Capítulo II: La llegada de Elvián

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Segunda entrega de Elvián y la Espada Mágica

Hacía varios meses que Elvián había abandonado las comodidades del castillo de Parmecia acompañado por su noble corcel Trueno. Cabalgaba por una hermosa pradera. Sus reservas de alimento y agua se estaban agotando, por lo que pronto necesitarían reabastecerse. A pesar de la belleza de los verdes campos que estaban atravesando, el principe sólo era capaz de pensar en algo que llevarse a la boca y otro tanto para beber. De comida sólo le quedaban algunas frutas y un poco de pan. El agua que llevaban hacía tiempo que había adquirido un desagradable sabor rancio.

 

Fue en ese momento cuando se fijó a lo lejos en una gran ciudad en la que destacaba un majestuoso castillo. Elvián hubiera considerado bonito el lugar, si no fuera porque despedía una atmósfera depresiva y angustiosa. Sin embargo, algo le decía que allí podría encontrar comida y agua. El príncipe sacó de una bolsita atada a la silla de Trueno un par de manzanas y le dio una al caballo. La otra empezó a comérsela él.

 

-Venga, Trueno –dijo Elvián mientras acariciaba su crin-. Sólo un pequeño esfuerzo y podremos comer algo más que estas manzanas.

 

El príncipe recibió como respuesta un alegre relincho y el caballo empezó a galopar a gran velocidad. A pesar de que el lugar estaba a una distancia considerable, tardaron menos de una hora en llegar. Elvián quedó petrificado.

 

A la entrada de la ciudad vio un cartel raído que colgaba de unos goznes rotos que rezaba: “Bienvenidos al Reino de Écalos, un lugar pacífico, alegre y acogedor”. Las letras estaban medio borradas y el hierro donde estaban impresas, oxidado. Elvián no sabía si Écalos era pacífico, pero le daba la impresión de que no era alegre y mucho menos acogedor. Las calles tenían un matiz gris depresivo, y estaban completamente vacías. No se veía ni un alma en ninguna de las callejuelas que formaban la ciudad. Paseó sobre Trueno por las silenciosas calzadas, y el ruido de los cascos del caballo le resultaba opresivo.

 

De repente, Elvián movió la cabeza rápidamente hacia un estrecho callejón; le había parecido ver movimiento en aquel oscuro pasaje. Acarició el hocico de Trueno y le susurró al oído que se dirigiese al angostillo. Juntos recorrieron la callejuela hasta que se encontraron con una pared al fondo. A un lado había una puerta muy deteriorada y en el suelo un pequeño balón de cuero.

 

Elvián bajó del lomo de Trueno y recogió la pelota, la acercó a sus ojos con ambas manos y la examinó. En ese momento, la puerta se abrió lentamente con un estridente chirrido. El príncipe se volvió, alarmado, retiró su mano derecha del balón y la posó sobre la empuñadura de su espada. Esperó un poco hasta que el rostro ceniciento y un poco asustado de un niño surgió de las sombras. Entonces soltó el arma y contempló aliviado al chiquillo, que vestía ropas viejas y gastadas.

 

-Por favor, ¿me devuelve el balón? –preguntó éste tímidamente.

 

Elvián miró la pelota que sostenía con la mano izquierda y volvió a clavarle los ojos.

 

-Claro, pequeño –dijo mientras se acercaba-. ¿Sabes a dónde me tengo que dirigir para entrar en el desierto de Kelbo?

 

El niño le miró un momento mientras cogía el balón que le tendía. Se fijó especialmente en sus ropas, su peinado y su forma de hablar.

 

-¿Por qué llevas esa ropa? ¿Acaso eres un príncipe?

 

-Sí, exacto –respondió Elvián-. Eres muy inteligente. Soy Elvián, príncipe de Parmecia.

 

-No hace falta ser muy listo para saber que eres de la realeza. Esas ropas tan horteras y ese ridículo peinado te delatan, pero eso no es culpa tuya.

 

Elvián miró al crío, sorprendido por su franqueza. Él también empezaba a sentirse molesto con su pelo.

 

-¿Esta ciudad es siempre tan agobiante? –preguntó para cambiar de tema-. Parece un poco triste, y no se ve a nadie por la calle.

 

-Está así desde que desapareció la princesa Neleira –respondió el niño-. El malvado brujo Malvordus la secuestró hace una semana. El rey está destrozado, ¡no sabes lo que amaba a su hija! Desde entonces, no ha vuelto a sonreír y siempre está encerrado en su castillo.

 

-Me gustaría ir a verle –dijo Elvián-. Quizá pueda animarle un poco. Pero no sé si me dejarán pasar.

 

El muchacho lanzó la pelota hacia el habitáculo que había tras la puerta y la cerró.

 

-Sí te dejarán –dijo-, puede entrar todo el mundo. Si me dejas montar en tu caballo, te llevaré hasta el castillo.

