Acaso. Sultana. Mi reflejo.

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Podía aguantar una noche entera sin luz. Y sin percibir la música que tantas veces tarareó durante los pasados años. El caso es que Víctor también se levantó aquella noche, haciendo crujir el suelo de madera con su pierna postiza izquierda que ni él mismo sabe quién se la arrebató.

No llovió esa noche tampoco; hacía meses que no lo hacía y eso que paraba el viento; se encapotaba todas las malditas noches a eso de las doce y media de la madrugada. La ciudad, costera, triste y pequeña, apenas se dejaba ver en el mapa salvo en los meses en que la recogida del atún era provechosa para la provincia.

 

Víctor, al no tener otra opción, recorrió su nicho en primer lugar palpándolo todo, como si fuera un ciego de niño, parándose en los objetos, acariciándolos, tocando sus esquinas o sus curvas, sus rugosidades. El caso es que se conocía muy bien aquella habitación: el gran espejo delante de la cama, la cómoda a su derecha con otro pequeño espejo ovalado, un puf, acaso turco, más allá en la esquina junto a la ventana, el escritorio de madera de boj, carcomido hacía más de un siglo, de cuando su abuelo… Y en el otro extremo estaba ella, en la butaca caqui, acaso propagando calor a aquel cuero, acaso mirándole, acaso hablándole.

 

Fuera, la escalera esperaba impaciente ser tocada; el polvo de un grosor considerable se le impregnaba en sus manos y Víctor se acercaba las manos a los ojos sin obtener éxito alguno. Bajó lentamente, quedándose con cada crujido. Qué podía hacer él ahora, insomne, sin otra cosa que recorrer lo ya aprehendido en su consciencia nocturna. Pensó en amigos de su juventud, en sus padres, en su hermano, en su mujer, en su hija, y en Sultana; dónde estaban, se preguntaba cada noche.

 

Iba llegando la hora de bajar al salón y abrir las ventanas que se erigían majestuosas, con su madera humedecida, sus clavos oxidados, su polvo incrustado, su sonido chirriante. La chimenea le produjo pavor: las cenizas estaban todavía calientes y no se acordaba de haberla encendido. Enseguida empezó a intranquilizarse. Pero qué estaba pasando allí: él vivía solo, y eso lo tenía muy claro, clarísimo. Mierda, se dijo, y abrió como pudo el minibar sacando una botella, se la acercó y sin éxito logró saber de qué era. Bebió y bebió hasta que la apuró.

 

El pueblo estaba dormido aún cuando Víctor despertó. Se sentía con frío, con dolor de garganta; carraspeó unas cuantas veces y escupió al suelo. Se levantó a las bravas tropezando con la botella y casi resbalándose. Qué coño pasa aquí, se dijo, carraspeando de nuevo, eructó y se le vino a la mente un sabor rancio, como a polvo centenario.

 

Cuando salió por la puerta el mar, con cuatro gaviotas mal nutridas, estaba en calma, cuasi grisáceo. Salió andando con paso veloz aunque torpe; vestía ropa de domingo lluvioso: un chaleco gordo sobre una camisa estropeada de pana, pantalones de faena azules forrados con piel de borrego y botas pesqueras. Enseguida pudo ver a lo lejos la iglesia sobre cuya puerta hablaban dos feligresas con el cura, haciendo gestos exagerados, acompañados de algún que otro chillido de hiena y alguna que otra risa falsa.

 

―Mira Gaspar, yo no sé qué pasa en este pueblo pero llevamos un tiempo muy razonable como para que no llueva ninguna gota. Ya los rincones apestan a orín de perro o de vete a saber tú.

 

―Puede ser, hija mía…puede ser que sea el mismísimo diablo que quiere meter miedo a nuestros inmaculados corazones. Tú sabes tan bien como yo que aquí pasan cosas raras desde hace mucho tiempo. Recemos a Dios.

 

―Sí, recemos a Dios, Agustina…

 

—Calla, hermana, que siempre has sido muy tonta. ¿A que no has solucionado nada rezando y rezando a los santos?

 

—Por favor un respeto a tu hermana Isabel y a Cristo, por amor de Dios

 

—Vámonos, Isabel, que es tarde y no tengo gana de sermones.

