Maria Lindsey y un par de ratas portuarias

Imagen de Long Clic Silver

Hablemos de mujeres piratas aprovechando la última novedad de Playmobil

Siguiendo con su tradición de lanzar un capitán más un refuerzo de tres piratas, Playmobil ha presentado estos días sus novedades para la colección. Del capitán hablaremos otro día; hoy me gustaría centrarme en esos tres nuevos caballeros de fortuna, que vienen liderados por una sugerente corsaria rubia.

Conforman un pack original por completo: no se ha reciclado ninguna pieza de clic precedentes. Tenemos a un desarrapado indígena cubierto de tatuajes tribales y de aspecto feroz, en cuyo sombrero se ven las trazas del cuero curtido (¿sería un bucanero?), que viene armado con un trabuco y lleva una curiosa bolsa de piel colgando del cinturón -egipcio, aunque no desentona-, quizás cargada de piezas de a ocho. Como contrapartida, un no menos zarrapastroso pirata calvo con una cuidada barba y un ancla tatuada que lo delatan como desertor de la marina británica. Y entre ellos, brillante en su elegancia, una señorita que ocupa su lugar con la misma desenvoltura con que ciñe su sable: chaqueta corsé, puños de encaje, botas altas, relucientes pendientes de aro, larga melena dorada como el trigo...

 

¿Pero qué hay de cierto en esto de las mujeres pirata? ¿Es solo un mito de nuestros tiempos, quizás una peregrina idea romántica?

Las evidencias apuntan a que fue una realidad histórica. Hay documentos que dan fe de la existencia de mujeres dedicadas a la piratería, a veces con nombres y apellidos, y, la verdad, tampoco es de extrañarse dadas las circunstancias sociales y políticas. En las colonias americanas la mano de obra no sobraba y se establecieron incluso disposiciones específicas para garantizar que las viudas pudieran continuar con los negocios de sus difuntos maridos. Hasta, por lo visto, era habitual que las mujeres vistieran como hombres para recalcar estos derechos adquiridos. A veces estas viudas terminaban regentando tabernas y posadas, puntos de encuentro recurrentes de piratas, con los que seguramente harían tratos, a juzgar por lo recogido en los procesos legales de la época. De colaboradoras a miembros de una tripulación hay un paso, a pesar de todos los prejuicios y supersticiones.

Esta sonriente pirata podría ser, por ejemplo, Maria Lindsey, la sanguinaria esposa de Eric Cobham. Esta pareja de ingleses (ella era de Plymouth) operó en las costas orientales de Canadá entre 1720 y 1740, cuando se retiraron a Le Havre, en Francia, donde el señor Cobham ejerció de juez, nada menos. Fueron conocidos por no dar cuartel, por acabar con todos los tripulantes de los navíos capturados y por sepultar estos en el mar. Se decía que llegaban a usar a los prisioneros como dianas, para mejorar su puntería.

Es muy posible que esto, al igual que el romanesco final de Lindsey (devorada por la locura al verse privada de sus aventuras en alta mar, asesinada por su propio esposo, quien confesaría el crimen y toda la historia a un sacerdote y le rogaría que fuese publicada), no fueran más que invenciones. Los documentos al respecto, que incluyen, cómo no, el relato del sacerdote (a pesar de que la familia intentó que se destruyeran todas las copias del libro), no parecen corresponder a las trazas que dejarían unos piratas tan exitosos y sanguinarios, pero ¿quién querría que la realidad le chafase una buena historia?

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