Stormbringer

Imagen de Destripacuentos

Análisis nostálgico de este fabuloso juego de rol, aquél que me consagró como director de juego, en el que intentaré aportar algo al artículo Stormbringer – Elric ya publicado en esta página

 

Como no podía ser de otra manera, hablar sobre Stormbringer es llover sobre mojado. Además, seguramente no soy ni el que mejor conoce el juego, ni el que mejor se expresa, pero intentaré en este pequeño homenaje en el que para mí ha sido el juego entretener al menos.

 

Y ahora vayamos al principio: cómo conocí el Stormbringer.

 

Eran los tiempos míticos de la historia del rol en Zaragoza. No existían las tiendas especializadas y los manuales, escasos, podías comprarlos en las librerías normales, en las cuales aparecían de un modo totalmente fortuito.

 

Aunque es innegable que la portada realizada por Michael Whelan es fascinante –bromas aparte sobre la coloración que todos los ilustradores dan a la piel del albino-, en mi mal gusto de la época fue la del Demonios y magia la que me sedujo. No obstante, como ya sabía leer supe que tenía que comprarme el otro, el verde. Nunca hubiera imaginado lo que me esperaba.

 

En aquellos tiempos quería tener un juego de rol de verdad, no de los confeccionados entre colegas sino uno de los publicados por una editorial. Como digo, fue sobre el Stormbringer sobre el que recayó mi decisión gracias a la portada de Das Pastoras de su segundo suplemento. Debió ser el retorcido sentido del humor de Balo.

 

Reconozco que me llevó tiempo leerlo, especialmente porque las formidables ilustraciones del interior me distraían continuamente haciendo volar mi imaginación. Lo que no me costó tanto fue empezar a jugar: una de las grandes ventajas del Stormbringer era su sencillo sistema de juego –salvedad hecha del peregrino sistema de bonificadores-.

 

Pronto quede seducido por la ambientación gracias, sobre todo, al último capítulo de recomendaciones para el director de juego. El bestiario, los personajes relevantes de la saga de Elric que se caracterizaban al final del libro –y que todo el mundo terminaba usando por muy funestas que fueran las consecuencias-, la descripción de los demonios –cuyo sistema era increíblemente colorista por impredecible que fuera-, todo conseguía hacerte sucumbir al escenario ideado por Michael Moorkock en sus novelas y cristalizado para los jugadores de rol por Chaosium.

 

Demonios, magia, misterio, sangre –mucha sangre-, aventuras, emoción, escenarios exóticos, viajes entre dimensiones, objetos arcanos; todo esto y mucho más fue lo que tuvimos gracias a este juego, un juego que sin duda tenía muchas grietas pero que tuvo esa cualidad mágica que se volvió irrepetible: la de crear aventura, pura y dura, en el salón de mi propia casa. A parte de reconocer que tengo fotos muy tiernas leyendo en pijama el Stormbringer, así como que le llamaba Strom, debo confesar que nunca he vuelto a sentir algo semejante al leer el manual de un juego de rol, ni siquiera con el Elric -el cual, que se me perdone la injusticia, me resulta insípido-. ¿Por qué? Pues lo cierto es que no lo sé, pero voy a intentar esclarecerlo en los siguientes puntos.

 

Sistema de juego

 

El Stormbringer se basaba en un sistema de porcentajes de lo más sencillo para prácticamente todo. Aunque al principio no se me ocurrió que se podían aplicar modificadores, funcionaba muy bien, y lo cierto es que, a medida que he ido progresando en este mundo de los juegos de rol, me doy cuenta de que estos sistemas sencillos normalmente son los que mejor resultado dan.

Como particularidades se podría citar el peregrino sistema de características con base 3d6 –que podría haber sido cualquier otra combinación-, la suave aritmética necesaria para calcular las bonificaciones a las habilidades y un sistema de Salud Mental similar al de La llamada de Cthulhu que, por simplificado, se convertía en una especie de cuenta atrás hacia el caos sin demasiado interés.

 

El sistema de magia, como siempre se comenta, era desmedido en el sentido puro de la palabra. En sus ambigüedades uno se quedaba siempre a mitad y muy inquieto. Por ejemplo, se decía que las salamandras podían escupir fuego tres veces, pero no te decían si en toda su vida o qué –luego uno imaginaba rituales con llamas para “devolver la fuerza” a los elementales y cosas así, pero lo cierto es que no estaba bien cerrado el tema-.

