El cazador

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Desde que los primeros recuerdos de la razón se instalaron en lo más profundo de mi memoria, siempre me he sentido un cazador. Existen quienes, ya desde niños, presentan habilidades extraordinarias para la escritura, la actuación, la danza o cualquier otra disciplina artística, pero en mi caso siempre fue el uso de la escopeta el principal don que Dios se ocupó de concederme.

 

Esta capacidad natural la desarrollé, ya digo, desde que no levantaba más que unos palmos del suelo. Ya entonces mi puntería con el arma era esplendida, así como mi innata facultad de encontrar fantásticos animales incluso en las zonas más remotas y salvajes de cualquier poblado bosque o montaña. Es muy posible que mi padre tuviese gran importancia en el asombroso avance de mi facultad, pues siempre me permitió acompañarle en sus frecuentes y admirables cacerías. Y es que mientras otros chavales se divierten y crecen entre muñecos o coches de juguete, yo lo hice rodeado de cartuchos, trampas y un agradable e inequívoco olor a pólvora quemada. Esa poderosa fragancia que a uno le invade en el momento decisivo en que aprieta el gatillo.

 

Desde entonces, multitud de fieras mutiladas adornan las paredes de mi salón. Criaturas, todas ellas, brutales y terroríficas en vida, que no tuvieron ninguna oportunidad de escapar de delante de mi rifle. Y eso que he visitado lugares tan peligrosos y dignos de respeto como la sabana africana o la húmeda e incómoda selva amazónica. Con permiso legal o sin él, leones, tigres, osos, jabalíes e incluso veloces panteras han caído con un solo disparo mío. Allí donde otros colegas de profesión necesitan días de preparación y entrenamiento, yo tan sólo preciso de unas cuantas horas para dar con el objetivo deseado. Porque no sólo la puntería es importante para un cazador, sino que también su tino al perseguir a las bestias se vuelve crucial si quiere lograr su triunfo. Olfatear su rastro, descubrir las huellas de la criatura entre la maleza o escuchar el rugido de su garganta en la lejanía suponen algunas de las prácticas en las que tampoco tengo rival. Y no se tratan, estas últimas frases, de presunciones subjetivas y déspotas, sino que los numerosos concursos y batidas que he encabezado así lo demuestran.

 

Por éstas, tan seguro estaba de mi imbatible situación, que no dudé en tomar la palabra de un amigo cuando éste me tentó con una nueva aventura. Según el hombre, también cazador de élite desde hacía décadas, existía un león imposible de vencer que, por años y años, se burlaba de los más diestros cazadores en la selva de Etiopía. Al parecer, eran incontables los monteros que habían fallecido en sus fauces una vez tras otra. Y en cuanto al físico, resultaba sencillo reconocerle, pues a su gigantesco tamaño era imposible no sumar la más rubia y excepcional cabellera que la naturaleza nunca hubiese visto.

 

Con la más firme intención de servirme de la cruel reputación de aquel león para aumentar la grandeza de la mía propia, viajé al país africano en cuanto tuve el tiempo y el equipo necesarios para embarcarme en semejante labor. Allí, rodeado de mis ayudantes habituales, levantamos un rudimentario campamento formado por una espaciosa tienda de campaña y poco más. Dentro consultamos los planos donde teníamos anotados los últimos lugares en los cuales, según mi amigo, el león se había mostrado. Esa calurosa noche la pasamos custodiados bajo el techo de lona, poniéndonos en marcha la misma mañana siguiente, al amanecer.

 

Durante horas caminamos sin éxito, prisioneros del asfixiante calor africano, que nublaba nuestra vista y nos obligaba a detenernos para beber y descansar a cada rato. Por supuesto que llegamos a ver leones, así como otras bestias distintas, pero ninguno que gozara de un tamaño, porte o pelaje digno de distinción.

 

Pasado ya el mediodía, cuando el bochorno se acentuó hasta extremos abrasadores, descansamos en un pequeño poblado situado en medio de nuestra ruta. Lo formaban tan sólo unas ruinosas y miserables casas, deshabitadas en su mayoría, pero todavía era posible encontrar algún morador por las cercanías. Al hablar a uno de ellos sobre la misión que nos traíamos entre manos, el buen aborigen se llevó las manos a la cabeza y puso cara de asombro.

 

-Es una locura, es imposible cazar al Gran León -exclamó con un extraño acento mezcla de varias lenguas-. Él no es la presa, señor, es el cazador.

 

Cuando el sol finalmente se ocultó más allá del horizonte, proseguimos nuestra marcha, esta vez al amparo del estrellado cielo nocturno. Con el paso del tiempo, mis ayudantes y yo, presas del cansancio y la fatiga, comenzamos a desanimarnos notablemente, hasta el punto de que ya apenas nos dirigíamos la palabra mientras caminábamos pesarosos.

