Entre mitos y flautas

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Maligna reflexión sobre un mito que, según vi en la pasada Hispacón, está bien extendido. Me refiero a aquél que reza de la literatura de género fantástico no vende.

Estoy seguro de que todos lo habéis oído alguna vez: la literatura fantástica no vende. Es una afirmación que se suele acompañar de apreciaciones cómo “se considera un género menor” o “no tiene el respeto que merece”.

 

Más allá de la veracidad de lo afirmado como acompañamiento (que hay terceras personas no determinadas que no respetan o denostan la literatura fantástica, que seguramente las habrá), me gustaría centrarme en el otro punto, el de que la literatura de género fantástico aparentemente no vende. Lo haré, supongo, porque como pretendo en el futuro vender libros del tema es algo que no deja de preocuparme, aunque sea levemente.

 

Para empezar, me saltaré otro debate que alargaría esto innecesariamente: qué es la literatura fantástica. Aunque nadie duda del carácter fantástico de los relatos de Cortázar o Borges, y aunque haya lenguas malignas prontas a decir que lo de Dan Brown es la fantasía, creo que todos tenemos un concepto más o menos claro de a qué se considera literatura fantástica de género. Es ésa que, grosso modo, relacionamos con conceptos como Espada y brujería o Fantasía épica.

 

Bueno, pues como dicen que con un ejemplo no se monta una teoría, pero con un contraejemplo sí que es lícito desmontarla, empecemos por poner unos cuantos de mal gusto.

 

Los “Harry Potter” de Rowling son bestsellers internacionales. Los puristas, blandiendo no sé qué divino poder secreto, pueden alegar que no es fantasía de género, pero, además de ser falso, no arregla gran cosa, sino que la pospone. Después de este contraejemplo podríamos decir que la literatura fantástica que los puristas consideran buena no vende.

 

Pero claro, como he dicho, esto no es más que una tregua. Supongo que nadie puede decir que “El señor de los anillos” de Tolkien no entre en el grupo. Y si se sale con lo de que es la excepción que confirma la regla, podemos añadir “Las crónicas de Narnia”, “Elric de Melniboné”, “Las crónicas de la Dragonlance”, “Conan el bárbaro”, “Canción de Hielo y Fuego” y así tantos otros, juveniles o menos juveniles, más o menos recientes.

 

Podríamos intentar encontrar un resquicio, a modo de último cartucho, añadiendo la coletilla “nacional”, pero a estas alturas ya habrá más de uno que habrá pensado en Laura Gallego como exponente de la ruptura del monopolio yanquee.

 

Así pues, ¿cuál es la famosa literatura fantástica que no vende? Porque, claro está, alguna habrá que haya hecho surgir estas afirmaciones.

 

Desde mi posición privilegiada de reseñador infatigable y plurilingüe me puse a recabar detalles para acabar conformando una teoría peregrina, que es la que os presento aquí y que podríamos denominar, así como con mucha pretensión, la teoría de las cubiertas. No tiene nada que ver con maniobras encubiertas judeomasónicas, sino con un concepto mucho más simple: el de la presentación, el del envase atractivo.

 

En primer lugar presté atención a un grupo muy particular, el de los clásicos rescatados con bombo y platillo. Estos libros se pueden presentar de cualquier forma, estamos de acuerdo, y los editores de éxito, que de vender saben un rato, no se complican la vida: tapas duras, letras de oro con el título y el nombre del autor y subtítulo mágico diciendo que es una edición de lujo, o revisada, o definitiva, o lo que se tercie. Pero claro, esto a nosotros de poco nos vale. Como expertos que somos ya conocemos a los autores, por lo que el canto de sirena no nos atañe, y como autores noveles aún nos queda un buen trecho hasta que nos editen de este palo –con éxito-.

 

El segundo grupo que apareció rápidamente es el que tiene como target, que llaman ellos, al público juvenil. Aquí se repiten las tapas duras (más que nada porque los niños no se compran libros, sino que los reciben como regalos) y se añaden los dibujos de vivos colores, corte clásico y buena calidad. “Las crónicas de la Dragonlance”, “Transparente y la Torre del Destino” o “Nihal de la Tierra del Viento” son buenos ejemplos.

 

El único que se sale de cazuela es el señor Potter, y porque puede. Eligiendo las horribles portadas que eligieron en todas las ediciones de Harry Potter (y da igual del país que provengan), los editores nos han mandado un mensaje claro: esto es literatura infantil fantástica, sí, pero de otro tipo. El caso es que han salido muchas publicaciones paralelas imitando el estilo. Su éxito o fracaso tendrá que juzgarlo otro.

 

Luego estaría el grupo de los habituales: Moorcock y Howard tienen su público, y parece que dicho público adora un tipo de portada. Con esta receta ha funcionado hasta el momento y se prevé que siga. ¿Para qué complicarse? Son libros y autores que reconoces cuando los ves y en los que te introduces por consejos amistosos. No necesitan artificios, sino que se valen de la paciencia del que ya sabe el trabajo bien hecho. Por fortuna, se suelen editar tentando al lector también por el lado económico.

 

Y para terminar están los que no venden (y ahora aquí es cuando me lapidan). Precisamente en la Hispacón tuve oportunidad de ver y comprar libros que, desde un punto de vista estético, gritaban que venían de un corral pequeño. A algunos les criticaría incluso que, aun con buenos contenidos e incluso dibujantes, emanaban un aura fandomita invendible. A éstos les hubiera interesado escuchar al autor de “El ejército negro”, que sin mucha empatía con el público soltó unas cuantas verdades a tener en cuenta.

 

Otros a mí me encantan estéticamente, como “Paura 3”, pero seamos francos: un lector de terror convencional (tipo Stephen King) no va a coger sin prejuicios un libro que parece una pequeña Biblia dedicada a Satán. Y puede que aquí radique el problema, en que los libros que realmente no venden –en el sentido de vender como churros- son los que no pasan por el aro. Pero claro, es que ya era mucho pedir.

 

Uno querría ser escritor, que su arte no se mercantilizara, que las portadas fueran a su gusto, por minoritario y raro que fueran, y, además, vender a espuertas.

 

Lo que pasa es que el mundo editorial funciona al revés. Las portadas están hechas para atraer al público –un público que muchas veces, antes de comprar de nuevo, no lee el libro-, no para que le gusten a unos pocos cuando ya adornan sus estanterías –incluso, me atrevería a decir, ni siquiera al autor-. Y es por ello que se basan en parámetros subconscientes que, modestamente, creo que es mejor dejar en manos de los publicistas y editores.

 

Si el editor que hace las portadas de Licia Troisi se ha dado cuenta de que los niños (y niñas) italianos compran más si la protagonista tiene los pechos grandes, no le pidáis que no haga uso de esta información. Después de todo, un editor tiene como objetivo vender libros, no las cruzadas por el buen gusto.

 

Claro que las cosas se pueden cambiar, del mismo modo que no hay que pedir peras al olmo, y es por ello que creo que las posiciones más sabias son las de aquellos editores que son un poco más perros y tiran por la vía del medio. En concreto me quedo con las elecciones hechas en “El camino del acero” de Andrés Díaz, cuya cubierta satisface a ambos sectores: por un lado se ve que es una portada de literatura de género, pero por otro tiene un no sé qué que me barrunto yo que animará a más de un aficionado a las novelas históricas, que ya se consideran de un género “de verdad”, respetable, a probar suerte. Una vez lo hayan leído, el trabajo será redondo -la calidad les invitará a repetir- y habrá comenzado por donde dice el manual: por la cubierta.

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