Cuando Manheor superó al maestro

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Vamos a hablar de Ángel Luis Sucasas, todo un ejemplo para protoescritores

Lo primero, hay que aclarar que a pesar de mi vocación frustrada de profesor y de estar rodeado continuamente de niños de menos de seis años, no me considero maestro de gran cosa. Simplemente aprovecho la costumbre que tiene Manheor de llamarme máster para el título de la entrada y para la reflexión, pues si bien no creo que haya sido motor determinante de nada en su carrera, sí que me veo como un espectador privilegiado de la misma. Ahora, con su reciente galardón por Hamelín en los Premios Cultura Hache, es difícil resistirse a bromear con la manida sentencia de que el aprendiz supera al maestro.

La primera vez que nuestros caminos se cruzaron me encontraba trabajando de redactor en la extinta OcioJoven. Tengo la impresión de que llegó a la web para el III Certamen de Relato Joven, de cuyo jurado yo formaba parte, pero esto igual se debe a que mi primera conversación de fondo con él fue a raíz del mismo.

Para variar, habíamos recibido tropecientos relatos, algunos buenos, otros malos, algunos infumables, y de unos y otros los hubo capaces de dejar huella en este lector y otros que se perdieron en el olvido. Los de Manheor dejaban impronta, pero, honestamente, con la mano en el corazón, no diría que eran buenos. Y dado que, como muchos sabéis, tengo la boca demasiado grande, aquello nos dio pie a analizar a fondo aspectos de su obra y de la propia literatura hasta crear entre ambos un vínculo especial.

Ahora, con perspectiva, diría que Manheor era como un diamante en bruto. Tenía un montón de ideas y un montón de ambición, opiniones muy claras sobre lo que podía dar interés a un escrito y sobre los objetivos a los que aspirar. Con algo de ingenuidad y mucha pasión, rechazaba de plano todo conformismo y estaba deseando probar nuevas fórmulas. Tenía, también, una afición desmedida por las descripciones: era capaz de ser más denso que Tolkien. Mucho más denso. Su hazaña de contar en 5.000 palabras (¿o eran 10.000?) el acoplamiento de una nave a un dispositivo de aterrizaje es algo que no he vuelto a presenciar.

Manheor no era nuevo en el duro oficio de escribir. Como buen amante de la literatura de género, antes de lanzarse al concurso de OJ había escrito ya un universo entero de fantasía épica. Tenía mucho rodaje pero, a mi entender, le faltaba dirección, y, en ese sentido, creo que la web fue un catalizador clave, pues le permitió convertirse en escritor.

Sí, de tipo que escribía a diestro y siniestro a escritor.

Desde el principio, Manheor demostró tener unas cualidades clave para dedicarse a ello: capacidad de trabajo, perseverancia y genio, visión de lo que quería hacer. Unos cimientos robustos sobre los que ponía el broche de oro, la que, a mi entender, es la que marca la diferencia: la capacidad de autocrítica.

A lo largo de los años he visto cómo se cuestionaba su propio trabajo sin cuestionarse a sí mismo. Con una entereza sorprendente, ha sabido analizar lo que hacía con crudeza, a veces sin tacto (que es un defecto, o un resorte de mera supervivencia, que desplegamos mucho los autores con nosotros mismos: el tacto), sin por ello dudar ni por un instante de que iba a llegar al final de esta carrera de fondo. Los resultados me han maravillado.

Cuando leo obras como El encuentro o Hamelín, o alguno de los relatos cortos que ha publicado o a los que he podido acceder por estar involucrado en proyectos comunes, constato cómo avanza a ritmo constante, sin miedo y con determinación. Y son solo la punta del iceberg.

Cuando se planteó aquel plan implacable de escribir todos los días (creo que eran al menos 1000 palabras) y de leer igualmente diez veces más (siguiendo la máxima de King de que si no tienes tiempo para leer, no lo tienes para escribir), supe que llegaría lejos. No ya por la machada que suponen unos objetivos así, sino porque gracias a esa capacidad crítica sabía que le sacaría partido a la experiencia. De la literatura anglosajona pasó a su asignatura pendiente, la española, y sigue devorando trabajos ajenos al tiempo que construye los propios y asimila nuevas ideas. Es insaciable y constante, y no tiene miedo.

Así, los resultados van cristalizando, en publicaciones, premios y proyectos que van cuajando. Y esto es solo el comienzo. Lo sé y me llena de orgullo, entre otras cosas porque esta carrera no es una competición, sino un viaje que se hace en equipo, aprendiendo unos de otros. La riqueza de un escritor es riqueza para otros escritores y para los lectores.

Francamente, creo que debería ser yo quien le llamara máster, pues es alguien que de verdad enseña a través de lo más valioso: el ejemplo. A mí, desde luego, me inspira. Y también, con cierto sentimiento paternal (que achacaremos a lo de llamarme máster, a la diferencia de edad -escasa, todo sea dicho- y mi exceso de niños), me enorgullece. Es algo especial haber compartido reflexiones, proyectos e ilusiones con él. Así, este camino resulta mucho más entretenido.

Bravo, compañero. Y a seguir así.

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¡Arriba ese Ángel Luis! Mis felicitaciones, muchacho.

Fernando Lafuente (Stikud)

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