lector. Si por algo se caracteriza, es porque se puede aparcar y retomar tiempo después sin detrimento de la trama. Y, de hecho, con las buenas novelas pasa así.

 

Sin embargo, cuando los personajes no están tan bien definidos, cuando la trama no es todo lo fabulosa que debiera, o cuando la originalidad es sólo la justa para no caer en el plagio, pueden darse interferencias. Leerse “El médico” de Noah Gordon a la vez que “Los pilares de la tierra” de Ken Follet puede inducirnos a pensar que Tom Builder visitó el Líbano.

 

Por otro lado, a veces hay obras que dejadas de lado por una lectura más ligera, quedan condenadas al olvido y la mirada desconfiada. Y todo porque no les dimos el tiempo necesario para engancharnos. La competencia es mala, y entre libros puede ser desleal.

 

Alimentando a la bestia negra

 

¿Qué hacer cuando una obra no te engancha? Como hemos comentado, dejarla de lado momentáneamente puede conducirla al descanso eterno. Sin embargo, cuando se le da el beneficio de la duda, a veces el camino se hace demasiado duro. Y, en ciertas ocasiones, es mejor el abandono que la agonía.

 

¿Quién no se ha leído alguna vez un libro con el que, de un modo visceral, no podía? A mí, personalmente, este tipo de situación me despierta una animosidad terrible contra el autor. Rara ha sido la novela que no ha sabido aprovechar el tiempo extra concedido pero, cuando así ha sido, ha quedado para siempre grabada en mi memoria, desterrando a su autor del panteón de escritores leíbles.

 

Algún día escribiré la reseña de alguno de esos libros, novelas que serán juzgadas por la bestia negra que hicieron nacer en mí. Libros que nunca debí terminar, ni siquiera por acabar con la curiosidad que suspiraba ese “puede mejorar”.

 

Presunción de culpabilidad

 

El hombre es un ser cargado de prejuicios. Si éstos se alimentan, aunque sea levemente, el resultado puede ser terrible. Así, el comentario sobre una novela que ha despertado a la bestia negra en nosotros puede poner en prevención a un amigo nuestro. Del mismo modo, el elogio a un libro por parte de una persona cuyo criterio nos resulta de dudoso gusto nos puede hacer detestar una obra maestra. La cosa se complica cuando intervienen las instituciones y, sobre todo, esa sombra llamada deber.

 

Cualquier lectura obligatoria de cualquier centro educativo hará perder puntos a la obra, antes de que se haya comprado siquiera, en, al menos, un noventa por ciento de los casos. Una lectura que se lastra con la obligación de un trabajo final puede amargar cualquier novela.

 

De momento, y hasta que cambie todo el tinglado de nuestra sociedad, sólo se puede recomendar a los lectores que no se fíen de los comentarios, ni en una dirección ni en otra, salvo en casos de conocida solvencia. Ésta se puede obtener, por ejemplo, con buenas reseñas –bien escritas y argumentadas, se entiende-.

 

Hacer los deberes oyendo el partido

 

¿Por qué iba a interferir una actividad que requiere sólo mi oído con otra que usa mi vista? Bueno, pongámonos la mano en el corazón… Por mucho que me gustase escuchar a los Maiden estudiando historia, lo cierto es que retenía más la historia de “Alexander the great” que la de los Reyes Católicos.

 

Leer en el metro, en el autobús, ¡incluso en el tren!, requiere disciplina. Si no, las páginas pasan como cuando estamos ante el examen que vamos a suspender, es decir, dejando apenas una leve impresión en el fondo de nuestros cerebros.

 

Una obra maestra nos puede dejar indiferentes si la leemos mientras se desarrolla una orgía en la habitación de al lado. Recomiendo por ello que, al principio, se lean únicamente cosas que no requieran mucha atención cuando estemos en ambientes poco adecuados –sí, incluso después de haber comentado lo de una en cada puerto-. Al final uno tiene la sangre fría de ignorar todo a su alrededor, pero al principio cuesta.

 

Bien es cierto que tampoco hace falta ser catastrofistas. La propia estructura de la novela tiende a hacer volar nuestra imaginación, a dejar párrafos por el camino sin ningún pudor mientras las letras desaparecen y los mundos toman forma. Hay que estar atento, no obstante, a que el mundo que visitemos sea el que nos presenta el autor, y no otro de nuestra manufactura. Si éste fuera el caso, tal vez sea un buen momento para dejar de leer por un rato para ponerse a escribir.

 

La lectura como actividad del alma

 

Edgar Allan Poe, al que le ha tocado ser el citado de este artículo, comentaba que la poesía se percibe en función de la esencia poética que toca en nuestra alma. Y es cierto: la lectura es un proceso que implica a nuestro espíritu con todas las consecuencias.

 

Así, cuando estamos cabreados por un mal día en el trabajo, agobiados porque no sabemos dónde se ha metido el gato, pendientes del teléfono, o en cualquiera de esas innumerables y terriblemente relevantes actividades que afanan nuestro lado más espiritual, jamás conseguiremos centrarnos en la lectura –ni, todo sea dicho, en cualquier otra cosa-.

 

Relajémonos antes de leer. Una buena ducha, una infusión o una cervecita, un buen sofá… La lectura implica un ejercicio intelectual, por lo que es mejor preparase; desconectar antes de conectar al nuevo mundo.

 

Leyendo el libro equivocado

 

Para terminar, he dejado el vicio que más lecturas se me ha cargado, siempre confabulado con mi cabezonería natalicia: el coger el libro equivocado. Me encanta leer y me gusta hacerlo variado. No hay, prácticamente, libro o temática que no me interese. Sin embargo, si cojo el libro en el momento que no debo puedo tardar más de un mes en leerlo; y eso, en mí, es muy raro.

 

Cuando se termina una novela normalmente apetece leer otra. Hay que pensarse bien cuál va a ser ésta. Mis gustos son volubles, cambian de un día a otro. Por eso, aunque hoy me haya levantado con ganas de saber más sobre la primera guerra mundial, sé que no tengo que coger un libro de esa temática. Al menos, no debo cogerlo sólo por ello.

 

Al final me resulta más interesante valorarlos por tipo de redacción, por idioma, por tamaño o por densidad que por temática o ambientación. Hay que tener en cuenta el tiempo que nos cuesta leer un libro e intentar aventurar cuáles serán nuestros intereses durante el mismo. También hay que tener muy presente de que tipo de lectura acabamos de salir y cuáles son nuestros compromisos futuros.

 

 

Me temo que poco más puedo aportar a esta reflexión. En principio, cuando uno ha elegido el buen libro, le da el tiempo que requiere, lo mima en el ambiente relajado que conviene, no tiene interferencia alguna en la cabeza y le gusta el primer capítulo, su lectura será una marcha triunfal. En principio.

 

No nos olvidemos que la Literatura, como todas las artes, es caprichosa.

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