La saga de Angor Wrack

Imagen de El Príncipe Valiente

El Príncipe Valiente se confronta al primer enemigo a su altura

Aunque Harold Foster ya había acariciado el concepto tanto con el tirano usurpador de Thule como con líder de los invasores vikingos o incluso con el príncipe Arn, un rival que terminará por convertirse en un aliado por mor de sus puros corazones adolescentes, es con la aparición de Angor Wrack que por primera vez pone en marcha los mecanismos narrativos del conflicto con el enemigo jurado a plena potencia.

Apenas salido de Roma como un forajido, Val se ve hecho prisionero por un pirata de tal envergadura que es conocido como el rey del mar. Desde un primer momento, se deja claro que no se trata de un enemigo como cualquier otro. Puede ser un criminal, sí, pero todo en su porte lo señala como un personaje regio. Tiene una gran presencia, sin duda es culto y, además, se muestra como un aventurero veterano que ha llegado a la madurez y sigue siendo indómito.

Apoyado en este personaje y el desafío de recuperar la Espada Cantarina por él robada, Foster se lanza a una saga que en vez de tener un desarrollo lineal va conformándose a base de hebras dispersas, como un tapiz, para dar un cuadro general que brinda la impresión de que el escenario es aún mucho más de lo que se ve. Las peripecias del joven fugitivo lo llevan por misteriosas islas mediterráneas donde tendrá encuentros que remiten a la tradición homérica, los cuales servirán de presentación de Aleta, reina de las Islas de la Bruma, y lo conducirán a la corte del rey Lamorack, otro personaje donde se funde el realismo con la fantasía épica.

Este es un viejo aventurero también, uno que ha conseguido el trono de una isla protegida por un maëlstrom, un terrible remolino capaz de devorar barcos que además de ser un fenómeno natural ha tenido su imagen especular en mitos como el de Caribdis. En esta misma línea incierta entre ambos territorios, el mitológico y el histórico, el palacio cuenta con un espeluznante kraken y el monarca con dos hijas que son la encarnación del día y la noche: Melody y Sombelene.

Duelos titánicos, enfrentamientos con monstruos, líos amorosos con el capitán de la guardia por medio —Héctor, cómo no—, escenas pintorescas como la pesca de perlas o los banquetes palaciegos y fugas películeras van conformando una trama magnífica que da profundidad y riqueza al enfrentamiento entre Angor Wrack y Val y que los lleva nada menos que a Tierra Santa.

En este punto la trama adquiere nuevos matices con el exotismo oriental. Tenemos esclavistas, persecuciones en el desierto, batallas campales en el desfiladeros y aún más requiebros en la relación entre ambos enemigos jurados. Foster se toma su tiempo para desarrollar la historia y lo hace con un pulso inmejorable.

Por eso, cuando por fin el joven consigue remontar su mala fortuna y escapar del mercader Belshad Abu, quien lo ha retenido como esclavo, valiéndose de sus encantos y de la mala cabeza de la frívola Bernice, atravesar las misteriosas tierras de Oriente Próximo —que propician el episodio entre arcano, humorístico y algo paródico del mago Belsatán y su mujer Acidia— y, en compañía del caballero templario sir Astomore, regresar a Jerusalén, la reconciliación con Angor Wrack no solo es aceptable, sino más que deseada.

Resulta evidente que Foster daba tanto cuerpo a sus personajes que terminaba cogiéndoles cariño. Angor Wrack es, sin duda, un claro ejemplo. Sirve también de recordatorio de la importancia de ese mismo trabajo, el de trazar un buen reparto y saber darle profundidad: una buena historia de aventuras no lo es solo por los episodios que presenta, sino, sobre todo, por el interés que nos suscitan los implicados en ellos, sean los buenos o los malos... que a veces no lo son tanto.

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