El pasaje secreto de Gwendolin

Imagen de Patapalo

¡Lumos!” se oyó en el pasadizo, y un leve resplandor blanquecino se percibió unos metros más adelante, al volver una esquina. Scorpia sonrió complacida. “Así que allí es donde está el pasaje secreto de Gwendolin”, pensó. “Por fin llegamos al final de este misterio.”

Todo el mundo sabe que en Hogwarts se esconden multitud de secretos. Algunos, como Scorpia, saben además que la mayor parte de ellos pueden dar acceso a un gran poder. Por ello, en cuanto supo que Gwendolin se dormía en clase de pociones porque por las noches bajaba a las mazmorras, decidió que también ella iba a trasnochar un poco. Lo que no esperaba era tener éxito ya en su primera noche como espía.

 

—¿Vamos tras ella? balbuceó Batracius sacándole de sus pensamientos triunfales.

 

Batracius, su sombra desde que llegara a Hogwarts, era hijo de uno de los mayores brujos de Inglaterra: Draconius Blind. Por supuesto, que éste despreciara tanto a su hijo –no era de extrañar que le hubiera llamado Batracius- como ella misma, no era motivo para mostrarlo en público. Era necesario tener buenas relaciones, aunque implicara hacerse cargo de incompetentes como el que le acompañaba.

 

—Silencio, Batracius le recriminó tajantemente. Nunca sabremos qué esconde si la alertas de nuestra presencia.

 

Scorpia era una niña muy inteligente. Siempre había sido el blanco de todas las burlas por su aspecto cadavérico y enclenque, y tal vez por ello había desarrollado un gran ingenio y unas aptitudes mágicas muy superiores a las de la sus compañeros de curso. Seguramente, el mal genio que tenía había nacido del mismo modo. No obstante, a pesar de su gran inteligencia, aquella vez se equivocaba: Gwendolin no hubiera podido darse cuenta de que le seguían por mucho ruido que hubieran hecho, pues estaba en un profundo estado de trance.

 

Sonámbula, la niña bajaba un escalón tras otro hacia su rincón secreto. Como cada noche, acudía a la llamada de su nuevo señor. Como todo el mundo sabe, Hogwarts también esconde secretos peligrosos.

 

Scorpia y Batracius se asomaron por la esquina del pasadizo. Al final del mismo se encontraba una sala oscura y húmeda que parecía la parte baja de un pozo. En ella, entre las sombras, Gwendolin permanecía sentada.

 

—¿Crees que va a abrir el pasaje secreto? ¿A dónde crees que llevará? preguntó Batracius con cierta ansiedad. El miedo de su voz envalentonó a Scorpia.

 

—El pasaje secreto de Gwendolin no es un pasadizo ni una puerta, sapo ignorante: ¡es un texto! Un pasaje de un sortilegio muy antiguo inscrito en los muros de Hogwarts le explicó señalando el trozo de muro que, como una estatua, contemplaba la sonámbula, y dónde se podían leer unas extrañas runas.

 

—¡Un hechizo muy antiguo que no está hecho para niños pequeños! aulló una voz cavernosa llenando toda la estancia.

 

Scorpia y Batracius notaron cómo se les ponían los pelos de punta. ¿Quién había dicho aquello? Pronto llegó la respuesta. Gwendolin se levantó, levitando unos centímetros por encima del suelo mojado, y se volvió hacia ellos. Sus ojos brillaban con un tono amarillento, venenoso, pero no eran ni de lejos lo que más miedo daba de su nuevo aspecto. Lo peor, algo que hubiera aterrorizado a un dementor, eran las patas de araña que salían de entre sus cabellos pelirrojos. De las uñas negras de aquellos apéndices goteaba un líquido bilioso que se deshacía en una asquerosa espuma al tocar el suelo.

 

Instintivamente, Scorpia apuntó a la niña zombi con su varita intentando recordar algún hechizo que pudiera servirle. Sin embargo, no encontraba ninguna solución. No era a Gwendolin a quién tenía que atacar, sino a la criatura que la dominaba… ¿pero cómo?

 

Batracius, mucho menos inteligente, y por ello más decidido, sacó también su varita y chilló:

 

—¡Detritus maléficus!

 

Entonces una gran explosión retumbó en la sala y kilos de basura empezaron a caer del techo. Estiercol, lodo, grandes trozos de musgo podrido, gusanos y cortezas enmohecidas… todo tipo de sustancias repugnantes cayeron sobre ellos como una repulsiva lluvia.

 

—¡Aaarrrrjjjj! aulló la criatura que poseía a Gwendolin abandonándola a su suerte bajo los detritus. ¿¡Qué demonios es esta porquería!?

 

Luego, en cuanto se hubo separado del cuerpo de la niña, se desvaneció a través de una de las paredes. Cubiertos de inmundicias, todavía temblorosos, Scorpia y Batracius ayudaron a levantarse a Gwendolin, quién iba volviendo en sí como si despertase de un mal sueño. Una vez recuperados del susto, Scorpia recuperó su habitual expresión dura y le gritó a su compañero:

 

—¿¡Detritus maléficus!? ¿¡Pero en qué demonios estabas pensando!?

 

—No sé respondió Batracius entre confuso y orgulloso. Pensé que el hechizo para destruir un maleficio tenía que ser algo así. Me salió solo...

 

Scorpia le observó con el ceño fruncido durante unos instantes. “Una gran inteligencia no da la respuesta a todos los enigmas”, pensó resignada. “Si Batracius es un genio o un completo imbécil seguirá siendo un misterio.”

 OcioZero · Condiciones de uso