 

Elvián sonrió, subió de un salto al corcel e invitó al niño a montar. Cuando estuvieron arriba, Trueno comenzó a trotar ligeramente y el príncipe lo guió bajo las instrucciones del muchacho.

 

-Antes todo era alegre –contaba el crío mientras galopaban-. Estábamos en paz con todos los reinos, y todos los extranjeros eran bien recibidos. A los elfos les encantaba venir a aquí, y a los enanos. Pero también a los trolls, a los orcos de Gort, e incluso a algunos nekul.

 

Elvián asintió. Era bien sabido que a los nekul no les solía agradar abandonar las montañas en las que habitaban. El niño siguió contando la historia del reino. Parecía ser que desde que secuestraran a Neleira, una especie de manto invisible cubrió la ciudad. Los ríos se secaron, los animales murieron y el metal se oxidó. Eso tan sólo en unos pocos días.

 

Cuando Trueno se alejó en la distancia, la gente empezó salir de sus casas y contempló la ruta que había tomado el caballo. Los habitantes se dieron cuenta entonces de que el extranjero rubio no era un enviado de Malvordus, después de todo.

 

Poco tardó Trueno en llegar al castillo. Cuando se acercó a las puertas doradas, Elvián y el niño bajaron. El príncipe agradeció al muchacho la ayuda prestada y le regaló una moneda de oro por sus servicios. El crío miró alegremente la moneda, se despidió y se alejó corriendo. Entonces, Elvián se dirigió a las puertas del castillo.

 

En el momento en que iba a traspasar la puerta, los dos vigilantes apostados a los lados de la misma cruzaron sus lanzas, impidiéndole el paso.

 

-Lo siento, señor –dijo uno de ellos-, pero para entrar tiene que dejar sus armas y decirnos el asunto que le trae aquí.

 

-Me parece razonable –respondió mientras desenvainaba su espada y se la entregaba al otro guarda-. Me llamo Elvián, príncipe de Parmecia. He oído que el Rey Tristán está terriblemente deprimido por el secuestro de su hija, y me gustaría animarle.

 

-¿Otro humorista? –exclamó el soldado que guardaba la espada del príncipe-. ¡Incluso trae su propio uniforme! Un príncipe, ¿eh? Me has hecho sonreír...

 

-P-pero yo…

 

-Anda, entra. Ya han pasado muchos. Espero que tú tengas más suerte.

 

El príncipe fue conducido por el castillo hasta el Salón del Trono, donde el Rey Tristán estaba sentado. Sus ojos y su expresión mostraban unos rasgos tan apesadumbrados, que Elvián sintió que el corazón se le agarrotaba. Al principio, le costó mucho empezar su actuación, pero pronto empezó a desenvolverse con soltura. El príncipe contó una serie de buenos chistes, algunos muy buenos. Pero Tristán, en lugar de reír, lloraba. El Rey le miró con ojos grises y apagados, y dijo:

 

-Eso no funcionará, hijo. No hay nada que pueda hacerme sonreír de nuevo. Sólo la vuelta de mi hija Neleira podría hacerme recuperar la felicidad perdida.

 

Elvián miró a Tristán y sintió compasión. Tan grande era el pesar que le producía el agotado monarca, que no dudó un solo momento en ofrecerse en ir a la Torre Negra de Malvordus y liberar a la princesa. En ese momento, el Rey se llevó las manos a los ojos y empezó a llorar, pero no de tristeza, sino de esperanza. No se podía creer que todavía existiese gente con tan buena voluntad.

 

Elvián fue hospedado en un cuarto del castillo, y allí pasó la noche. Mientras dormía, soñó con una cueva. En el centro de la misma había una misteriosa espada clavada en un altar. Un resplandor amarillento rodeaba la hoja del arma, pero estaba custodiada por dos espectros de fuego, uno a cada lado. Entonces, una voz cavernosa le decía que el secreto para vencer a los guardianes era el agua.

 

El príncipe se despertó desconcertado. Ya era la cuarta vez que se le repetía el mismo sueño, pero no lograba encontrar un significado. Entonces recordó que Astral le había dicho que para encontrar la Ciudad Perdida, necesitaba la ayuda de una espada mágica. ¿Sería la espada de sus sueños? ¿O sólo era sugestión? Dejó a un lado estas cuestiones y volvió a dormirse, esta vez sin sueños extraños.

 

A la mañana siguiente, despertó temprano y fue a las caballerizas, donde habían llevado a Trueno. Comprobó que estaba muy bien atendido y que habían preparado alforjas para su viaje. Le habían dado suministros de agua y comida, y supuso que le llegarían. Entonces se acercó al caballo, le acarició la crin y montó en él de un salto. Se despidió con la mano del Rey Tristán, que por primera vez desde que habían secuestrado a su hija salía del castillo, y se alejó trotando hacia el oeste, hacia el desierto de Kelbo.

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