Almodóvar: el realismo abracadabrante

Imagen de Jack Culebra

Anteayer veía Volver en versión francesa, y quizás por esa distancia que se coge con algunos doblajes caía en la cuenta de esta esencia de las obras del famoso cineasta español

Abracadabrante, sí. Creo que es el término que mejor encaja con su cine. Abracadabrante y realista. Y es en esa mezcla en la que adquiere esa dimensión fascinante y, al mismo tiempo, universal que hace que traspase fronteras y llame la atención de los espectadores más variopintos.

 

Hace unos años estaba convencido de que su fuerte era el retrato social de la época de la movida y derivados. Qué duda cabe que fue uno de sus puntos de apoyo cuando dio el salto al estrellato, y que es un terreno en el que se mueve muy bien -en el de rescatar de la memoria pasajes con algo de biográficos y mucho de impactantes-. Sin embargo, me quedaba la impresión de que no todo podía residir ahí. Después de todo, por interesante que sea un periodo, termina por agotar la atención del mayor interesado. Además, en los últimos filmes del manchego se veía una cierta deriva a otras costas. La edad de los protagonistas, por ejemplo, aumentaba -grosso modo- y las temáticas, aun ancladas en el realismo, seguían otros derroteros, igualmente chocantes pero más ajenos al mundo del desfase que se vivió en la transición entre la juventud madrileña.

 

No creo que Almodóvar haya ido persiguiendo las experiencias extrañas -aunque, sin duda, alguien que ha vivido una carrera como la suya, ha tenido que ver unas cuantas-, pero incluso en estas películas más recientes, sean retrospectivas o no, se sigue percibiendo esa mirada fija en lo raro, en lo, tal vez, extravagante. En cierto modo, es como si su mirada se posase en el mundo y viera bajo el mismo, o reparara con especial intensidad en ello, la pátina de lo extraordinario que a la vez es cotidiano.

 

No sé si logro explicar la impresión que tuve viendo Volver. Quizás sea mejor remitirme a la escena que la desencadenó: papel de cocina empapando sangre. Realismo abracadabrante. Todo es mundano, pero al mismo tiempo, por suerte, se sale de la norma. No es todo lo infrecuente que debería el lado siniestro de las películas de Almodóvar: en la vida real hay accidentes, asesinatos, violencia sexual, abusos... Pero, por suerte, sigue siendo en gran medida raro que ocurran estas cosas. Al menos, en la medida en que podemos encontrarlas en sus películas, ya se trate de monjas drogadictas o de cadáveres reposando en congeladores de un restaurante.

 

Creo que en esto radica la fuerza de sus metrajes. La cercanía con el suceso terrible es palpable. Los personajes de Almodóvar no reaccionan como personajes de televisión, ni de novela, sino como el vecino de al lado, como la señora con quien te cruzas en el mercado. Pero al mismo tiempo son capaces de conducir sus vidas por las hipérboles más absolutas... sin abandonar esa cercanía popular.

 

Personalmente, nunca me he sentido particularmente atraido por la realización de sus películas en sí -no recuerdo actuaciones particularmente impactantes, o recursos cinematográficos que devoren la pantalla-, pero sí por el modo en el que, con un carácter muy particular, es capaz de mezclar estos dos elementos: lo improbable y lo ineludible. Y removiéndolos, además, hasta que son indistinguibles.

 

De alguna manera, es como si alguien conocido, real y palpable, te hiciera una confidencia totalmente inesperada en un bar. Mirándole a los ojos sabes que eso ha ocurrido, por exagerado que sea. Y eso otorga una fuerza a la narración que, sin duda, cala hondo.

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