El banquete

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Dicen que Arvaj se quedó sonado cuando los jabalíes de su carro le hicieron caer. Todo se debe a que, incluso para la mentalidad orca, es una locura ir a un banquete de ogros a desafiar a su líder

Los gnoblars corrían de un lado para otro llevando grandes bandejas de carne asada y jarras de cerveza que parecían barriles sobre sus escuálidos cuerpos. Bañados en espuma y cubiertos de apetitosa grasa, las serviles criaturas disfrutaban de su propio banquete, o de una cierta sensación de saciedad, hasta que, por descuido o maldad, algunos de los ogros les devoraban, vestidos y crudos pero ciertamente aderezados.

 

Sí, una gran fiesta se estaba celebrando entre el medio centenar de ogros que componía aquella compañía mercenaria. Habían conquistado, no sin un relativo esfuerzo, un bastión enanos en el enclave de Karak-Âzar, y ahora daban cuenta de sus nada magras provisiones. El oro y las piedras preciosas eran un botín secundario que adornaría sus fantasiosas vestimentas: para ellos el verdadero tesoro era la victoria en sí, la sangre y la violencia; y, todo sea dicho, el posterior banquete.

 

Por ello no escatimaban en nada. Cuando se acabasen las reservar de la gruta fortificada, seguirían su deambular por los valles de Karak-Âzar. Introducirse en las galerías y subterráneos de la montaña no les resultaba demasiado atractivo, pero aquellos primeros salones estaban bien surtidos y constituían un buen refugio. Además, había carne y alcohol para unos cuantos días a pesar de la voracidad reinante.

 

Los serviles gnoblars estaban igualmente contentos. Con tanto botín y tanto alimento, sus vidas habían mejorado considerablemente. Después de meses royendo los huesos que sus señores arrojaban más lejos, ahora se atrevían a correr entre sus piernas y a comerse los despojos debajo de las mesas. Ebrios de beber en los numerosos charcos de vino y cerveza, se habían vuelto más temerarios que de costumbre, y aunque algunos pagaban esa falta, la gran mayoría se refocilaba. Incluso cuando entró aquel orco enfurecido, aplastando diminutas cabezas con su maza erizada de púas, apartando cuerpecillos enclenques de furibundos puntapiés, su alegría no disminuyó. Más bien al contrario: cuando vives a la sombra de un ogro y ves cómo la desgracia que siempre te amenaza se cierne sobre otro, tiendes a alegrarte, especialmente si eres un gnoblar de humor retorcido –es decir, uno del montón-.

 

Así, Arvaj avanzó a grandes trancos hacia la mesa principal bajo las miradas atónitas de los ogros borrachos y el maremagno de chillidos de sus excitados sirvientes. Una muerte –o mejor dicho, al menos una muerte- se paladeaba en el ambiente. Por supuesto, entre ogros, orcos y gnoblars, no cabía esperar que para la ocasión se dijera algo digno de consignar para la posteridad inmortalizando aquel momento.

 

-Si hubiera comido, vomitaría en vuestras salsas –escupió el orco.

 

Todo el mundo guardó silencio ante aquellas palabras. La mayor parte de los congregados no tenía claro si aquello era un insulto, una provocación o una sugerencia culinaria. Así, en mitad de la confusión, Arvaj saltó sobre la mesa del líder ogro y continuó avanzando derribando bandejas, jarras y despojos sangrientos sobre los comensales. La confusión fue creciendo al enojarse unos con otros y, finalmente, se convirtió en un caos absoluto. Sólo la risa estentórea del líder ogro se alcanzaba a oír sobre el griterío. Curiosamente, nadie atacaba al solitario orco que, poco a poco, continuaba aproximándose a su objetivo. Cuando se encontraba a tan sólo tres pasos de éste, un gnoblar con las orejas extraordinariamente grandes y una nariz desproporcionada, se interpuso en su camino.

 

-¿Qué deseas suplicar a mi gran señor? –aulló con un aplomó que distaba mucho de sentir.

 

Arvaj se rascó el cráneo con las púas de su maza, cómo si no tuviera muy claro si contestar a aquel minúsculo y molesto ser, o cómo si no supiera muy bien a qué había ido allí. Finalmente, masculló, con cierta vergüenza:

 

-Habéis matado a Varin Blackbeard, a quien juré destrozar el cráneo con esta maza por haber asesinado a mi primo Barnak “el oscuro”. Ahora reclamo venganza por haber impedido que cumpla mi venganza.

 

El líder ogro contempló atónito durante unos instantes a aquel intruso de piel verde. Aquello que decía no tenía pies ni cabeza y, además, le resultaba de lo más cómico. Sí, era una bufonada. No podía ser otra cosa: aquel tipo era un bufón. Y, pensó, lo cierto es que tenía cierta gracia.

 

Al comprender aquello, el caudillo ogro estalló en una sonora carcajada y, para acompañarla, golpeó con su puño en la mesa. Lo hizo con tanto entusiasmo que una de las tablas se partió y, levantándose por el extremo contrario, impactó fuertemente a Arvaj a traición en pleno trasero. El orco salió despedido y cayó con tal violencia que quedó inconsciente en el suelo, entre huesos roídos y trozos de grasa sanguinolenta. Terminado el interludio, los ogros y los gnoblars continuaron su celebración. Sólo uno prestó atención al orco caído: el sirviente preferido del líder ogro.

 

Este gnoblar de enormes orejas y descomunal nariz se alejó discretamente de su amo, con cuidado de que éste no notase los tirones en la cadena de plata con la que le sujetaba, y fue hasta el intruso. Con un brillo inteligente y malicioso cogió su maza de púas y la arrastró hacia otro rincón, donde yacía Varin Blackbeard, el enano que tan encarnizada resistencia había presentado con sus mineros.

 

Llegado a su lado, con una sonrisa triunfal en los labios y un gran esfuerzo, hundió la maza en su cráneo. Los sesos del difunto enano le salpicaron en abundancia, pero no ocurrió nada más. Algo confuso con aquel resultado, se quedó mirando las púas del arma. “Debe haber algo que no he entendido” razonó, con cierta dificultad, el gnoblar.

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