 

Víctor se había quedando mirando todo el rato, pero no llegó a oír nada. En seguida, siguió a las hermanas con sigilo hasta que llegaron a casa. Víctor se quedó junto a la ventana, al olor de los geranios. Allí las hermanas platicaron en voz alta

 

—¿Para qué le tienes tanto cariño al cura ese de pacotilla? ¿Acaso tienes un romance con él?

 

—Por Dios, hermanita, últimamente no llueve, el pueblo está sombrío, no hay niños, la única niña que había, desapareció hace un año…

 

—Sí, esa es otra, la hija de Víctor, es más raro ese hombre… lo mismo ha matado a su hija como también se dice que mató a su mujer.

 

—Bobadas, yo no me creo esos bulos. Será un hombre reservado y todo lo que tú quieras, pero le veo incapaz de hacer algo así.

 

Víctor, atónito, escuchaba la conversación poniendo caras extrañas y urdiendo un plan maquiavélico, no dejaré que estas putas viejas se inventen datos y me destrocen el prestigio que yo tengo en este pueblo, se decía, sonriendo malévolamente y profiriendo voces cavernosas cual berreo de búfalo.

 

Pero poco a poco pensaba que él no era una mala persona y que no podía dejarse llevar por la ira. Su aspecto era cada vez más apagado: sumido en una profunda tristeza, no sabía qué hacer.

 

Y regresó a casa. Cómo podía ser que ya estuviera la luna fuera. “Resguárdate de la luz lunar, resguárdate de las olas nocturnas”, se oía. Y el caso es que ya estaba dentro a salvo de todo mal. Fíjate Víctor, por ahí fuera te etiquetan de loco y de asesino y acaso sea verdad, no crees, acaso tengas una doble vida y no te estés dando ni cuenta. Acaso tus muertos lo saben y son tan cabrones que no dicen nada. Qué mierda queréis de mí…

 

“Déjate de insultos, Víctor, yo sé lo que te pasa, yo te conozco muy bien; hace un año que perdiste la pierna y no has hecho más que tonterías, una tras otra, y no lo recuerdas...serás cabrón; claro que tú no tienes la culpa, acaso la tenga yo por no avisarte antes. Ven arriba a tu habitación. Te estoy esperando”

 

Y Víctor subió tembloroso, torpe, pensando qué decir con deferencia para que no se molestara aquella voz. Sólo se oía la respiración entrecortada de Víctor y el crujir de la madera, centenaria, humedecida…La oscuridad reinaba en el habitáculo, ahora tan distinto, tan diabólico…no conocía absolutamente nada.

 

“Víctor, atento, ahora mismo no puedes verme; en cambio yo sí, como desde hace un año, sí, ¿te acuerdas de la canción? Te la tararearé…quedabas sumido en la inopia; gracias a ella y a mí, que te la transmitía, mataste a tus padres, luego a tu mujer y a tu hija, y percatándote al tiempo de lo que habías hecho intentaste suicidarte sin éxito: perdiste una pierna en la chimenea, ¿te acuerdas? Yo fui la inductora del crimen. Que por qué lo hice te preguntarás, eso tiene una respuesta sencilla, sencillamente no te ocupabas de mí, nunca me quisiste como a una hija, me encerraste en el sótano después de que mamá se diera cuenta de tus planes, por eso la mataste: sabía tu secreto, y claro, ya puestos, te cargaste a toda la familia, pero allí en el sótano había libros de cuando los abuelos; y a ellos te los cargaste porque eran brujos; fíjate, ahora yo voy a ser la piedra angular del relato de esta triste historia, seré el punto de inflexión que nos redimirá a todos. Yo tengo la energía necesaria para matarte. He pasado inapercibida durante este tiempo. Adiós Víctor…”

 

Y se hizo la oscuridad en su máxima potencia. Se cerraron puertas, ventanas, y los ojos de Víctor. La sentía allí. Tenía miedo. Iba a morir. Lo sabía. Y ya sólo escuchaba la canción y la vio, la vio en la butaca caqui, majestuosa, toda ella esfinge, esperando el más mínimo movimiento de su presa. “Ahora ya lo comprendes todo, ¿verdad? Sí, soy acaso la que piensas”

 

Viajó al nadir y se vio, con mano torpe, pluma en mano, escribir unas pocas palabras: “Aquí yazco para siempre. Matado a la medianoche acaso por Sultana, mi reflejo”

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