¿Podemos crear el mal absoluto?

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Maléficos villanos de todos los tiempos lo han intentado. Es decir, los escritores que había detrás de ellos.

En Política para frikis, para compensar el karma negativo de haber perpetrado este blog y luego hacerlo dejado olvidado, nos esforzamos por mostrarnos piadosos con todo el mundo, incluso con los malos narradores. Por eso vamos a dedicar este artículo a explicar cómo no crear un malo si pretendemos que sea creíble. Qué, al final, de eso va este tema, pillines. ¿De qué sirve crear el malo más malo del mundo si luego no se lo traga nadie? Qué jodida es la suspensión de incredulidad.

Vamos al tajo. Y, por homenajear a Juego de Tronos, vamos a montarnos la frikada de un modo político épico fantástico. Hagamos las cosas mal, que para eso la entrada va del mal.

Imaginemos que tenemos el barro primigenio. Para empezar, vamos a moldearlo como alguien melenudo, por aquello de señalar el barbarismo, enfatizar que es extraño a la civilización. Para que no nos quede muy Conan, le damos un toque más frágil, enfermizo como Elric pero sin el toque aristocrático. Luego, aunque está mal decirlo, y es mezquino, sin duda, resaltamos algún defecto físico: es algo que funciona con las mentes simples y los arquetipos, así que... No sé, en lugar de espaldas cargadas, le ponemos chepa. Y nos metemos con la sonrisa. La mirada inteligente, eso sí, que siempre genera desconfianza. Esto no lo hace malo, claro, a menos que tengas algún problema de raciocinio severo, pero lo distancia de los caballeros de brillante armadura y lo va poniendo en su lugar.

Después, le metes detalles más mezquinos todavía. Insinúas que huele mal. No, demonios, ¡que hiede! A cripta o algo peor, algo que suscite sorpresas. Los buenos pueden sudar durante semanas pero los malos huelen. Puedes insinuar que lleva parásitos, algo que haga que el lector se rasque con desazón. Lo de acariciar una serpiente o una rata puede encajar dependiendo del escenario, aunque lo dejas porque entonces hay que caracterizar un personaje extra y no estamos para derroches. Queremos UN malo absoluto. Ya nos ocuparemos de los sicarios luego.

Entonces le das un objetivo total. Si no directo, indirecto. Digamos que si sus planes se cumplen, podría llegar el ocaso de la civilización, el fin de todo lo conocido. Para esto no nos vale un mero ladronzuelo, ni siquiera un asesino. Entonces, pongámoslo como aspirante a algún trono. Aspirante ilegítimo, se sobreentiende. Y taimado.

La clave está en las herramientas. ¿Qué tal si está ligado a una cofradía de asesinos? Por lo menos, que les muestre sus simpatías, ya que encajar que realmente forma parte de una es más complicado. Y también está ligado a algún reino no civilizado, algún sitio muy cruel que hagan sacrificios de sangre. Pero no de animales, que esos pueden cuadrar en nuestro reino estándar, sino humanos. Y a poder ser de colectivos desfavorecidos y marginales. Elfos. Elfos con mallas. Matar elfos afeminados con mallas siempre queda bien en un malo aunque al caballero viril los elfos no terminen de caerle bien.

Vale, ya lo tenemos ligado con la muerte y la traición. Ahora tiene que tener un toque negativo también económico, pero no lo vas a pintar robando a prósperos comerciantes y nobles, porque suena demasiado a Robin Hood, y ponerlo a robar pobres lo degrada como ente del mal supremo; queda como poca cosa. Entonces... mejor que cree la pobreza, el hambre, ¡la famina!, y la desesperación por negligencia y/o mera crueldad. ¡No le importa el mundo terrenal, no entiende el mundo terrenal, el de los mercados y los talleres! Pintémoslo como un erudito sumido en tomos polvorientos de saberes prohibidos que hubieran quedado mejor olvidados. Ponerle un mentor no-muerto puede ser un buen punto. Uno que hubiera matado muchísima gente, que hubiera creado una hecatombe previa que todavía ponga los pelos de punta a los demás personajes.

En esta línea, podemos adjudicarle un culto. Pero, para que sea el mal supremo no puede tener algo por encima, así que él mismo habrá de ser el culto. Se puede incluso dejar caer en su nombre. Y, por supuesto, exigirá juramentos muy bizarros mientras sonríe maquiavélicamente. Como serán juramentos sin pies ni cabeza, necesitará muchas mazmorras para meter en ellas a los que nos los cumplan.

Y podríamos seguir apretando tuercas y añadiendo capas y capas de increible maldad. Lo que pasa es precisamente eso: que ya nos hemos pasado y entrado en lo increíble. Nuestro personaje es intratable. Ya no se lo traga nadie. Bueno, siempre quedará alguien, claro... Pero la carrera por subir la apuesta se precipita y nos mete en un callejón sin salida. Pierde la lógica. Si ahora ponemos que quiere destruir el mundo ¿para qué quería el trono? El concepto se ha comido al trasfondo y las piezas dejan de encajar. Hemos entrado en el territorio del esperpento.

Para conseguir la suspensión de la incredulidad hay que medir las dosis. Cuando te pasas, solo queda dedicarse a la comedia. Mejor que se rían de lo descabellado de la historia que no del narrador, ¿no?

 

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