Superman también tiene derechos (de autor)

Imagen de Anne Bonny

Una sentencia falla a favor de los herederos de Jerry Siegel acercándonos a este lado del charco una peculiaridad de los Estados Unidos: su gestión de los derechos de autor

El detonante de este artículo es claro: hace unos días saltaba a la palestra una curiosa noticia, la de que un juez norteamericano había determinado que los derechos de autor ligados a la creación del conocido personaje de cómic Superman recaían sobre los herederos de Jerry Siegel.

 

Supongo que a causa de la mezcla -o cacao- de cultura que llevamos en la cabeza más que por conocimiento de causa, la noticia en sí no parece todo lo chocante que debería. Que un juez tenga que determinar que la propiedad intelectual de una creación -sea Superman o cualquier otra- pertenece a los herederos del creador debería ser, en sí, curiosa. Máxime cuando se trata de una máquina de hacer dinero como ha resultado este superhéroe. Sin embargo, no es raro escuchar en algunos foros que, después de todo, si Siegel trabajaba para Action Comics cuando creó al personaje, es normal que éste perteneciera a la empresa y a las subsiguientes denominaciones o herederas de la misma (como Detective Comics, conocida como DC en su nueva andadura). Por suerte, los herederos de Siegel han conseguido demostrar que el trabajo creativo de Superman se había realizado previamente en el sentido estricto de la palabra (aquí no vale la anécdota del escultor que ha pasado toda su vida practicando para conseguir hacer lo que hace en el tiempo adecuado y con la calidad adecuada) y se han llevado el gato al agua.

 

A mí, en cualquier caso, el mero planteamiento me parece bastante funesto. Quizás desde una óptica algo romántica, no lo niego, el creador se me aparece como un David frente al Goliath del mundo editorial. El primero se estruja los sesos, trabaja y, con suerte, coloca su producto, pero siempre a través de la industria: está obligado a pasar por el aro a no ser que sea un excéntrico osado como Mark Twain, que se creó sus propias editoriales para publicar sus novelas.

 

Hay quien dirá que la industria -mi metafórico Goliath- también asume sus riesgos, y esto es cierto, claro, pero a un nivel distinto: como es ella la que tiene la sartén -o el aro- por el mango, pondrá las condiciones de juego que le interesen, y sus experimentos, sobre todo hablando de los niveles a los que nos estamos refiriendo, serán menos exigentes que los del autor. Desde mi particular punto de vista, es normal que ambas partes se lucren, pero anormal que la editorial pueda hacerse con la propiedad intelectual de una creación ad eternum, como está pasando, a nivel práctico, en algunos casos.

 

Aquí en España, de hecho, no funcionan así las cosas. La constitución garantiza el derecho a la propiedad intelectual, y las obras se publican a cambio de una cesión temporal de derechos de autor que suelen estar, si la gente es profesional, muy medida y regulada. Eso sin contar con que, muerto el autor, los herederos de éste tienen un tiempo limitado para disfrutar de la herencia, que luego pasa al patrimonio cultural universal.

 

Por una vez, nuestro mercado aventaja al americano (al menos en este sentido). Y digo aventaja el mercado -y no que beneficia al autor- porque creo sinceramente que es bueno que los creadores mantengan la potestad de sus obras, no ya sólo por ellos, que en sí me parecería justo, sino por la buena salud de las mismas y, por consiguiente, por el disfrute de los lectores. Una empresa puede exprimir sus recursos con una frialdad mayor que un creador, y aunque existan casos de sobreexplotación de un personaje por quien le dio a luz -pensemos en los Astérix-, más casos hay de otros totalmente exprimidos durante años y años de la mano de los titanes del otro lado del charco ante la mirada, a veces escandalizada, de quienes los crearon.

 

Alguno pensará que, en cualquier caso, esa misma explotación ha sido la que ha permitido que hoy, setenta años después, sigamos disfrutando de ellos, pero, francamente, creo que hubiera sido más natural, y saludable, que los propios autores hubieran podido elegir quién y cómo les sucedía en la explotación de sus obras, si así lo estimaban oportuno. Y, si decidían enterrar a las mismas, ¿quiénes seríamos los lectores para censurarles?

 

Personalmente, me alegro de esta decisión judicial, aunque parezca venir del tecnicismo de la fecha de creación del personaje. Creo que es saludable al menos como punto de reflexión, y, sin duda, tiene algo de justicia intrínseca que los beneficios del trabajo de un hombre repercutan en los suyos, al menos por un tiempo. Aquí, en España, ese tiempo no llega a un siglo, y desde luego es menor que el que consiguen mantener en exclusividad grandes empresas del sector en los Estados Unidos.

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