Los socorridos juegos de cartas

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Los tiempos cambian, y en algunos aspectos para mejor. Por mi parte, se acabaron los momentos aburridos en los viajes, esos ratos muertos en los que te pegas horas, o lo que parecen horas, haciendo solitarios

Si hubiera que clasificarme de algún modo, seguramente tendría más papeletas para acabar en el grupo de los nostálgicos llenos de añoranzas que en el de los vanguardistas, pero en el tema de los juegos de cartas me he convertido un devoto de las novedades. Comentaba el compañero Varag que tampoco es que se vean muchas cosas realmente novedosas en el gremio, pero, a pesar de todo -lo he corroborado el pasado puente en Normandía- hemos avanzado unos cuantos pasos de gigante en el tema del ocio portátil.

 

Vale, por supuesto que no es algo nuevo, y que no hay juego de cartas (ni juego en general) más transportable y versátil que la baraja napolitana -la de toda la vida, por si alguno se pierde-, pero también es cierto que ahora tenemos unas cuantas alternativas muy apetitosas que no ocupan en la mochila más que una novela, sobre todo si tenemos en cuenta el tamaño que se empeñan en dar ahora a los libros.

 

Hablo, por supuesto, de los juegos de cartas no coleccionables. Los coleccionables están muy bien, pero ya tienes que contar con que tus compañeros de viaje, o eventuales compañeros de partidas, sean también adeptos al juego en cuestión, o lo suficientemente abiertos de mente y pacientes para aprender sobre la marcha el que a ti te gusta, algo que suele ser más bien raro.

 

Los juegos de cartas no coleccionables, por el contrario, asustan menos a los jugadores eventuales, seguramente porque tienen una estética más acorde a los juegos de mesa clásicos, y, además, en el noventa por ciento de los casos tienen una mecánica de juego muy sencilla y una presentación muy intuitiva, por lo que es muy fácil liar al personal. Por supuesto que no tienen ese sabor de abrir la caja de un juego “de verdad”, con esa especie de ritual tácito con todo el mundo sentado alrededor de la mesa, pero incluso gracias a ello es más fácil conseguir la complicidad de la gente.

 

Como comentaba, este puente nos fuimos a Normandía, y en un momento dado nos encontramos literalmente encerrados en el salón de la casa (la casa de los enanitos que le llaman por ahí), en torno al fuego, una docena de personas de todas las edades. Bueno, niños pocos. Más bien de entre dieciocho y sesenta años. Afuera cayendo aguanieve, después de todo un día a calzas revueltas y sin televisiones, consolas ni similares, sin oírse una mosca, aquello parecía una biblioteca pública. Y soy muy buen lector, pero llega un momento en el que uno necesita cierto contacto humano, y que sea distendido y sencillo.

 

Bueno, pues llevaba en la mochila el Érase una vez, La Baccade y el Korsar, y venciendo la vergüenza y las barreras lingüísticas, les propuse echar una partida. Pronto nos decidimos por el primero (seguramente porque era el más universal y el menos “táctico”). Tras la primera partida ya se había unido al grupo inicial uno de los reacios, y las risas que nos echábamos allá por la cuarta atrajeron al resto.

 

Lo rápido que se nos pasó el rato hasta la cena, sobre todo en comparación con el momento de calma absoluta en el que nos habíamos atascado hasta entonces, os lo podéis imaginar. Obviamente, depende mucho de quién forma el grupo a la hora de que salga mejor o peor el experimento, o de elegir un juego u otro -quien dice “Érase una vez” dice “Bring your daughter to the slaughter”, o quien dice “Baccade” dice “Bang!”- pero la idea es la misma: un juego de cartas de este palo es el anzuelo perfecto para conseguir liar a todo el mundo, romper el hielo y pasar una tarde entretenida. Desde luego, para lo que ocupan, y cuestan, salen bien a cuenta.

 

Yo, por lo menos, y creo que sobra decirlo, agradezco enormemente tener una alternativa al Risk y al Monopoli de toda la vida, e incluso a la baraja tradicional. Después de todo, no tiene el mismo sabor echarse unos guiñotes en el bar de mi pueblo que en una cabaña en Normandía, y, como se suele decir, en la variedad está el gusto.

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