 

Un rato más tarde, próximos ya a la rendición, pues no en pocas ocasiones la idea de volver al campamento se había paseado por mi mente, lo vi. A pesar de la oscuridad que cubría el paisaje, pude vislumbrar claramente la silueta imponente y desafiante de un felino de proporciones descomunales. Aún a varios metros de nosotros, se movía de forma elegante y pausada como lo hace un capitán frente a sus soldados. Sin dudarlo ni un instante, agarré el rifle y me lo llevé al hombro, apuntando por la mirilla con todo el brío con el que fui capaz. Al contemplar al animal –si es que acaso se podía catalogar tan comúnmente a una bestia tan singular- a través del objetivo, me sorprendí al contemplar cómo sus ojos, brillantes en medio de la noche, me observaban llenos de interés. Jamás vi en un alimaña alguna una mirada tan intensa y viva.

 

Sin pensármelo dos veces apreté el gatillo, y el ruido sordo del disparo resonó con fuerza por la silenciosa explanada.

 

Entonces aparté el arma y esperé a ver caer el cuerpo herido de muerte del colosal león. Pero, para mi sorpresa, la bestia seguía en la misma posición que antes, contemplándome y sin inmutarse lo más mínimo. Achacando mi error a la oscuridad reinante, cargué de nuevo el rifle y volví a intentarlo, asegurándome esta vez de la consecución de mi intento. Pero tampoco ahora fue así.

 

De pronto, de la misma manera silenciosa con la cual se había movido hasta entonces, la criatura dio un salto hacia una pendiente cercana y, como si no se tratara más que de un fantasma cualquiera, desapareció de nuestra vista ladera abajo. Sobra decir que mis empleados y yo nos esforzamos en su búsqueda, pero ésta resultó en vano. A la mañana siguiente regresamos definitivamente al campamento.

 

Agotados por todos nuestros inútiles esfuerzos, decidimos pasar la noche en la tienda y partir a la mañana siguiente, cuando el calor fuese menor y la visibilidad aumentara. Los hombres a mi cargo se mantuvieron un rato distraídos en decidir la ruta que tomaríamos para regresar a la ciudad, mientras que yo me acosté, malhumorado y con las piernas doloridas. A pesar del pegajoso calor que hacía allí, no tardé ni cinco minutos en quedarme dormido profundamente.

 

No debían haber pasado más de dos o tres horas, a juzgar por el aspecto aún tenebroso y eclipsado del cielo, cuando un grito me despertó. Sin saber su procedencia, me incorporé y, tras frotándome los ojos insistentemente, miré a mi alrededor. La tienda estaba vacía. ¿Dónde estaban los tres chicos que me acompañaban? Una mala corazonada golpeó con fuerza mi pecho y, presa de una creciente inquietud, agarré con fuerza el rifle que descansaba a mi lado. Despacio, casi arrastrándome sobre el suelo, me asomé lentamente al exterior.

 

Afuera el silencio era tal que mi propia respiración sonaba extraña y ajena a la atmósfera. Poco a poco me incorporé y, mirando nervioso a mi alrededor, busqué algo que se alejará de lo normal, esperando ansioso a que mis sensibles ojos se habituaran de una maldita vez a la tenebrosa noche africana. Entonces me fijé: delante de mí se hallaban tres misteriosas piedras situadas a unos pasos de la tienda. Al acercarme a ellas, no pude reprimir un grito de terror al descubrir que, en realidad, no eran más que los restos, despellejados, mordidos y ensangrentados de mis tres ayudantes.

 

Entonces, antes de que el pánico me permitiera reaccionar, una fuerza terrible y pesada me envistió, arrojándome al suelo con un golpe seco y doloroso. Mis costillas se quejaron, pero la pesadilla no había hecho más que comenzar. Con las últimas fuerzas que me quedaban, intenté agarrar el arma, que tras la sacudida había perdido, pero una garra afilada y cruel me traspasó el brazo, desgarrando la carne y provocándome un dolor insoportable que recorrió todo mi cuerpo como una descarga eléctrica.

 

Entre sollozos caí al suelo, próximo a perder la conciencia y la cordura. El brazo me ardía como quemado por una llama del infierno y mis piernas se negaban a responder. Entonces, totalmente indispuesto y sin posibilidad de escapar, vi acercarse a mi agresor, que se acercaba a mí con pasos lentos y orgullosos como si la noche le perteneciera sólo a él. Su pesado y arrugado hocico goteaba sangre, igual que sus afilados y gigantescos dientes.

 

Entonces, en los minutos finales de mi vida, recordé por instinto las palabras a las que, desgraciadamente, no había prestado atención anteriormente: “él no es la presa, señor, es el cazador”.

 

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Patapalo
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Me gusta mucho cómo llevas el pulso narrativo de la historia, sin meterte en recursos extraños, cómo vas tejiendo poco a poco el escenario hasta llevarnos al desenlace deseado. Muy buen trabajo en esta historia de devoradores de hombres.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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PedroEscudero
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La idea me ha parecido buena y el giro final es sorprendente. En ciertos momentos me ha recordado los relatos de viajes del sxix . Quizás haya pasajes demasiado adjetivados para mi gusto, pero se disculpa teniendo en cuenta el uso de la primera persona (la gente habla de mil maneras distintas).

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