Obras menores, obras mayores

Imagen de Anne Bonny

Lo malo de tener aficiones que fomentan el pensamiento es que acaban surgiendo ideas recurrentes y peregrinas. Aquí va una de ellas, ligada a la dignidad, muchas veces tan maltratada, de los cómics

Supongo que en este artículo se me escaparán -por lo menos- un par de inconveniencias no premeditadas. Espero que, al menos, sirvan para que la gente se anime a debatir y colgar sus propios puntos de vista. Lo advierto a estas alturas porque el tema que voy a tratar, en mi opinión, es algo peliagudo. No es otro que la dignidad de los cómics, o, mejor dicho, el clasismo latente entre cómics de un palo y de otro.

 

La literatura como campo de batalla para el cómic resulta estéril. Si este “hermano menor” no se ha ganado un puesto de prestigio en el club de su “hermana mayor” con obras tan impresionantes y tan reconocidas por todos como V de Vendetta, la lid pasa de desesperada a desesperante. Así, me iré por otro derrotero de dignidades, sin perder, todo sea dicho, la perspectiva cínica sobre el tema: después de todo, es baladí el tema por su pura subjetividad.

 

No obstante, y a pesar de haber dejado ya claro que me parece irrelevante, lo de las dignidades en el cómic me parece algo fascinante. Todos habréis observado el abismo que parece separar el cómic denominado europeo del llamado americano -sin entrar en otros frentes, como el manga, que nos daría para alargar el debate unos cuantos tomos-. Esta dualidad parece encerrar la rivalidad patente y latente entre ambos continentes que hemos heredado de los anglosajones -y preciso esto último porque nadie incluye, a priori, los cómics latinoamericanos o canadienses en “cómic americano”-.

 

El caso es que el abismo está ahí, y lo curioso es que, hasta cierto punto, refleja bien algunas particularidades de nuestras culturas. Los yanquis, colonos y aventureros recientemente emancipados -trescientos años no van a ningún lado en estas cosas- llevan como estandarte de batalla a esos héroes -superhéroes, ¡qué demonios!- algo infantiles, muy ingenuos y que encarnan los valores de los viejos caballeros sin la más mínima vergüenza ni el más mínimo pudor. Y aunque su cómic presente series negras, siempre tienen la pitera de hacer unos héroes que parecen héroes, y de retratar su propio escenario -que para ellos está a la vuelta de la esquina- como si estuviera sacado del American Dream o de cualquier otro sitio igual de sugerente. Capitán América, con las vueltas de tuerca que le toquen, sería el arquetipo.

 

Por el otro lado, el cómic europeo bebe de ese viejo cinismo que tanto nos gusta por estos lares. Aquí uno sólo saca héroes invencibles si la cosa va a ir de broma -como en Asterix-, porque si no parece que se nos van a reír. Así, da la impresión de que el medio natural del cómic europeo sea la narración intimista, la de los personajes atormentados, la de las aventuras con trasfondo más allá del divertimento -y si no, pensad en Blake y Mortimer y el santo lugar en el que han metido al susodicho divertimento-, la “seria”, la que pide que se especifique que “cómic” no tiene por qué implicar “cómico”.

 

Llevando estos tópicos al extremo, uno se imagina al aficionado al cómic americano con su camiseta de Spiderman, atormentando quiosqueros en las convenciones, yendo al cine disfrazado, y al lector de cómic europeo luciendo gafas de pasta, viendo películas intelectuales, despreciando la infantilización del género. Y, confundiendo churras con merinas, alguno quiere llevarlo más allá -aunque claramente el esperpento anterior no sea un fiel reflejo de la realidad- para añadir que el cómic “americano” no es el del mismo nivel que el “europeo”. Que uno es cultura y el otro es cosa de críos.

 

Dejando atrás consideraciones sobre la finalidad última de unos y otros, ya se podría desmontar este tema viendo cómo artistas ingleses de la talla de Moore o de Jamie Delano han terminado trabajando para series americanas. Obviamente se podría argumentar el tema económico -bendita industria de yanquilandia- y, en realidad, creo que no se iría tan desencaminado.

 

Desde mi punto de vista, más que la temática o el público al que van dirigidos los cómics americanos, lo que ha hecho daño a la imagen de este tipo de obras ha sido, precisamente, el mercado. Que no es un problema del tipo de personaje lo pone de manifiesto que existan cosas como Miracleman. Que es un problema de modo de funcionamiento nos lo gritan series como Conan, el bárbaro.

 

Es una cuestión matemática: yendo a contrarreloj, publicando a degüello, sacando cómics como churros en formatos baratos es normal que salgan principalmente eso, churros. También es una cuestión estadística que, finalmente, aparezcan series memorables, o periodos de éstas que corten el aliento. Lo que pasa es que quedan sepultadas por la avalancha y el consumo desenfrenado. La industria, como hace con las series televisivas yanquis, da una base envidiable y luego lo quema todo en una dantesca hoguera de miles de dólares.

 

Por fortuna, se han empezado a rescatar joyas, nombres y ediciones de “lo mejor” de esa vorágine, aunque, curiosamente, el formato que se le da recuerda al de los llamados cómics europeos.

 

Viéndolo así, uno podría preguntarse si el problema de esta “degradación” -siempre entre comillas, porque lo que a unos parece mal, a otros parece divino- puede venir del concepto de serie en sí. Sin embargo, la existencia de magníficos cómics como Tintín, o El príncipe Valiente -por no irnos del cómic americano- prueban lo contrario. Se podría pensar que es simplemente la aparición del genio lo que salva a estas series, pero yo creo que también es un problema de espacio, y que no es endémico del cómic yanqui.

 

Últimamente he rescatado algunas colecciones que se editaban durante la dictadura en España del cajón nostálgico de mi padre. Son series en el estricto sentido de la palabra: seriales, baratas y en las que prima el cómic sobre el autor. El inspector Dan es la que más me fascina de todas ellas, quizá por sus argumentos, quizá porque ni siquiera viene firmada, ni por un dibujante ni por un guionista. Es el paradigma de lo que comentaba de las dignidades: es un producto fungible, pensado para ser consumido y olvidado debajo de una pila creada con cientos de cómics prácticamente iguales.

 

¿Bueno? ¿Malo? A mí lo que me inquieta, en realidad, es cada vez se tiende más a poner en el saco de las series devoradas por Cronos a los cómics de aventuras y similares y a presentar en formatos “europeos” -bonitos, cuidados, pensados para ser conservados y disfrutados a lo largo del tiempo- a cómics cada vez más culturetas. Y aunque alguno de estos últimos sale bueno, o incluso muy bueno, no dejo de añorar los de toda la vida.

 

Por eso me pregunto: ¿Conseguiremos algún día que, más allá de juicios a priori, se editen los cómics en el formato que les corresponde? ¿O estaremos condenados a ver cómo se degradan nuestras historietas de pie, a las que tanto cariño tenemos, mientras cómics sólo de nombre adornan las estanterías de las librerías, inaccesibles en sus precios?

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