 

En cuanto a los demonios, aquello era la juerga del caos. Entre ataduras, tiempos de invocación, consumiciones continuas de los hechiceros, las ambigüedades sobre qué precio cobra un demonio por servicio cuando viene a los Reinos Jóvenes, la infalibilidad de encerrarlos en un triángulo de la ley, los pactos de salvaguarda, la dualidad demonio físico – objeto al que está atado (¿Qué es un demonio con poder arma? ¿Un arma? ¿Un demonio con un arma? ¿Ambas cosas? ¿Depende de si está atado o no?), las pérdidas de Salud Mental “si se ve” el demonio y demás, el pandemonio se solía tener en la mesa de juego. Hacía falta demasiada buena voluntad y mesura en un tema que desequilibraba mucho argumentalmente las partidas, cierto, ¡pero salían unos demonios tan sugerentes! –Según ocasiones, claro, pues también salían salchichas volantes-.

 

Supongo que todo jugador bregado en el Stormbringer desarrollaba sus propios trucos para encajar todo aquello de un modo razonable y práctico, y creo que el tema daría para varios artículo, pero para mí lo más importante era el colorido que, bien jugado, podía dar a una partida o personaje el demonio de marras. No es de extrañar que la propia Stormbringer, espada demonio, fuera la estrella del juego.

 

Por otro lado, todo el juego rezumaba caos. Una tirada desafortunada te daba la vuelta literalmente a la partida –un día os cuento como un PnJ hechicero consiguió convencer a Chardros de comerse al Teócrata de Pan Tang en el peor momento- y, lo que era peor, a veces ocurría antes de empezar a jugar: el propio sistema de creación de personajes generaba unas desigualdades insalvables. Mi hermano, por ejemplo, no tuvo un solo personaje que no fuera hechicero y, aunque se pudiera suponer el contrario, tuvo muchos: toda la suerte que tenía creando PJ se cobraba su tributo en combate, haciendo que incluso un campesino ciego pudiera acabar con él por mucha armadura demonio que llevase.

 

Puede que, finalmente, ése fuera uno de los grandes problemas del Stormbringer. No era sólo que fuera un juego violento y peligroso, sino que el factor narrativo rara vez inclinaba la balanza entre tanto combate y tanta magia caótica.

 

Contenido

 

El manual del Stormbringer tenía el diseño clásico de la época, con ilustraciones fabulosas de Frank Brunner, Alain Gassner, Stéphane Truffer, Sylvain Marzo, Marc Schirmeyer, Guillaume Sorel y Thierry Monter junto con la portada ya mencionada de Michael Whelan.

 

A parte de una extensa ambientación que te permitía acercarte muy efectivamente a las novelas de Michael Moorkock -las cuales pude leer tiempo después-, incluía todo lo necesario para jugar sin problemas –como pone de manifiesto que apenas hubiera dos suplementos de reglas relevantes: uno sobre navegación y otro sobre batallas- y una aventura que, a pesar de su simplicidad, tenía mucho sabor: La torre de Yrkath Florn.

Edición y estética

 

La edición realizada por Chaosium sólo puede recibir, por mi parte, elogios. A parte de la formidable portada, teníamos un manual con unas hermosas tapas duras, bien encuadernado y con una maquetación excelente. La estética, además, reflejaba ese sombrío mundo de las novelas de Michael Moorkock en su lado más oscuro, el que más me ha seducido siempre.

 

Conclusión

 

El Stormbringer era un juego que hacía aguas por muchos lados: no había sistema de combates navales a pesar de que el mar era omnipresente, el sistema de demonios y creación de personajes pedía a gritos que se hicieran trampas, el tema de la salud mental y el elán (o favor de los dioses) era increíblemente simplista y mil detalles más. Sin embargo, el juego rezumaba aventura.

 

Todavía se me ponen los pelos de punta al rememorar el grito de guerra “¡Sangre y almas para mi señor Arioch!”. Todavía puedo percibir el hedor del caos en las playas tropicales cercanas a Dhoz-kam. Todavía palpita en mi interior la emoción de visitar por primera vez un zoco o de ver levantarse en armas a la nación de Pikaraid. Sí, Stormbringer, con su sistema de juego que parecía sujeto con alfileres –o por la bondad de los Señores de la Entropía-, era capaz de transportarte. No sabría decir muy bien por qué, pero tenía esa magia. Era el portal a las auténticas aventuras de espada y brujería, a las de verdad, a aquéllas donde existe la lujuria, los muertos mueren con sangre y los magos son siniestros por lo que ocultan y no por sus frases de opereta.

 

Para terminar de redondear la jugada, estaban Merak Gren y los suplementos de módulos que para el juego se editaron, aunque ésa es otra historia. Ésta la terminaremos testimoniando nuestra gratitud a todo el equipo que creó el Stormbringer y a los Dioses del Caos por permitir que cayese en mis manos. En especial a Balo.

 

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